El pasado 18 de agosto, se cumplieron ochenta años del asesinato del poeta y dramaturgo Federico García Lorca, episodio ocurrido en Granada un mes después de declarada la Guerra Civil aquel 16 de julio de 1936, cuando el general Francisco Franco inició el levantamiento armado contra las autoridades de la república.
La novedad que aporta la Argentina al caso, es que la jueza Romilda Servini de Cubría decidió dar lugar a las denuncias presentadas por una institución interesada en dar con los culpables de la muerte del poeta. El argumento que justifica la intervención de una jueza argentina en un crimen ocurrido hace ochenta años en España, es que se trataría de un delito de lesa humanidad, motivo por el cual cualquier juez en cualquier parte del mundo está habilitado para actuar.
Más allá de la legítima intervención de una jueza argentina y de la buena voluntad que ponga para investigar, no se me ocurre que sus indagaciones puedan aportar nada nuevo a las numerosas investigaciones hechas por escritores e historiadores, a las que deberían sumarse las declaraciones de testigos y familiares, más las propias tareas judiciales realizadas por las autoridades españolas. Tampoco me queda en claro qué podrá aportar una jueza argentina sobre un crimen en el que los principales involucrados están muertos desde hace rato; aunque, a decir verdad, aún quedan algunos interrogantes a develar.
La ejecución de García Lorca nunca fue indiferente para los españoles, incluso durante la propia guerra civil. Su muerte fue condenada por los republicanos por supuesto, pero también por los principales dirigentes de la Falange, quienes en todo momento reivindicaron su calidad poética, sin privarse de mencionar que José Antonio Primo de Rivera afirmó en diferentes ocasiones que se trataba del mejor poeta de España.
Sobre la actitud de los falangistas en este tema ya hablaremos en su momento, pero importa saber mientras tanto que uno de los puntos controvertidos de este drama es por qué García Lorca se refugió en la casa de los Rosales, una familia cuyas posiciones falangistas eran conocidas por todos, empezando por García Lorca quien en más de una ocasión se jactó de sus buenas relaciones con Primo de Rivera.
¿Contradictorio? Por supuesto. García Lorca era una suma de contradicciones, propias de su tiempo y de su personalidad. Nada que criticar al respecto, salvo que algunas de esas contradicciones fueron las responsables de su muerte, una afirmación que contextualiza, pero no libera de responsabilidad a los criminales, reaccionarios y sádicos que decidieron ejecutarlo.
El propio viaje de Federico a Granada es una contradicción y un error fatal, porque tal como se presentaban los acontecimientos, el único lugar en el mundo donde el poeta corría riesgos serios era en Granada, el lugar que eligió para alejarse de los horrores de la guerra, sin sospechar que al ir a la ciudad de su infancia se acercaba indefenso a uno de los frentes de guerra más intensos, el lugar donde lo aguardaban con los dientes filosos los enemigos que, sin proponérselo, se había sabido ganar.
Federico García Lorca llegó a Granada dos días antes de producirse el levantamiento armado de Franco. El clima político de Madrid lo espantaba y, sobre todo, la ola creciente de violencia que habría de culminar en esos días con el asesinato por parte de las autoridades republicanas del líder derechista José Calvo Sotelo, lo alarmaron. Escandalizado por ese clima de muerte que no entiende ni quiere entender, decide volver a Granada, a su Granada, porque suponía -pobre Federico- que en la casa de sus padres iba a estar libre de peligros.
Decía que hay un amplio consenso entre los historiadores en sostener que la decisión de abandonar Madrid para ir a Granada fue un error fatal, agravado en este caso porque Lorca disponía de la información necesaria para saber los riesgos que podría correr en la ciudad que, como él mismo había declarado en su momento, contaba con la burguesía más reaccionaria de España.
