A la paz hay que darle una oportunidad, pero también hay que dársela a la inteligencia. No podemos ni debemos, renunciar a la posibilidad de la paz, pero tampoco podemos ni debemos renunciar a la posibilidad de pensar. Valgan estas consideraciones para preguntarnos qué está pasando en Colombia. O, para ser más precisos, ¿lo que acaba de firmarse en la ciudad de Cartagena es un acuerdo de paz o una capitulación del Estado de derecho a la guerrilla, pero sobre todo, a su otro rostro más sórdido e inquietante: el narcotráfico?
En estos días, los ex presidentes Pastrana y Uribe solicitaron a los mandatarios extranjeros que se abstengan de asistir al acto previsto en Cartagena, porque podría muy bien ser interpretado como una injerencia en los asuntos internos de Colombia. Pastrana y Uribe son los dirigentes que se oponen a este acuerdo. Pero en el caso que nos ocupa, su reclamo a la comunidad internacional se funda en el hecho de que el tratado recién será legal después del referéndum previsto para el 2 de octubre, motivo por el cual, efectivamente el reclamo de Pastrana y Uribe sería atendible por más que en los hechos nadie les haya llevado el apunte, pues en esta apuesta están comprometidos el presidente de EE.UU., el Papa y la Unión Europea.
El referéndum previsto para el 2 de octubre es, en el más suave de los casos, una experiencia curiosa. En primer lugar, la pregunta que se les hace a los colombianos cuando van a votar -siempre clave en estos casos- es si se está a favor de la paz o de la guerra, una opción que los dirigentes del NO consideran falsa y destinada a condicionar al electorado menos politizado, ya que nadie en principio votaría a favor de la guerra; el segundo rasgo de originalidad de este referéndum, es que la moción oficial se aprobaría sólo con el trece por ciento de electorado, es decir, menos de un cuarto de los votantes habilitados.
Los argumentos de Juan Manuel Santos para aprobar este acuerdo merecen sin duda tenerse en cuenta. Según el actual presidente, todos los intentos -más pacíficos o más violentos- que en las últimas décadas se hicieron para derrotar a las Farc fracasaron en toda la línea. Esto es lo que obliga a considerar a esta organización como una legítima interlocutora. Es verdad -agrega- que el retorno a la vida pacífica de las Farc no significa que renuncien a sus objetivos revolucionarios, pero Santos considera que es preferible que lo hagan como en la mayoría de las sociedades occidentales, disputando pacíficamente en la democracia, y no practicando la lucha armada.
El otro argumento de peso es que por definición toda paz es imperfecta, pero es en sí mismo un camino virtuoso que compromete a todos los colombianos hartos de la violencia de la guerrilla, pero también de la violencia de los parapoliciales e incluso del propio Estado que destina millones de dólares a una tarea que no ha podido o no ha sabido resolver.
Uribe refuta estos argumentos diciendo que las Farc, al momento de asumir Santos, estaban a la defensiva y con sus principales cabecillas abatidos, entre rejas o en el exilio; que los acuerdos de paz establecidos contemplaban un máximo de ocho años de detención a los principales jefes, lo cual atendiendo a los daños perpetrados era en sí mismo una concesión generosa, aunque, a diferencia de lo que ahora hace Santos, el Estado nacional era el que controlaba las negociaciones y no a la inversa.
Más allá de las consideraciones en debate, lo cierto es que fueron las Farc las que admitieron -a instancias de los consejos de Chávez y Castro- que la lucha armada tal como la practicaban ellos no tenía posibilidades de acceso al poder y que, por lo tanto, era necesario ofrecer alguna alternativa de paz para continuar la lucha por otros caminos. Todo perfecto si no estuviera de por medio el tema del narcotráfico, porque las Farc además de ser una guerrilla con objetivos comunistas, es el tercer cartel narco del mundo, con ingresos anuales que superan los 600 millones de dólares, beneficios económicos que se sostienen con una economía narco que controla por lo menos dos millones de hectáreas.
