La oposición peronista

El peronismo se prepara para ejercer la oposición y, obviamente, recuperar el poder perdido en diciembre del año pasado. Lo hará a su manera, en su estilo, con sus ansiedades, pero también con sus incertidumbres y sus disputas internas a veces amables, a veces facciosas. El tema merece pensarse porque se trata de una fuerza política mayoritaria, tal vez la más consistente, tal vez la más extendida en todos los campos de la actividad nacional.

Es innecesario decir algo más acerca de la legitimidad de sus pretensiones. El peronismo es un actor histórico, cultural y político de la vida nacional, al punto que resulta imposible pensar la política sin su presencia. Avasallante, popular, ávido de poder, desbordando con su presencia los límites de las instituciones, los rigores de la política; el aprendizaje histórico de los últimos treinta años le ha puesto límites inevitables, entre otros, el hecho de admitir aunque sea a regañadientes que no son la exclusiva causa nacional, mucho menos una mayoría absoluta como lo piensa su tradicional mitología.

A las lecciones de la democracia, se suman sus fraccionamientos internos -para más de un observador, definitivos- por lo que muy bien podría decirse que el peronismo es más una cultura que un partido político orgánico, una cultura en la cual pueden convivir con las tensiones del caso diferentes proyectos políticos.

Si el peronismo como cultura o tradición es una realidad histórica, sus propuestas políticas son diversas y en algunos casos contradictorias. La vocación de poder lo empuja hasta por razones de eficacia a la unificación, pero la dinámica social, las inevitables contradicciones políticas, ideológicas e incluso de intereses, alientan el fraccionamiento. Es en esa tensión entre la unidad y la dispersión, donde se juegan sus posibilidades reales de poder, ya que no es novedad decir que un peronismo fracturado es, desde la perspectiva impiadosa del poder, esterilizante.

Su vigencia política, su composición policlasista y plurirregional alienta la ilusión de un peronismo que sería el emergente “natural” de las contradicciones nacionales, la tentación de suponer que el termómetro del país pasa por lo que ocurra en el peronismo. Al respecto, la experiencia histórica ha enseñado que no es así, que la Argentina incluye al peronismo pero es mucho más que el peronismo. A partir de la reciente derrota electoral, el peronismo inició el luto pero también la tarea de izar las banderas que le permitan recuperar su fe en la victoria. Sus dirigentes más realistas no ignoran que después de doce años de ejercicio del poder ha llegado el momento de pagar los platos rotos, y si alguna discusión existe al respecto es acerca del precio de la bacanal y acerca de quiénes deberán hacerse cargo de la cuenta.

Tal como se presentan los hechos, la dinámica de los acontecimientos parece indicar que a la factura la pagará el kirchnerismo, fracción interna a la que el peronismo “eterno” ha empezado a negarle su carné de identidad, una actitud recurrente en un partido donde los componentes mitológicos se enredan con actitudes de acomodo oportunista a las circunstancias. Sin embargo, y más allá de la retórica y el folclore, es la sociedad la que sabe muy bien que quien gobernó en la Argentina los últimos doce años fue el peronismo.

La negativa del peronismo a admitir estos datos obvios de la vida, demuestra no sólo el peso de las manipulaciones, sino también el de los mitos y, particularmente, el de la cultura conspirativa, la misma que en su momento habló de traidores, en otro momento de infiltrados y hoy, agotados esos usos, se apela al recurso de negar la identidad de quien hasta el día anterior todos aplaudían y veneraban, por supuesto que beneficiándose a su costa. Parrili, que se jactaba de la privatización de YPF y luego, con el mismo entusiasmo, de su estatización, es -más que un ejemplo- una lección de peronismo práctico

¿Qué oposición hará el peronismo? La primera respuesta tentativa sería: la que le dejen hacer. Pero más allá de los aciertos y errores del gobierno, está claro que desde que Macri asumió el poder pueden distinguirse dos actitudes: una, la de acomodarse a las nuevas circunstancias y prepararse para ejercer una oposición parlamentaria al tiempo que se presenta ante la sociedad como un actor político previsible, racional y, por supuesto, superador del pasado pero también superador del actual presente; la otra, la que manifiesta el peronismo kirchnerista, que muy bien podría sintetizarse en la expresión: “estrategia helicóptero”, es decir, ejercer una oposición frontal que culmine con la renuncia del Macri y su huida por los techos de la Casa Rosada, una oposición que incluye piquetes, manifestaciones, sabotajes, pero también obstrucciones legales y reclamos de imposible resolución… “resistencia” en definitiva, palabra cara a la mitología peronista, mitología cuyo universo imaginario no necesita ser confrontada con los datos de la realidad o con las diferencias provenientes de la historia.

Entre la estrategia legal, por denominarla de alguna manera, y la estrategia “helicóptero” hay diferencias, pero también vasos comunicantes. En el peronismo, los mitos acerca de la inevitable “Argentina peronista” y el juicio o el prejuicio de que todo gobierno que ocupe la Casa Rosada sin adherir a esa causa es un intruso, son muy fuertes y operan de manera consciente, pero en muchos casos como reflejo.

La noción de que a la Argentina sólo la puede gobernar el peronismo proviene de la ideología movimientista de esta fuerza política, a veces de la conveniencia inmediata, ya que la consigna resulta funcional a sus ambiciones de poder, pero también parece ser un mandato histórico en tanto hasta la fecha ningún gobierno no peronista ha podido concluir su período constitucional. Por lo tanto, si bien la “estrategia helicóptero” hoy sólo es sostenida por el kirchnerismo, nunca se debe perder de vista que es una variante presente y activa en la cultura del peronismo, cuya fe ha sido colocada siempre en el lugar del poder y no tanto en el lugar de las instituciones y la cultura republicana. Habría que señalar, por último, que la insistencia del peronismo en “la estrategia helicóptero” demuestra que lo sucedido en 2001 no fue una consecuencia “natural” de la política sino la resultante de una actividad deliberada.

Se dirá que hay peronistas que efectivamente creen en la república, una observación verdadera que de todos modos debe matizarse con otros datos que van desde la adhesión oportunista a esos valores republicanos, hasta la representación minoritaria de una cultura republicana que nunca en el peronismo fue genuina. ¿Esto quiere decir que por definición el peronismo nunca será republicano? Convengamos en principio que en el peronismo la palabra “nunca” no existe, pero señalemos a continuación que si una virtud ha tenido esta cultura política fue la de adaptarse a los imperativos de la realidad, por lo que se puede postular, con las variaciones del caso, que la posibilidad de un peronismo republicano dependerá de la capacidad de los republicanos auténticos para crear escenarios que no le dejen al peronismo otra alternativa que aceptarlos para seguir haciendo política.

Serán por lo tanto los avatares cotidianos de la lucha política, y muy en particular los aciertos o desaciertos de quienes gobiernan, los que decidirán si la Argentina puede aprobar la asignatura pendiente de la democracia: practicar una alternancia real alrededor de los valores y principios de un Estado de derecho que merezca ese nombre.

El desenlace de ese proceso dirá si el peronismo puede incorporarse definitivamente a la cultura democrática o si, por el contrario, seguirá especulando con la “solución helicóptero” y sus precedentes: las ocupaciones ilegales, los saqueos a supermercados y la sistemática violencia callejera, todo ello en nombre de la causa nacional y popular o, lisa y llanamente, en nombre de una vocación corporativa y voraz por el poder que no se detiene ante las supuestas formalidades del detestable “liberalismo burgués”.

 

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