l deseo de un país normal debe ser muy fuerte en la sociedad para que los dos presidentes del siglo XXI, Néstor Kirchner y Mauricio Macri, hayan expresado que ésa era su aspiración. Admitamos, por lo pronto, que lo normal no es un beneficio brindado por la naturaleza, sino una conquista social y, en las sociedades contemporáneas, un deseo intenso en conflicto con otras tendencias y tentaciones. Si existe la aspiración a la normalidad es porque la sociedad percibió las consecuencias deplorables de lo anormal, de aquello que, liberado a sus propias pulsiones, conduce a la desintegración, la brecha social y, en caso de persistir, a la guerra civil.
Alfonsín, con el preámbulo de la Constitución, encarnó lo normal, como luego lo hizo Menem como garante de un país que deseaba alejarse del pánico de la hiperinflación. El propio Kirchner hizo creíble su consigna de normalidad, fortaleciendo el principio de autoridad, deteriorado tras la crisis de 2001, y presentándose como un jefe de Estado decidido a garantizar la convivencia democrática y la racionalidad económica.
El consenso que hoy exhibe el gobierno de Macri se funda en que encarna esta aspiración profunda de la sociedad. O, a la inversa, el consenso nace debido al hartazgo de la gente con el gobierno K, esa sensación inquietante de que marchábamos hacia el abismo, o la certeza de que por los escabrosos senderos en los que incursionaba el kirchnerismo nos aguardaba la catástrofe.
La normalidad, como aspiración, confronta con prácticas sociales y hábitos que se resisten a ella porque la persistencia de la anomia, el caos y la grieta los beneficia. Por eso la normalidad no es un bien que llueve del cielo, sino que reclama esfuerzos y claridad estratégica para realizarse. No es una utopía, pero es una esperanza; no se propone lo imposible, sino lo posible; no alienta la pasividad, sino que apela a la movilización y al entusiasmo; no se refugia en el anacronismo, sino que confía en el futuro, pero con los pies bien plantados en el presente.
La búsqueda de lo normal debe remar contra hábitos internalizados. Cuando Alfonsín asumió el poder, en 1983, eran muy pocos los que creían que esa experiencia podría sostenerse en el tiempo. No sólo los adherentes al régimen militar presentían su fracaso, sino que por diferentes motivos un amplio espectro de la sociedad suponía que más temprano que tarde los militares retornarían al poder, un temor fundado, porque desde 1930 las Fuerzas Armadas eran las que finalmente decidían qué estaba permitido y qué estaba prohibido.
Hoy el paradigma democrático está instalado en la sociedad, es decir, es vivido como normal, y a nadie se le ocurriría pronosticar un posible retorno de los militares. Sin embargo, en aquello que se llama el sentido común de la sociedad -ese conglomerado de prejuicios, temores y sensatez- está instalada la sensación de que el actual gobierno no podrá mantenerse en el poder porque la Argentina que ayer parecía estar condenada a vivir bajo el signo militar hoy estaría condenada a vivir bajo el signo populista, asumido como el único y exclusivo soporte de la gobernabilidad.
El kirchnerismo y algunas sectas de izquierda alientan sin disimulos la denominada «solución helicóptero», es decir la caída del actual gobierno por la vía de la conspiración y la violencia. Las otras facciones de la oposición son más moderadas y, a juzgar por sus palabras, rechazan soluciones de este tipo. Pero sería desconocer las pasiones que agitan la política ignorar que en el imaginario de la amplia oposición populista -e incluso de sectores del oficialismo- existe la prevención, el miedo, en algunos casos el deseo reprimido de que el desenlace de la actual experiencia política se represente a través de la imagen del helicóptero trasladando a un presidente derrotado en un escenario sacudido por tumultos callejeros, saqueos y violencia.
Como se podrá apreciar, el gran desafío de la democracia es que la aspiración de normalidad encarnada por el gobierno de Cambiemos se realice, una aspiración que autoriza a pensar que lo normal es un alto objetivo de la política, un objetivo colocado en las antípodas del conformismo y de la resignación. Salir de los pantanos y lodazales en los que nos internó el kirchnerismo no es un objetivo que se logra de la noche a la mañana. Exige inteligencia, paciencia, decisión y una cuota importante de orgullo nacional, porque el desafío incluye un proyecto consistente de país hacia el siglo XXI.
Lo normal entonces es instalar a la Argentina en un mundo que se está transformando y que ofrece oportunidades inigualables; lo normal es asegurar un orden político confiable y previsible; es un presidente que no se vale del poder para agraviar, intimidar, corromperse y suponer que el destino, los dioses o su voluntad lo han elegido para estar en ese lugar hasta el fin de los tiempos, sino un mandatario que se considera un inquilino de la Casa Rosada; lo normal no es una abstracción o una imposición de una facción, sino la búsqueda, serena y persistente, de un equilibrio entre las leyes y las costumbres, entre la experiencia ?y las necesidades.
Lo normal, políticamente hablando, no es una verdad revelada por iluminados, sino una búsqueda exigente para compatibilizar la tradición con el cambio, el orden con el progreso, la libertad con el consenso, porque, bueno es insistir en ello, lo normal tiende a cobijar a todos: no hay normalidad sin relaciones sociales capaces de producir esa moralidad fundada en el sentido común.
Lo normal brota de la cultura cotidiana, de esas certezas que nos obligan a preferir la verdad a la mentira, la honestidad a la corrupción, lo previsible al salto al vacío, la paz a la guerra, la cooperación creativa al conflicto estéril, las reformas a las revoluciones, el orden al caos.
Diez meses después de comenzado el gobierno de Macri, observo que más allá de las polvaredas provenientes de las escabrosidades de la política y de la resistencia feroz de quienes saben que la normalidad los liquida como la luz a Drácula, el deseo por hacer de la Argentina un país normal se sostiene a pesar del resentimiento, el odio y las más macabras y morbosas conspiraciones. Es la exigencia más alta que hoy se puede proponer desde la política y, al mismo tiempo, la más humana y la más justa.