El delito existe desde los tiempos de las tribus. Sin ir más lejos, el Código de Hamurabi se sancionó hace más de tres mil años. También entonces, los vecinos estaban preocupados por la inseguridad y reclamaban sanciones duras contra los delincuentes; también entonces los gobernantes se esforzaban por cumplir con esas demandas de la gente.
Digamos en principio que no existe hasta la fecha una sociedad que haya podido impedir el delito o eliminarlo como práctica social. Lo que sí existen son las diferencias: hay sociedades en las que el delito está reducido a su mínima expresión y sociedades en las que su nivel es altísimo. Venezuela y Finlandia para ejemplificar lo opuesto.
Primera conclusión: las sociedades son responsables de su inseguridad, pero como en este mundo las sociedades no se autogobiernan, la responsabilidad es de sus instituciones y de sus elites gobernantes. No concluye allí el problema. ¿Por qué las sociedades contemporáneas tienen tantas diferencias en este tema? La respuesta en términos generales no es tan complicada y hasta podría resumirse en dos cuestiones: buenas condiciones sociales e instituciones que funcionan. En esto, no hay vuelta que darle: cuando la integración es alta, cuando la movilidad social ascendente es real, los niveles de delincuencia disminuyen. No desaparecen, pero disminuyen de manera sensible. También cuando se dispone de jueces y policías medianamente honestos. Siempre habrá un criminal o un ladrón, pero en estos temas lo que importan son los porcentajes. Venezuela o Finlandia.
Hablando de porcentajes, Argentina en América Latina es uno de los países más seguros, sobre todo si la comparamos con Brasil, México, Colombia. Puede que el dato tranquilice a los cientistas sociales, pero por desgracia al común de la gente no le dice nada, porque el común de la gente piensa desde lo cotidiano, desde las veces que asaltaron al almacenero de la vuelta, o mataron al hijo del vecino, o secuestraron y violaron a la hermana del amigo. Si esto es así, que alguien venga y diga que en México todo es mucho peor, suena a tomadura de pelo.
Los diagnósticos son necesarios, pero no creo equivocarme si digo que en la Argentina hay bastante material teórico elaborado al respecto. ¿Y entonces? Entonces pasa en que una cosa es diagnosticar y otra curar. Una cosa lleva a la otra, pero no es lo mismo. Sabemos, por ejemplo, que tenemos una policía que en más de un caso es cómplice del hampa y en más de un caso actúa como una caja de recaudación gracias a la cual los comisarios aumentan sus sueldos y en algunos casos acumulan verdaderas fortunas.
¿Qué hacer? Tomemos como referencia el asesinato de Cabezas hace casi veinte años. Desde ese momento, suman miles los policías pasados a retiro, pero la corrupción policial continúa intacta, de lo que se deduce que además de un problema de personas hay uno de base, estructural, que no se resuelve solamente echando policías corruptos.
¿Y entonces? Si lo supiera estaría vendiendo la fórmula para ayudar a la sociedad y salir de pobre, pero sinceramente no lo sé. En homenaje al realismo, podría decir que tenemos la policía que tenemos y que la tarea no es proponerse arribar a una policía perfecta integrada por santos varones, sino a algo que más o menos funcione, que más o menos cumpla con sus objetivos institucionales. Tampoco ese “masomenismo” es fácil de lograr. No es fácil, pero no debería ser imposible. Si en otros lados lo han hecho, supongo que podría hacerse acá. Pero para ello hace falta decisión política y autoridades judiciales que se pongan las pilas, algo que también es fácil decirlo pero no es tan fácil hacerlo.