Federico suponía que la excelente posición económica de su familia, más las relaciones sociales con las clases altas lo protegerían de cualquier acechanza. En realidad, huía de Madrid porque los episodios de violencia desbordaban a quien siempre se ocupó de decir que la política no sólo no le interesaba sino que no la entendía y, de alguna manera, lo aburría. La certeza, su certeza, de que no tenía filiación política fue el otro factor que lo llevó a Granada sin sospechar que ingresaba a la boca del lobo.
García Lorca no se mentía cuando afirmaba su apoliticismo, pero lo que no tuvo en cuenta es que en el clima de beligerancia y guerra de la España de esos años, un artista como él despertaba recelos, envidias, pero sobre todo animosidades políticas e ideológicas. Instalado en Madrid, mimado por la fama, reconocido por la crítica y habitué de los ambientes bohemios y transgresores de aquellos años, García Lorca suponía que sus amistades con intelectuales de izquierda o su firma en diferentes manifiestos del Frente Popular, eran inocentes y no le acarrearían consecuencias. Después estaba su homosexualidad, nunca asumida públicamente pero visible y real, una falta imperdonable para reaccionarios y fascistas en la España de aquellos años. Por último, su propia producción literaria, sus poemas que critican y hasta ridiculizan a la Guardia Civil, sus textos burlones contra la Iglesia Católica y sus obras de teatro, concretamente “La casa de Bernarda de Alba”, considerada por algunos señorones y señoritos de Granada como un sarcasmo imperdonable contra las tradiciones lugareñas.
Federico nunca fue del todo consciente de los enemigos que se había sabido ganar en la España de la “charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María”, como decía Antonio Machado. Un error que le costó la vida. No, García Lorca, nunca estuvo seguro en Granada. Ni él, ni su familia, sobre todo su hermana Concha, casada con el alcalde socialista de Granada que, “casualmente”, fue fusilado el mismo día que lo detuvieron a él. Incluso su padre, un hacendado próspero y liberal, despertaba recelos y furias entre los sectores más recalcitrantes de Granada, que en aquellos años miraban con resquemor y odio todo lo que oliera a liberalismo o preocupaciones por la calidad de vida de los más pobres.
Hasta el día de hoy, en Granada el nombre de Federico sigue despertando aprensiones. Por un lado, la Granada oficial y políticamente correcta reconoce al poeta más popular de España, el dramaturgo cuyas obras hasta el día de hoy son reconocidas en todo el mundo, pero por el otro lado, los hijos y nietos de los mismos que aplaudieron su muerte siguen diciendo que el hombre se merecía ese final por “rojo y maricón”, como dijera a los gritos no hace muchos años un honorable vecino fastidiado porque en Granada se estaba filmando una película en su honor.
García Lorca ya era, para 1936, el artista más reconocido de su generación. Sus cancioneros gitanos, sus poemas escritos en Nueva York (para los críticos, su mejor producción poética), sus obras de teatro, lo habían instalado en la popularidad. Las visitas a Nueva York y La Habana y su temporada en Buenos Aires, demostraban que su calidad poética trascendía por lejos las fronteras de España.
Nada de eso impidió que en Granada lo esperara la muerte. Llegó antes de iniciarse la Guerra Civil y se alojó en la residencia familiar de San Vicente, ubicada a pocos kilómetros de la ciudad. Las señales de que la situación era complicada las tuvo enseguida. Su casa fue allanada en dos ocasiones, en una de ellas fue golpeado e insultado por los hombres que vestían camisas azules y eran dirigidos por un jefe militar que contaba entre sus proezas haber asesinado a los anarquistas de Casas Viejas con la aprobación -¡oh!, las contradicciones- de un Azaña devoto del orden y el poder. De todos modos, hay indicios para suponer que incluso ante las evidencias notorias de peligro, García Lorca y sus propios familiares suponían que no corría riesgos; y que si algún peligro llegara a presentarse, la familia contaba con las relaciones y los recursos necesarios para protegerlo. Error.
