Juan Manuel Santos conquistó a una amplia platea mundial con el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel. No tengo noticias de que a alguien le haya ido mal en un escenario que precisamente está habilitado para consagrar a quienes allí suben. Santos no fue la excepción y hasta podría decirse que ni siquiera es el más controvertido, habida cuenta que la misma distinción la recibieron en su momento, por ejemplo, Kissinger y Arafat… o un Obama que se dio el lujo de ostentar este premio “a cuenta” de lo que haría después.
El Premio Nobel sin duda que es una distinción importante, pero no suele ser decisivo en términos políticos y su validez histórica en algunos casos es más que dudosa. Personalidades honradas con este premio como Albert Schweitzer, Dalai Lama, Martin Luther King, Mandela o la Madre Teresa de Calcuta, son inobjetables. En literatura por ejemplo, esta hipótesis se confirma en toda la línea cuando observamos que escritores consagrados por la historia como Tolstoi o Borges no fueron distinguidos con él, mientras que célebres nulidades recibieron ese beneficio… aunque tampoco es aconsejable absolutizar, salvo que alguien suponga que Faulkner, Camus, Hemingway, Mann, Montale o Bellow, por citar al vuelo, no hayan merecido este reconocimiento.
La conclusión a la que se puede arribar es que en la lista del Nobel todos los que están no lo merecen y muchos de los que deberían estar, están ausentes. ¿Santos lo merece? En términos coyunturales diría que sí, pero no sé si la historia le va a reconocer los méritos que hoy le admiten. Aclaro: no digo que no, digo no sé. Y esa duda tiene que ver con la complejidad del proceso de paz en Colombia.
A su rival y en otros tiempos íntimo aliado político, Álvaro Uribe, las distinciones que Santos recibe en el mundo le podrán disgustar, pero a modo de consuelo debería tener en cuenta que con el actual presidente colombiano se cumple el principio bíblico de que nadie es profeta en su tierra, ya que la actual popularidad de Santos en el mundo tiene poco y nada que ver con su popularidad entre los colombianos, como lo demostró el plebiscito del pasado 2 de octubre y como se demuestra diariamente con las críticas de una sociedad que le reprocha errores cometidos en temas sociales y económicos tan importantes como el de la paz.
Por lo pronto, el espaldarazo del Nobel no le vino mal a Santos luego del papelón del plebiscito, una iniciativa promovida en el clima de exitismo reinante por una paz que parecía estar aprobada por todo el mundo, desde los comunistas de La Habana hasta los liberales de Europa, desde los chavistas de América Latina hasta el mismísimo Papa. Tan edulcorado parecía el presente, que Santos se dio el lujo de convocar a una consulta popular con la certeza de que ganaba por goleada. La derrota le bajó los humos, le recordó las desagradables exigencias de la realidad, pero sobre todo obligó a sus aliados internacionales a expresarse a través de un piadoso manto de silencio, entre otras cosas porque a nadie le gusta festejar por anticipado una victoria que después se transforma en derrota.
Santos no fue derrotado por goleada, pero el problema es que él y sus amigos creían que ganaban por goleada. Los improvisados consejeros del momento le reprocharon la conveniencia de convocar a una consulta popular, habida cuenta de las dificultades que presentaba el tema e incluso de sus bajos niveles de popularidad. Los consejos seguramente los tuvo en cuenta, porque ahora, luego de las apresuradas correcciones del caso, el tratado se aprobará sin necesidad de recurrir al referéndum. Como se dice en estos casos: el pueblo no agradece nada, por lo que no vaya a ser cosa que por segunda vez lo dejen pagando.
Por su parte, Álvaro Uribe admitió que algunas correcciones positivas se han hecho, pero por las dudas, sus diputados se retiraron a la hora de la votación parlamentaria y expresaron su disidencia a la decisión de no convocar a una nueva consulta popular. Según los seguidores de Santos, las comisiones encargadas de producir reformas al texto original admitieron más del noventa por ciento de las objeciones. Los opositores no dicen lo mismo y quienes conocen la política colombiana saben que al otro día de aprobarse el tratado de paz (y todo hace pensar que esta vez sí se aprobará) saldrán con los botines de punta contra Santos y su proyecto pacifista que, según ellos, es una abierta capitulación a las Farc.
