Daría la impresión de que Hillary Clinton está en condiciones de ganar las elecciones en EE.UU. Por lo menos, ésa es la impresión que tenemos quienes contemplamos las peripecias de este proceso electoral desde afuera. La suma de errores cometidos por Donald Trump, errores que incluyen declaraciones intempestivas, agravios innecesarios a mexicanos, negros, gays y mujeres, más las recientes revelaciones acerca de su afición a eludir impuestos o a comportarse como un empresario tramposo, lo colocan en una situación que en el más suave de los casos merece calificarse de comprometida.
Si a ello le sumamos las deserciones de algunos dirigentes republicanos, incluso las declaraciones abiertamente en contra de su candidatura, estamos en condiciones de pronosticar con un margen mínimo de error que efectivamente Clinton será la nueva presidente de EE.UU., honor que incluye el hecho de ser la primera mujer que ocuparía este cargo, una expectativa que dicho sea de paso moviliza a un sector nada desdeñable del voto femenino deseoso de colaborar en la “hazaña” de instalar a una mujer en la Casa Blanca.
¿Tal alto es el rechazo a Trump en las filas de los republicanos? Por lo menos, la burocracia política de ese partido ha dado muestras elocuentes de que no lo quieren como candidato. En estos días, sin ir más lejos, Carlos Gutiérrez, ex secretario de Comercio de George W. Bush, publicó una carta en la que luego de manifestar que Trump no es confiable y que no está en condiciones de asumir las responsabilidades de dirigir la política exterior del país, manifiesta su apoyo a la candidatura de Clinton, por considerar que es lo que más le conviene a EE.UU. en estas circunstancias.
Sin embargo, de aquí a noviembre el tiempo político es demasiado extenso e intenso como para arriesgar a ojos cerrados profecías que, a decir verdad, en más de un caso se confunden con los deseos que con los hechos de la realidad. Por lo pronto, y sin subestimar las ventajas objetivas de Clinton, hay que señalar que en términos de imagen, Trump la aventaja en quince puntos, una diferencia que no necesariamente se debe expresar en votos pero que no convendría desconocer.
Esos quince puntos de ventaja pueden revertirse, pero hasta el momento no hay indicios de que así ocurra. Trump es políticamente incorrecto, amplias franjas del electorado lo rechazan con furia, pero el desprestigio de Hillary es mayor y parece más perdurable. Trump es un candidato vulnerable, pero Clinton no está en condiciones de maravillarse por las debilidades de su adversario porque ella misma es una candidata que ofrece demasiados flancos en una campaña electoral donde nadie perdona errores presentes o pasados.
La imputación más seria contra ella es la de ser una exponente “detestable” del establishment político, una imputación que suma muchas, demasiadas, voluntades en su contra. Los pequeños escándalos de los e-mails, las cuentas poco claras de los honorarios de la fundación que de hecho comparte con su marido, también han impactado contra su candidatura. Por último, su ausencia de carisma empieza a notarse, sobre todo en estos últimos tramos de la campaña.
Las encuestas confiables tampoco la favorecen a Hillary de manera abrumadora. Es más, las últimas mediciones le dan dos puntos de ventaja Trump, una diferencia mínima que todo encuestador califica como empate, pero que de todos modos pone en evidencia que la elección aún no está decidida.
Dicho con otras palabras, los demócratas harían muy mal en empezar a festejar y a probarse los trajes antes de tiempo. Trump no es el mejor candidato que han puesto los republicanos en carrera, pero Hillary tampoco es la heroína de la película. Una analista norteamericana, la publicita Ana Navarro, caracteriza a la actual realidad política con palabras ingeniosas y certeras: “Los republicanos eligieron al único candidato que podía perder frente a Hillary Clinton; y los demócratas a la única persona capaz de ser derrotada por Donald Trump”.
Así están las cosas. En breve, comenzarán los debates entre los candidatos, un desafío que los observadores aseguran que favorece a Hillary más experta en esos menesteres que esa suerte de bisonte arremetedor y torpe que es Trump, aunque pareciera que en las últimas semanas intenta presentarse como un chico bueno y prolijo. ¿Será tan así? Seguramente asesorado por sus consejeros, el empresario ha morigerado un tanto la agresividad de sus discursos, pero cada vez que debe enfrentar a una ronda de periodistas el hombre vuelve a tropezar con la misma piedra, lo que demuestra una vez más que en estos temas los populistas de cualquier rincón del planeta suelen ser incorregibles.
¿Trump populista? Y de los mejores. Tal vez un populista de derecha, dirían los seguidores de Laclau, un ingenioso juego de palabras que deja abierta entre otras alternativas la posibilidad teórica de admitir la existencia de un populismo de izquierda. Pero dejando de lado este juego bizantino de palabras, lo real es que Trump reivindica más allá de las tácticas electorales de circunstancias algunos tópicos típicos de la cultura populista: proteccionismo arancelario, sustitución de importaciones, oposición al libre comercio, retórica discursiva antisistema y apelaciones emotivas al “alma popular”.
Hillary por el contrario se presenta como una candidata prosistema, previsible y con cierto perfil progresista, una concesión que ha debido hacer a Sanders y al propio Obama para contar con sus apoyos. Desde esa perspectiva, Trump es la manifestación antisistema, lo imprevisible. ¿Le alcanzará este perfil para ganar las elecciones? Lo dudo, pero cuando de comicios hablamos ya se sabe que la respuesta definitiva y última se obtiene después de contar los votos, no antes.
Continuemos evaluando posibilidades. Las elecciones en EE.UU. se ganan en el Colegio Electoral, un cuerpo integrado por alrededor de 530 electores en representación de los cincuenta Estados. El que obtiene la mitad más uno es el nuevo presidente de la primera potencia del mundo. Tal como se presentan los números, la candidata con mayores posibilidades de ganar en este terreno es Hillary.
Veamos. Según los analistas, la elección se habrá de decidir en nueve Estados, de los cuales la candidata demócrata tiene una sensible ventaja en seis o siete de ellos. A la inversa, Trump debería remontar ese número de distritos, un desafío extraordinario, muy difícil de resolver en los dos meses que restan, salvo que en los debates, Trump le propine una verdadera paliza a Hillary, posibilidad remota y para muchos imposible de efectivizarse.
Queda pendiente para el futuro, las reflexiones de analistas políticos e historiadores acerca de este proceso electoral que lleva como candidatos a dirigentes controvertidos y rechazados por las viejas estructuras del poder político. El debate es pertinente porque tanto Trump como Clinton no cayeron del cielo, sino que fueron elegidos en primarias reñidas donde participaron candidatos supuestamente prestigiados.
¿Qué pasa en el Partido Republicano, el partido de Abraham Lincoln y Dwight Eisenhower, para que un señor como Donald Trump haya sido el elegido en contra de la voluntad de la vieja guardia? ¿Qué ocurre en el partido de John Kennedy, James Carter y Lyndon Johnson para que Hillary Clinton sea la candidata? No hay una única respuesta a estos interrogantes, salvo el hecho de admitir que EE.UU. está cambiando demasiado rápido y son esos cambios los que crean un contexto cultural cargado de contradicciones, de expectativas y añoranzas que dan como resultado candidatos que no responden exactamente a los lineamientos establecidos en tiempos más previsibles.