La disputa a veces razonable, a veces facciosa, acerca del aumento de las tarifas coloca en un segundo plano un hecho que estuvo presente en la campaña electoral como promesa y que hoy empieza a cumplirse ante la, si se quiere, indiferencia de la sociedad habituada a tener una visión instrumentalista de las instituciones. Me refiero concretamente a un funcionamiento institucional que dista mucho de ser perfecto pero que de alguna manera está en las antípodas de la práctica política del régimen kirchnerista.
Por lo pronto, a la hora de debatirse el precio de las tarifas, los tres poderes del Estado estuvieron presentes: el Ejecutivo, haciendo sus propuestas y defendiéndolas; el Legislativo, discutiendo; los jueces de la Corte, fallando. A ello, habría que sumarle la participación de algunos gobernadores y las opiniones de los diferentes organismos de la sociedad civil, incluyendo a periodistas, politólogos, economistas e incluso dirigentes sindicales. Los resultados de este incipiente ejercicio republicano aún no están del todo definidos, pero los primeros indicios alientan un moderado optimismo para un país agobiado por la anomia institucional y con décadas de decisionismo político y cultos al líder, la conductora, el jefe o la jefa.
Dicho sea al pasar, en la misma línea de un moderado optimismo republicano habría que señalar la decisión ejemplar en la provincia de Buenos Aires de impedir la reelección indefinida de gobernadores, intendentes y legisladores, una verdadera revolución institucional por su contenido y porque fue impulsada por la provincia cuyo conurbano fue un paradigma de caudillismo y funcionarios electos eternizados en el poder.
Por lo pronto, el funcionamiento de las instituciones permitió que la sociedad esté informada o que disponga de la posibilidad real de saber qué pasa con las tarifas, qué pasa con el gas y el petróleo; qué diferencias jurídicas hay entre el precio en boca de pozo o el precio de transporte y distribución con sus respectivas consecuencias económicas y jurídicas. No es un dato menor que en un sistema político fundado en la opinión pública, esa opinión pública disponga de la información -o de la posibilidad real de estar informada- acerca de lo que se discute en los centros del poder.
La deliberación pública en ese sentido es siempre progresista y beneficiosa para la sociedad en general y para los más débiles, en particular. El poder o los grupos minoritarios decididos a beneficiarse por el camino de la corrupción necesitan de la ignorancia, la oscuridad y el silencio, porque es en ese clima que pueden llevar adelante sus planes.
El dato más ilustrativo que confirma esta afirmación se expresa, por ejemplo, en las excursiones nocturnas del señor López con una bolsa de millones de dólares, un testimonio visual de la clandestinidad que necesita el poder corrupto para funcionar; “el Morsa” Fernández escondido en el baúl de un auto es otro ejemplo aleccionador. ¿Es necesario decir que con deliberación pública, la información adecuada y una sociedad atenta, los Báez, los Boudou o la Señora no hubieran podido cumplir con sus metas o por lo menos no lo podrían haber hecho con tanta impunidad? ¿Cuesta tanto entender que las prácticas legales y el ejercicio adecuado del republicanismo son beneficiosas para la gente?
Corresponderá a los historiadores en el futuro evaluar cómo pudo haber sido posible que en un país que en muchos aspectos puede estar orgulloso de sus recursos humanos, el populismo haya convencido al común de la gente que violar la ley o manipularla a su servicio es sinónimo de gobierno popular, la coartada “sublime” para saquear los recursos públicos.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia, para algunos fue impecable, para otros, estuvo teñido de oportunismo y de acomodo a las circunstancias impuestas por la política, pero más allá de las evaluaciones jurídicas o políticas, lo que importa destacar es que el gobierno nacional a través de sus voceros calificados dijo que lo acataba porque institucionalmente no le corresponde enredarse en una discusión jurídica con los jueces, sino en admitir que quienes produjeron ese fallo están legitimados para hacerlo.