¿Es tan así? Según los uribistas, es así e incluso un poco peor. Para ellos, lo de Santos fue sencillamente una traición, porque cuando Uribe dejó el gobierno las Farc estaban en la lona y lo que quedaba era desarrollar una última ofensiva para derrotarlas en toda la línea y luego establecer un principio de paz fundado en la soberanía del Estado de Derecho.
Nada de eso se hizo. Sorpresivamente, Santos, que a este ese momento parecía ser uno de los halcones de Uribe, descubrió que en el fondo de su corazón anidaba una excelsa vocación de paz y procedió, por lo tanto, a transformarse en algo así como el nuevo Mahatma Gandhi de Colombia. Y sus entusiasmos humanistas llegaron a admitir que el escenario de las negociaciones sea la ciudad de La Habana bajo la inspiraba, beatífica e imparcial mirada de los Castro.
Los defensores de la paz pro Santos admiten que las concesiones son muchas, pero consideran que todo ello está justificado porque el ideal pacifista es siempre mucho más noble. La objeción de los críticos, es que las concesiones no alcanzarán a hacer realidad la ansiada paz porque las Farc siempre se las ingeniarán para decir que algo no se cumplió y retornar a lo único que aprendieron a hacer en los últimos sesenta años: la guerra, el secuestro y el narco.
A ello hay que sumarle que el ELN sigue activo y que los paramilitares han vuelto a las andadas. Por último, una de las objeciones centrales que el uribismo les hace a los seguidores de Santos, es que sus argumentos parten de un principio falso, como es el de decir que las Farc son invencibles militarmente, principio que cumple la función de la autoprofecía cumplida porque luego el gobierno, el gobierno de Santos, renuncia a combatirlas.
¿Por qué Santos cambió tanto? ¿Porque descubrió los beneficios de la paz?; ¿o porque a la paz siempre la firman los duros? como dicen sus amigos. A la primera objeción, los uribistas responden: se referirán a los beneficios económicos de él y su pandilla otorgados por un poderosísimo cartel de narcotraficantes que hace realidad el principio que en su momento escribiera Quevedo: “Poderoso caballero es don Dinero”.
Respecto de la segunda objeción, que la paz la firman los duros, los uribistas consideran que efectivamente es así, por lo que quien debería firmarla debería ser Uribe que también está a favor de la paz (nadie suele estar en contra de esa palabra) pero en otras condiciones y en otros términos.
Para el actual oficialismo colombiano, Uribe y sus aliados expresan a la ultraderecha guerrerista y aliada con los grandes terratenientes que en su momento financiaron a los parapoliciales y que políticamente son los responsables de haber hundido a Colombia en la pobreza y la injusticia.
Santos mismo admite que la paz no es perfecta, pero la que hoy se negocia es la única posible. Y que todos los esfuerzos que se hagan en esa dirección están históricamente justificados. Las Farc serán condenables, dice, pero está claro que algo ocurre para que después de sesenta años de guerra no haya sido posible derrotarlas. Lo que se abre, por lo tanto, es una posibilidad, y un jefe de Estado jamás puede darle las espaldas a esa posibilidad de paz.
Pero con las Farc recicladas en la democracia, se van a dedicar a la política y si ganan las elecciones instalarán en Colombia un régimen parecido al del chavismo venezolano, objetan los conservadores. Mi respuesta a estos reparos es muy sencilla: ya es importante que las Farc dejen las armas y vayan a las urnas; sinceramente no creo que el pueblo colombiano los vote masivamente, pero si lo hiciera, entonces habría que preguntarse qué pasa en Colombia y qué pasa con los liderazgos políticos conservadores y liberales para que la propuesta electoral de las Frac convoque a multitudes.