Los resultados de las elecciones celebradas en Haití este domingo se conocerán -con suerte y viento a favor- dentro de una semana. Puede que el nuevo presidente sea el exportador bananero Jovenel Mossé, apoyado por el ex presidente Michel Martelly o el “progresista” Jude Celestin, pero cualquier pronóstico que se haga será siempre provisorio e incluso habrá que ver si las elecciones son impugnadas, una posibilidad nunca descartable en un país cuyo régimen electoral está seriamente viciado.
Al respecto, conviene recordar que las elecciones anteriores fueron anuladas por las visibles irregularidades denunciadas por políticos opositores y organismos internacionales, proceso electoral que en su momento debió postergarse por los estragos perpetrados por el huracán Matthew. Capítulo aparte, a la suma de desdichas de este desgraciado país se le agregan las tragedias naturales: huracanes y terremotos, con sus secuelas de víctimas fatales, una tragedia “menor” comparada con las víctimas que caen como consecuencia del hambre y las sucesivas epidemias en el país considerarlo el más pobre de América.
En ese contexto, está claro que no existen muchas expectativas para un proceso electoral, cuyos principales candidatos están muy lejos de ser populares o de encarnar un liderazgo efectivamente transformador. La situación de Haití es tan crítica, que más de un politólogo ha calificado a este país como de Estado fallido. Los números estadísticos en ese sentido son despiadados y el rasgo más visible lo expresa ese ochenta y dos por ciento de la población ubicada por debajo de la línea de la pobreza. No es exagerado, por lo tanto, decir que la miseria en Haití es escandalosa y correspondería preguntarse cuáles son los límites y los alcances de los procesos electorales en un país hundido en la pobreza
En lo personal, la primera referencia que tuve de Haití fue a principios de los sesenta -yo era un niño- a través de un artículo del Selecciones del Reader’s Digest, esa revista que estaba presente en las bibliotecas de la mayoría de las familias argentinas de clase media de los cincuenta. El artículo hablaba de François Duvalier, el célebre Papa Doc, el siniestro dictador que gobernó a este país con mano de hierro desde 1957 hasta su muerte en 1971, cuando fue sucedido por su hijo Jean Claude, “Baby”, un imbécil corrupto, sádico y cornudo, que se mantuvo en el poder hasta 1986.
El artículo del Selecciones no era complaciente con los Duvalier, pero -fiel a su estilo- tampoco demasiado crítico. Su perfil del perverso dictador estaba más marcado por el asombro provocado por un personaje algo pintoresco que por una crítica a un dictador bananero de la calaña de Trujillo, Stroessner o Somoza, “nuestros hijos de puta”, como dijera con algo de humor y algo de realismo un presidente norteamericano.
En 1971, cuando murió Duvalier padre, yo ya estaba muy al tanto de la “calidad humana” del personaje. Las revistas progresistas y de izquierda de aquellos años daban detalles abundantes acerca del carácter del régimen del “Papa” Doc, de las represiones internas, del rol intimidante y carnicero cumplido por los Tonton Macoutes, algo así como las SS de Duvalier, el médico brujo que no vacilaba en torturar y asesinar disidentes y aterrorizar a la población.
Pero el libro que mejor me reveló la naturaleza del régimen haitiano fue la excelente novela de Graham Greene, publicada por Sudamericana con una excelente traducción de Enrique Pezzoni, “Los comediantes”, que inmediatamente se llevó al cine con la participación de Liz Taylor, Richard Burton y Alec Guinness.
Con la prudencia del caso, pero con buenos argumentos para defenderme, diría que “Los comediantes” está a la altura de los mejores momentos literarios de ese excelente escritor que fue Greene. Si en estos temas se me permitiera dar un consejo, diría que a Graham Greene hay que leerlo, porque es bueno hasta en sus novelas más flojas, pero a la hora de la educación política insistiría con “El americano impasible”, “El cónsul honorario” y “Los comediantes”. Podría agregar “El poder y la gloria” o “El ministerio del miedo”, pero en esas tres novelas están presentes las líneas de una valiosa visión acerca de algunos dramas que asolaron a los pueblos que en otros tiempos se calificaban como periféricos.