Con nombre y apellido, hay tres responsables centrales del asesinato de Federico García Lorca: Ramón Ruiz Alonso, un aventurero político, un típico trepador ex diputado de la Confederación Española de Derechas Autónomas (Ceda); José Valdéz Guzmán, también de derecha tradicional y gobernador civil de Granada y, por supuesto, el jefe político y militar de la región, general Gonzalo Queipo del Llano, el hombre que dio la aprobación para que mataran al poeta, una aprobación que no fue firmada, pero, como se comprenderá, no hace falta enredarse en especulaciones abstractas para deducir que sin el visto bueno de Queipo del Llano el crimen no hubiera tenido lugar.
Por supuesto, hubo otros responsables y autores, pero estos tres personajes son los actores centrales de este crimen. El escenario en el que se desplegó la tragedia fue el de la Guerra Civil, un escenario a tener en cuenta porque la guerra significa, obviamente, la muerte del enemigo, del enemigo militar pero también del enemigo ideológico, sobre todo en esta guerra donde las cuestiones ideológicas estuvieron presentes de manera tan intensa.
Al canalla de Ruiz Alonso se le atribuye haber dicho poco tiempo después. “García Lorca no era más que un rojo, amigos de rojos y, además marica”. Algo parecido dirá, ufanándose. Queipo del Llano: “Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones”.
García Lorca fue ejecutado en agosto de 1936; un mes después, en Madrid, era fusilado el intelectual de derecha Ramiro de Maeztu; y en noviembre de ese año corría la misma suerte el jefe de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, fusilado luego de un juicio amañado que incluso algunos dirigentes socialistas objetaron. También en ese mes, en la localidad de Paracuellos de Jarama, fue fusilado el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, cuyas posiciones conservadoras y de derecha eran harto conocidas, como también su talento y su exquisito humor. Dicen que mientras sus verdugos lo trasladaban hacia el paredón, les dijo como si estuviera en el escenario o conversando en un café: “Podéis quitarme la vida, el honor, el patrimonio, pero lo que jamás me podréis quitar es el miedo que tengo adentro”.
No se trata por supuesto de ser neutral o suponer que todo está justificado, pero tampoco se debe ignorar el horror que significa para una nación hundirse en la guerra civil, en ese cotidiano donde los vecinos se matan entre ellos. Mis simpatías históricas por la república española no es necesario que las reitere a cada rato, pero esa simpatía no puede hacerme perder de vista lo obvio: que en la guerra, los enemigos se proponen matarse unos a otros, y que ochenta años es un tiempo adecuado como para exigir una mirada histórica que, sin perder de vista el peso de las banderías, intente comprender por qué multitudes de ambos sectores decidieron aniquilarse sin compasión.
Quedamos con que García Lorca había llegado a Granada pocos días antes del inicio de la guerra. No sabemos si en algún momento se arrepintió de esa decisión, pero lo cierto es que luego del allanamiento a su casa de la Huerta de San Vicente, decidió esconderse en la casa de los Rosales, una familia vinculada con la suya y de reconocida filiación falangista. Los Rosales Camacho vivían en la calle Angulo 1. La madre, doña Esperanza, conocía a Federico de niño. Luis Rosales era poeta, un poeta excelente que en el futuro obtendrá el Premio Cervantes, y además era muy amigo de Federico. Los otros hermanos, Miguel, Antonio, Gerardo y José eran dirigentes de la Falange.
La relación de los Rosales con los García Lorca merece mencionarse porque años después de la tragedia, algunos voceros de izquierda los acusarán de ser sus entregadores, una afirmación desmentida incluso por Pablo Picasso, José Ortega y Gasset y Antonio Machado. Manuel Hedilla, dirigente de la Falange, dirá que a Federico lo mataron los ex cedistas y que, por el contrario, la Falange hizo lo imposible por salvarlo.
García Lorca llegó a la casa de los Rosales el 11 de agosto, según declaraciones de su chofer Francisco Murillo. Cinco días vivió allí, hasta el domingo 16 de agosto cuando un piquete de hombres uniformados ingresó a esta casa y, a pesar de las protestas de doña Esperanza, el poeta fue detenido. ¿Y los varones de la casa? No estaban, porque si hubieran estado otro habría sido el desenlace.
