Como consolidar la6 alternancia necesaria

Uno de los rasgos distintivos de un orden democrático es la existencia de una oposición política legalizada y legitimada. No exageran los politólogos cuando afirman que la calidad de la democracia se define por la calidad de la oposición y su consecuencia: la alternancia en el poder. La traducción de estos principios a nuestro país no es sencilla. Por lo pronto, en los últimos cien años la alternancia política se realizó sólo en cuatro ocasiones y con visibles dificultades. En 1916, el conservador Victorino de la Plaza le entregó el poder al radical Hipólito Yrigoyen; ese acto de alternancia recién se reproduce en 1989, setenta y tres años después, cuando Alfonsín entrega el poder a Carlos Menem, episodio que volverá a reiterarse diez años más tarde, cuando Menem transfiera los atributos del poder a De la Rúa; finalmente, en 2015 Macri sucedió a Cristina Fernández.

O sea, que en un siglo hubo sólo cuatro casos de alternancia, tres de los cuales se dieron en un contexto de visibles irregularidades institucionales. Alfonsín entregó el poder cinco meses antes; De la Rúa no finalizó su mandato y, por último, la señora Fernández directamente se negó a cumplir con los rituales de la entrega del poder, una decisión que es algo más que un «detalle», ya que anticipó con sus escabrosas escenas de histeria, el tono de la oposición destituyente que pretenden ejercer los K.

Si la oposición de los principales seguidores de la señora parece deslizarse hacia la marginalidad, no puede decirse lo mismo de las otras versiones del peronismo cada vez más interesadas en tomar distancia de la experiencia K. ¿Esto significa que la Argentina ya definió un régimen político virtuoso con una oposición responsable? Diría que se está avanzando en una dirección correcta, lo cual no autoriza a efusiones optimistas exageradas.

El peronismo es un actor insoslayable de una república democrática, pero habría que preguntarse hasta dónde el peronismo participa sinceramente de esos valores. Por lo pronto, no deja de ser sugestivo que hasta la fecha ningún gobierno de signo no peronista haya podido concluir su mandato. Estamos en presencia de un dato que resulta funcional a las fantasías de un peronismo que supone que sólo ellos están en condiciones de gobernar, un imaginario que se refuerza con el mito populista de que todo gobierno de signo no peronista que llegue a la Casa Rosada es por definición un intruso y como tal debe ser tratado.

¿Hay señales de cambio? Sabemos que en política los juicios y prejuicios se modifican en un proceso complejo de aprendizaje, imposiciones de la realidad y necesidades. En principio, un sector importante del peronismo está participando en el proceso democrático y bien podría decirse que en términos de realismo político no importa demasiado la sinceridad de sus convicciones, porque en este campo a los hombres se los juzga por sus actos y no por sus intenciones íntimas.

Un sistema político que funcione cuenta -según sostiene Juan Linz- con una oposición legal, una semilegal y otra desleal, calificación no demasiado diferente a la que elabora Giovanni Sartori cuando distingue entre oposición constitucional y responsable, constitucional no responsable y oposición no responsable y no constitucional (léase Boudou, Esteche, D’Elía and company). Para que este escenario pueda constituirse importa que la oposición legal se consolide, gane para su campo a la semilegal y reduzca a una minoría a la oposición desleal. Algo de eso está ocurriendo en la Argentina.

Para que el sistema se perfeccione se impone la presencia de un tercer actor que contenga las relaciones entre oficialismo y oposición. Me refiero a las instituciones, al Estado, que es el que proyecta el futuro más allá de los signos políticos de las diversas gestiones. Ese actor hoy es débil, de lo que se deduce que el desafío que se le presenta a la gestión de Macri es gobernar y simultáneamente consolidar la institucionalidad con una autonomía relativa respecto de la política partidaria.

El balance autoriza un muy moderado optimismo: si la gobernabilidad existe es porque la relación entre oficialismo y oposición funciona. La apuesta es que ese funcionamiento no sea ni oportunista ni provisional. Final incierto, cuyo desenlace se resolverá en las arenas de la política y la historia, el territorio de la incertidumbre, pero también el de la esperanza, esa módica utopía racional que nos está permitida a los hombres.

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