“Los comediantes” está escrito en primera persona. El personaje se parece mucho a Greene, motivo por el cual el propio autor advierte al iniciarse el libro que él no tiene nada que ver con Brown, como tampoco tiene nada que ver con la mayoría de los personajes de sus novelas tratados en primera persona. Desmentidos al margen, lo seguro es que en esta novela sí está presente la mirada ética -por qué no religiosa- que Greene mantiene sobre Haití, la dictadura de Duvalier y las desgracias de sus líderes opositores. Greene no se priva de reprocharle a Estados Unidos haber apoyado a un personaje macabro como Duvalier. A través de la novela, el lector recorre un escenario de pesadillas con allanamientos, secuestros, torturas, crímenes políticos, corrupción y, como buena novela, algunos dramas pasionales. Greene asegura que su descripción de Haití es verdadera, incluso tal vez demasiado atada a un realismo imposible de eludir. “Es imposible pintar las cosas peor de lo que son”, escribe.
Cuarenta años después, y con los dos Duvalier muertos, el panorama de Haití no habilita a ser optimistas. El país formalmente no es una dictadura, pero sólo un exceso algo irresponsable de optimismo habilitaría decir que está mejor. Es probable que los lados más siniestros de la represión de Duvalier no estén presentes, pero admitamos que con el tiempo transcurrido, que incluye el fin de la Guerra Fría y la universalización de los derechos humanos, el panorama de Haití está muy lejos de reunir las condiciones mínimas de un país medianamente civilizado, al punto que muchos haitianos consideran que Santo Domingo es un sueño a alcanzar, un objetivo que hasta para un habitante de Fuerte Apache sería rechazable.
Raro lo de Haití. El ahora país más pobre y desagraciado de América Latina fue el primero en declarar su independencia, luego de un proceso emancipador que incluyó la cuestión social, política y racial. En 1804, Haití se declaró independiente y su proceso emancipador fue considerado en los años sesenta como ejemplar por algunos historiadores de izquierda. Excede las posibilidades de esta nota explicar las causas de ese atraso, pero en principio diría que si bien Estados Unidos alguna responsabilidad tiene, sería un exceso de simplificación, o algo peor, considerar que toda la culpa le pertenece, liberando por ese camino las responsabilidades insoslayables de su clase dirigente y en particular de su clase propietaria. Duvalier no era un títere de los yanquis, y más de una vez llegó a ser un aliado disidente porque, así como Washington lo sostenía, también las principales conspiraciones en su contra se urdieron en EE.UU.
Sin ir más lejos, y como botón de muestra, se puede indagar acerca de la vida fastuosa de Baby y su esposa Michel Bennett, hija privilegiada de la elite mulata y de las cuales no creo que el imperialismo yanqui haya tenido algo que ver. Desde la fiesta de boda calculada en cinco millones de dólares hasta las compras en Europa de mansiones, joyas, yates, propiedades rurales -todo avalado y compartido por esa clase propietaria, cuyos principales exponentes ni siquiera viven en Haití-, Michel y Baby se dieron todos los gustos, hasta el de contar con el apoyo de la Madre Teresa de Calcuta, conmovida por sus supuestos actos de beneficencia. ¿Engañada la Madre Teresa? Admitiendo esa posibilidad, convengamos que alguien debería haberle advertido acerca de la calaña de los Duvalier.
Desde la caída de Baby en 1986 se han ensayado diversas estrategias políticas y todas han fracasado. Tal vez el fracaso más estruendoso por las expectativas que fue capaz de despertar, fue el de Jean Bertrand Aristide, el sacerdote salesiano identificado con la teología de la liberación y que fue presidente durante por lo menos dos períodos, sin que se hayan registrado cambios que merezcan destacarse.