Los jefes del piquete militar que ingresaron a la casa de los Rosales (hoy transformada en Hotel Reina Cristina) fueron, además de Ramón Ruiz Alonso, Federico Martín Lago y Juan Luis Trescastros, un abogado de extrema derecha que luego del crimen dirá orgulloso: “Yo mismo le pegué a ese maricón tres tiros en el culo”.
Según la información disponible, García Lorca se entregó sin resistencia y con la certeza de que se trataba de una detención en la que su vida no corría peligro. La Guerra Civil recién se iniciaba y García Lorca y sus amigos estuvieron convencidos casi hasta lo último de que no había razones para temer lo peor.
¿Cómo fue que esta patrulla llegó a la casa de los Rosales? Parece que el sábado 15 de agosto habían allanado otra vez la Huerta de San Vicente. Los uniformados amenazaron con matar al padre de Federico y entonces su hermana, con la idea de calmar a las fieras, les dijo dónde estaba escondido el poeta.
Cuando los hermanos Rosales tomaron conocimiento del allanamiento a su casa se dice que pusieron el grito en el cielo. Miguel Rosales amenazó con meterle plomo a Ruiz Alonso. Los Rosales no podían admitir que un trepador de esa calaña, el hombre que el propio Primo de Rivera había calificado como “el sindicalista domesticado de la Ceda”, se hubiera dado el lujo de allanar su casa, faltarle el respeto a su madre y detener a un huésped.
La lucha interna en la Falange estaba desatada y Ruiz Alonso quería probar que los Rosales no eran tan fieles y devotos de la causa como decían, porque si lo hubieran sido no habrían protegido a un rojo, marica e integrante de la logia Alhambra. Ruiz Alonso, mientras tanto, se entendía con el gobernador civil José Valdés Guzmán. Fue en esa ocasión, cuando dijo que García Lorca “ha hecho más daño con la pluma que muchos con su pistola”. Valdés Guzmán fue el que dio la cara ante los Rosales. Las presiones deben de haber sido fuertes porque admitió que José se entrevistara con Federico, pero de todos modos la orden de matarlo fue dada rápidamente, entre otras cosas porque temían que en caso de demora, las relaciones de poder de la familia de García Lorca lograran salvarle la vida.
La otra persona que se movilizó por Federico fue el músico conservador Manuel de Falla, don Manuel, amigo del poeta. Conversando hace un par de años con un cronista de Granada sobre esta tragedia, me dijo en cierto momento: “No se llame a engaño; el único que se movió para salvar la vida de Federico, fue don Manuel”.
Ese fin de semana de agosto, no fue bueno para los García Lorca. El mismo 16 de agosto fue fusilado en los tapiales del cementerio de Granada, Manuel Fernández Montesinos, alcalde socialista de la ciudad, casado con Concha García Lorca, hermana de Federico.
Insisto. La guerra civil operaba sin compasión. En Málaga, sin ir más lejos, republicanos armados acababan de perpetrar una matanza de derechistas entre los que se incluían sacerdotes y monjas. En Granada, controlada por la derecha, se pagaba con la misma moneda.
Mientras tanto, los Rosales lograban una orden de libertad firmada por el coronel Antonio Gómez Espinosa. Cuando la presentaron, les informaron que “el reo acababa de ser trasladado a ‘La Colonia’, una ex escuela ubicada en las afueras de Granada transformada más que en un centro de detención en el lugar donde alojaban a los condenados a muerte, antes de darles el último paseo”.
El final es conocido. En la madrugada -se supone que del 18 de agosto, pero hay quienes dicen que fue el 17- Federico fue “trasladado” junto con dos banderilleros anarquistas y un maestro hasta un lugar ubicado entre Viznar y Alfacar. Se presume que sus restos están enterrados por allí. El crimen, como dijo un poeta, fue en Granada, en su Granada.