¿Los acuerdos firmados en Cartagena legalizan a una guerrilla o legalizan a un cartel? No es fácil dar una respuesta concluyente al respecto, porque en estos temas la información que se dispone es siempre incompleta, pero en principio no deja de ser más que sugestivo que desde que Santos llegó al poder el área de cultivos de coca controlado por las Farc haya crecido a saltos. A esto, hay que sumarle la decisión de considerar al narcotráfico apenas como un delito conexo, es decir subordinado, a los objetivos de un movimiento de carácter político. Y, por si fuera poco, la decisión de suspender las extradiciones de narcotraficantes. Sin ánimo de exagerar, pero tampoco de subestimar lo que está ocurriendo, hay motivos para pensar que Pablo Escobar a este acuerdo lo hubiera firmado sin vacilaciones, porque incluso es mucho más generoso con el narcotráfico que lo que él proponía en sus momentos de mayor poder, incluso en el tiempo en que mantenía relaciones cordiales con el M19, los sandinistas y los comunistas cubanos, porque no hay que olvidar al respecto que Escobar siempre se consideró un hombre de izquierda, una identidad que a muchos les parecía una humorada pero que él la tomaba muy en serio.
Desde el punto de vista institucional, el libro cerrado de 297 páginas que formaliza el acuerdo es de hecho un texto constitucional que se superpone al ordenamiento legítimo de los colombianos. Tal vez exagera Pastrana cuando dice que diez mil guerrilleros pusieron de rodillas a más de cuarenta millones de colombianos, pero convengamos que el “librito” se las trae. En primer lugar, constituye un órgano judicial que está por encima del Poder Judicial del Estado de derecho en la medida en que autoriza la constitución de una autotitulada Jurisdicción Especial para la Paz con jueces propios y facultades superiores a las de los jueces legítimos. A esta iniciativa se la denomina “Justicia transicional”, aunque Uribe no vacila en calificarla de engendro dedicado a asegurar la impunidad presente y futura de quienes perpetraron más de 25.000 secuestros y asesinaron un número indefinido de personas.
La otra intromisión es en el Poder Legislativo, ya que el acuerdo le asegura a la guerrilla una bancada propia de por lo menos diez representantes que no estarán legitimados por el voto. Por su parte, el Poder Ejecutivo se ata las manos en materia de orden y autoridad sin ninguna garantía seria a cambio. El hecho mismo de que el territorio del acuerdo haya sido La Habana es una demostración para Uribe de la capitulación ideológica y política de Santos, de quien Uribe no se descarta que haya sido condicionado por los extraordinarios beneficios económicos que reporta un acuerdo con la guerrilla y el cartel.
Lo más preocupante de todo es que tantas concesiones no garantizan un acuerdo de paz definitivo. En primer lugar, el gobierno se ata las manos pero las Farc pueden hacer lo que mejor les parezca. Por lo pronto, no está escrito que mañana afirmen que no se cumplieron las normas y retornen a la guerrilla que es lo único que saben hacer y es lo que han hecho durante toda su vida; en segundo lugar, los otros movimientos guerrilleros se sentirán desplazados y por lo tanto lanzaran sus propias ofensivas para conquistar espacios de legitimidad parecidos; en la misma línea, hay que incluir el malestar en los partidos políticos legales de izquierda que libraron una lucha enconada contra el foquismo y la corrupción de las Farc y ahora descubren que son los interlocutores privilegiados del gobierno; por último, las Autodefensas y lo que se considera como la extrema derecha que también comenzarán a movilizarse por estimar que con ellos hubo un trato desigual en la medida que la paz que ellos firmaron incluyó la cárcel para sus principales dirigentes, penalidad que los dirigentes de la Farc supieron eludir gracias a la buena voluntad de Santos.
El futuro dirá cómo se saldarán estos interrogantes, pero más allá de las buenas noticias y las mejores intenciones, hay buenos motivos para suponer que este acuerdo no es el punto final sino apenas el punto de partida.