Los debates políticos -y los presidenciales en particular- están severamente reglamentados, los candidatos ensayan las diferentes alternativas que se pueden presentar en el escenario, sus asesores informan acerca de las debilidades del adversario porque en definitiva se trata de ganar, pero en principio reducir al mínimo el factor azar, lo imprevisto, lo espontáneo, de lo que se deduce que los espectadores lo que observan es una puesta en escena, palabras y gestos que han sido preparados con anticipación por políticos que en este plano muy bien se pueden comparar con actores.
Sin embargo, y a pesar de todo, a pesar de los asesores de imagen y de los libretos cuidadosamente estudiados, lo imprevisto siempre surge. Lo “humano”, por decirlo de alguna manera, se hace presente porque la propia confrontación entre rivales que disputan nada más y nada menos que la máxima investidura política, hace que hasta lo previsible en el libreto sea desbordado, entre otras cosas porque se presume que quien es capaz de salir de él con gracia y talento tiene serias posibilidades de imponerse.
Otro dato a tener en cuenta: los debates de este tipo necesariamente trabajan sobre la personalidad de los participantes, entre otras cosas porque eso es lo que espera el público, porque para reflexionar acerca de las grandes estrategias o de las líneas conceptuales están las declaraciones oficiales, los libros o las conferencias. No es que en un debate personal la política no esté presente como teoría, sino que suele estar mediada por la personalidad de quien sostiene estos principios.
En un debate influyen, entonces, las ideas que se promueven, pero sobre todo cómo se expresan, cómo habla o cómo escucha el candidato, si está sereno o nervioso, si se dirige a su adversario o al público. ¿La política como espectáculo? Algo de eso hay, tal vez lo hubo siempre, pero en el mundo actual, con los formidables medios de comunicación, para bien o para mal el show adquiere otras resonancias.
Si lo personal como imagen gravita, está claro que ello necesariamente incluye aspectos de la vida privada. Desagradable o frívolo, pareciera que es imposible evitarlo, sobre todo porque el público -que de alguna manera es algo así como el gran jurado- reclama o consume esos “detalles”, sobre todo en EE.UU. donde, además, existen antecedentes de precandidatos que renunciaron a sus aspiraciones porque se ventilaron escándalos amorosos o presuntas irregularidades en sus conductas como padres, maridos o hijos.
El debate entre Hillary Clinton y Donald Trump no escapa a estas reglas generales. Así fue en los dos primeros y así será seguramente en el tercero. En todos los casos un observador atento puede detectar rasgos interesantes respecto de la personalidad política del candidato, aunque al respecto nunca está de más advertir que el destinatario preferido de estas iniciativas es lo que se denominan el elector independiente, aquel que no ha definido su voto y que en más de un caso su nivel de politización es bajo, por lo que no debe llamar la atención que las decisiones que toma tengan más que ver con aquello que se denominarían los aspectos superficiales de la política: la sonrisa, la simpatía, la capacidad de victimizarse y despertar sentimientos de solidaridad.
En este segundo debate las cuestiones personales estuvieron más presentes que nunca. Incluso temas como la defensa nacional, las políticas de salud o las relaciones con el mundo estuvieron mediadas por la personalidad de los candidatos, algo que, como ya lo dije, pareciera que es tan previsible como inevitable. ¿Todos respondieron todo? No fue tan así. Los candidatos, pero Hillary en particular, recurrieron al recurso de mirar para otro lado o cambiar de conversación cuando la situación se presentó incómoda.
En principio, Trump asistió al debate sabiendo que debía dar explicaciones acerca de sus declaraciones machistas proferidas hace diez años y que, para más de un observador, estuvieron a punto de sacarlo de la competencia, entre otras cosas porque un grupo de senadores y su propio vicepresidente condenaron sus palabras vulgares, groseras y machistas. Trump relativizó sus palabras, pero pidió disculpas por ellas, aunque para Hillary sus expresiones no hicieron otra cosa que mostrar la personalidad profunda del candidato republicano, aquello que no puede controlar, aquello que lo transforma en un peligro nacional en tanto que a un presidente con esas características no se le pueden confiar, por ejemplo, los arsenales atómicos.
Ni lerdo ni perezoso Trump pasó a la ofensiva acusando al marido de Hillary -presente en el debate- de ser prácticamente un violador de mujeres. Como para hacer más efectiva su denuncia estaban presentes en el auditorio cuatro de las presuntas víctimas de la supuesta lujuria de Clinton. La respuesta de Hillary fue una de las pocas que despertó aplausos, porque citando a Michelle Obama, dijo: “Cuando tú vas para abajo yo voy para arriba”. Si Hillary arrancó aplausos, Trump despertó risas cuando se presentó como un defensor de la causa de las mujeres, algo previsible en alguien que durante toda la campaña hasta se jactó de su condición machista.
¿Fue efectiva la estrategia de Trump? No lo sé, pero lo seguro es que está en sintonía con su personalidad, con ese estilo de búfalo impetuoso que no vacila en recurrir a cualquier método para defender sus posiciones. Incluso se supo que algunos de sus asesores le desaconsejaron hacer eso, pero él se mantuvo firme en aquello que parece ser un dato genuino de su temperamento. ¿Fue injusto? Seguramente, pero lo que hay que preguntarse en estos casos es si los resultados serán efectivos, una respuesta que por el momento nadie está en condiciones de dar, aunque sería deseable que la sociedad sancione a un candidato que parece estar cómodo revolcándose en el barro y se defiende acusando no a la candidata sino las infidelidades de su marido, recurso que, según el propio Trump, se justifica porque Hillary -en el estilo del personaje central de Hours of Cards- protegió a su marido y no tuvo escrúpulos en atacar a sus víctimas.
Trump se presenta como más enérgico, más impetuoso, incluso más colérico, un presidente que supuestamente sabría lo que hay que hacer, lo que se debe hacer y está decidido a hacerlo. Hillary por su lado manifiesta la experiencia de alguien que desde hace treinta años está obligada a dar explicaciones bajo el control de las cámaras y los micrófonos. Transmite calma, oficio para controlar las situaciones, puede estar furiosa por lo que está pasando pero sabe disimularlo con una palabra oportuna y una sonrisa. La última pregunta hecha por el público fue aleccionadora. Se preguntó qué le puede reconocer un candidato al otro, pregunta oportuna porque como decía el titular periodístico, Trump y Clinton se dijeron de todo. Hillary reivindicó a los hijos de Trump y sostuvo que más allá de las diferencias abismales que tiene con su rival algo de bueno debe de haber en él por educar tan bien a sus hijos, un detalle, se ocupó en agregar, que para una madre y una abuela es siempre importante.
Por su parte, Trump reivindicó en Hillary aquello que en su escala de valores es decisivo: la capacidad de lucha, la voluntad de no rendirse nunca. Sus palabras sonaron sinceras, tal vez porque en esa calificación Trump estaba hablando más de sí mismo que de la candidata demócrata. También las palabras de Hillary fueron eficaces, palabras dichas desde su condición de mujer y tocando una fibra sensible en el sentido común del norteamericano medio.
En lo personal me resultaron interesantes ambas respuestas, algo así como el testimonio de la cultura yanqui: por un lado la familia y, por el otro, la voluntad de lucha, esa iniciativa individual, esa capacidad para forjarse a sí mismo distintiva de la tradición norteamericana. Familia y ambición, con esos dos insumos míticos John Ford, por ejemplo, hizo inolvidables películas.