¿Imaginan a la Señora en las mismas circunstancias? ¿Imaginan la ristra de insultos y descalificaciones contra los jueces destituyentes, corruptos y pagados por Magnetto? ¿Imaginan, por ejemplo, a Macri mandando a un equivalente a Hebe Bonafini o bandas de fascinerosos para insultar a los jueces? Insisto: puede que el fallo de la Corte no sea perfecto, puede que el gobierno no esté de acuerdo con él, pero para un régimen republicano lo que importa es la independencia de los poderes -la independencia y legitimidad de los poderes-, un atributo que el populismo siempre descalificó como formal, sin admitir que el cumplimiento de esa formalidad provoca consecuencias sociales beneficiosas para la convivencia e incluso para la toma de decisiones.
Las consecuencias de este juego institucional empiezan a estar a la vista. El gobierno convoca a audiencias públicas y si bien las posibilidades que se abren no son exactamente las de barajar y dar de nuevo, lo cierto es que se ampliará el debate y en ese contexto, como ya se dijo, la sociedad dispondrá de mayor información, un dato beneficioso por varios motivos, entre otros porque la mayor información impide o reduce el margen de las manipulaciones políticas, los comportamientos oportunistas y demagógicos e incluso pone límites y somete a examen la supuesta infalibilidad de los denominados informes técnicos.
Hoy, se sabe que la cuestión energética es un problema real de la sociedad, que la luz y el gas no son dones que caen milagrosamente del cielo, sino que se producen, se comercializan y eso nunca sale gratis. Hoy, también sabemos que hay una crisis energética, y que esa crisis no se inició hace siete meses, sino hace doce años, por lo que las responsabilidades son mucho más amplias de lo que parece al primer golpe de vista. Hoy, sabemos que el gobierno nacional, en el más suave de los casos, subestimó el problema o no tuvo debidamente en cuenta las variables políticas y sociales de sus actos, motivo por el cual la resistencia que levantaron sus decisiones lo obligó, no sé si a dar un paso atrás, pero sí a reconsiderar la situación.
Hoy, sabemos -por lo menos tenemos la posibilidad real de saberlo- que los sectores opositores que contribuyeron de manera decisiva a desatar la crisis, son los mismos que agitan consignas demagógicas, frases efectistas destinadas a impactar en la credibilidad de la gente no con el objetivo de encontrar soluciones reales a la crisis, sino con el deseo de destituir a este gobierno, acto de destitución que no es imaginario sino real, como lo manifiestan sin disimulos y sin pelos en la lengua algunos de los dirigentes de la causa K.
También sabemos que la crisis es real pero que su impacto en la sociedad ha sido deliberadamente magnificado para alentar la sensación de ingobernabilidad y protesta social. El ajuste energético, como todo ajuste, es desagradable y nadie puede pretender que la gente salga feliz a la calle a expresar su alegría por ello; pero ahora, también sabemos que el ochenta por ciento de los afectados pagó tarifas por debajo de los 500 pesos y un porcentaje no menor pudo acogerse a las tarifas sociales.
El problema de los ajustes es que son desagradables e inevitables y esa contradicción debe ser resuelta desde la política, hablando claro e informando correctamente. ¿Es tan difícil? Parece que sí, pero hay que hacerlo. En realidad, lo correcto sería dar pasos para que los temas de esta dimensión, cuestiones que afectan de manera directa la vida cotidiana de la gente, sean considerados políticas de Estado, estrategias nacionales de mediano y largo plazo acordadas por las grandes mayorías.
No es imposible hacerlo, por lo menos teóricamente no lo es, e incluso el sentido común de la sociedad lo aceptaría en un principio, pero desconoceríamos ciertos imperativos indeseables de nuestra cultura política si ignoráramos las dificultades que se presentan en un país inficionado por luchas facciosas, hoy muchas de ellas residuales, pero ruidosas.