Conversando sobre este tema con un amigo que ya no está, me decía que con la policía pasa como con todas las cosas de la vida: si querés un mejor servicio lo tenés que pagar más caro. O sea que si queremos una mejor policía tenemos que pagarles mejores sueldos. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Porque si estamos dispuestos a hacerlo hay que saber que la plata sale de los impuestos. Ahora bien, los ricos que son los más interesados en la seguridad, resuelven este tema contratando seguridad privada porque creen que es una plata mejor invertida que pagarle al Estado del que siempre desconfiaron. Los ricos por lo tanto apelan a la seguridad privada y en general -repito: en general- están más o menos bien protegidos, un precio a pagar alto, porque no debe ser cómodo andar rodeado de tipos armados, mandar a los hijos a la escuela en coches blindados, vivir parapetados en countries o barrios escogidos, pero convengamos que de alguna manera los muchachos se las arreglan. El problema en materia de seguridad, por lo tanto, no lo tienen los millonarios, sino los pobres y las clases medias.
La sensación de inseguridad no la promueve de manera directa un operador financiero o un ladrón de guante blanco, la promueve ese cotidiano de crímenes y raterías perpetrado todos los días en la calle. Y la consolida la policía cómplice y los errores de algunos jueces que en nombre de un garantismo mal digerido y pésimamente aplicado crean la sensación de que existe una puerta giratoria por donde los delincuentes entran y salen como panchos por su casa. Digo “sensación”, no certeza, porque si bien efectivamente la Justicia ha dejado libre a criminales peligrosos, no se puede generalizar alegremente porque entones habría que explicar por qué las cárceles están desbordadas de presos.
¿Y qué pasa con los delincuentes? Hay que matarlos a todos, dicen los más exaltados. Error. Además, la justicia por mano propia en términos de sociedad y nación es la confesión de un fracaso. Yo reivindico el derecho a defendernos, pero reivindico en primer lugar al Estado de derecho. Y si no funciona, reivindico el derecho a hacerlo funcionar.
¿Y quiénes son los delincuentes? Por lo que podemos saber a primer golpe de vista, mayoritariamente son varones y jóvenes. También sabemos que en general no es el hambre el que los lleva a delinquir, sino el consumo, el consumo de drogas, pero también el consumo de motos, ropas, mujeres caras, etcétera, etcétera. Vivimos en una sociedad que incita y excita al consumo, pero esos beneficios no llegan a todos.
En el mundo del delito, también hay diferencias y matices. Pero hay un rasgo que distingue al delincuente juvenil, un rasgo que merece ser evaluado: el delincuente juvenil, es alguien condenado o acorralado a vivir en un presente permanente. No tiene futuro, no ve ningún futuro y su vida se reduce al hoy: hoy mata y hoy muere. Dejo para otro momento discutir si eligió ese destino o el destino lo eligió a él
Por lo pronto, esa ausencia de futuro, esa falta de perspectivas genera odios, pero también un sentimiento opresivo de muerte porque la ausencia de futuro es simbólicamente la muerte. Alguna vez, un sacerdote inteligente que trabajó muchos años con los presos, me explicó que cuando a ese preso se le abre una ventana hacia el futuro, su actitud cambia, como si le encontrara un sentido a la existencia. ¿Y qué es un futuro? Perspectivas, esperanzas, ilusiones, proyectos de vida. Podemos designarlo con diferentes palabras, pero sabemos de qué estamos hablando. ¿Ejemplos? Nuestros hijos o los hijos de nuestros amigos, ¿por qué tienen futuro? Porque estudian, porque trabajan, porque saben que tienen una familia que se preocupa por ellos, porque en el ambiente que viven los reconocen, los respetan y sobre todo los quieren, los quieren sus padres, sus amigos, alguna novia… Nada de esto ocurre con los delincuentes “ni ni” ¿Y entonces? Yo no soy precisamente un garantista y creo que el que comete delitos de sangre o viola debe pagar con cárcel, pero que no sea garantista no quiere decir que sea ciego, torpe o necio, por lo que si queremos una sociedad más segura, una sociedad que funcione, deberíamos preocuparnos para que la inmensa mayoría de los jóvenes tengan la oportunidad de pensar o elegir un futuro para ellos.