Los argentinos tenemos buenos motivos para mirar con un leve toque de curiosidad que en Estados Unidos el traspaso del mando se haga respetando las reglas institucionales. El presidente que concluye el mandato le entrega el poder al que recientemente fue electo. Así de simple para los yanquis y así de complicado para nosotros. Poco importa que Obama simpatice o no con Trump o que sus diferencias ideológicas sean profundas. En una democracia seria este requisito de la alternancia se cumple y la ceremonia incluye la presencia de todos los ex presidentes. La nostalgia de los argentinos en estos temas resulta evidente, teniendo en cuenta las escenas de narcisismo, histeria y manipulación protagonizadas por “La que te dije” a la hora de entregar el mando.
Es verdad que la asunción de Trump se realiza en un escenario que según los observadores sólo podría compararse con el que estuvo vigente en enero de 1969 cuando Richard Nixon asumió el poder en medio de ruidosas manifestaciones en su contra, manifestaciones que incluyeron cascotazos e insultos al presidente.
Así y todo, me atrevería a asegurar que la situación de Nixon no sólo fue diferente, sino que además en algunos aspectos fue mucho más cómoda que la de este empresario multimillonario devenido en político y elegido para presidir en los próximos cuatro años la primera potencia del mundo.
Claro que hay diferencias entre Nixon y Trump. Antes de ser presidente, Nixon había sido vice de Eisenhower, el candidato que compitió con Kennedy en 1960 y, para bien o para mal, un político aguerrido, intrigante y habituado a ganar y perder. Con Trump la cosa es algo más complicada. Por lo pronto, los rechazos a su persona, son fuertes y de una agresividad notables, agresividad que, dicho sea de paso, no es más que la respuesta a un personaje que se ha jactado de ser agresivo.
Desde el vamos, Trump no tendrá los célebres cien días de gracia. No terminó de asumir el poder y en las principales ciudades de Estados Unidos y en las capitales del mundo se realizaban masivas manifestaciones en su contra. Podemos discutir los contenidos de esas manifestaciones, pero admitamos que no deja de ser notable el rechazo suscitado. Hay que recordar al respecto, que Trump llega a la Casa Blanca no por el incontenible aluvión de votos sino por las singulares reglas de juego de la política interna yanqui, reglas de juego legítimas institucionalmente pero que en términos sociológicos permitieron que sea presidente un señor que sacó la friolera de dos millones de votos menos que su rival.
En la misma línea de razonamiento habría que advertir a quienes con cierta ligereza califican lo sucedido como un suceso extraordinario, que ese cambio en términos de correlaciones de fuerzas sociales no es tan contundente como profetizan los fanáticos de Trump y, por razones opuestas, sus adversarios más atemorizados y enconados.
En ámbitos académicos, mesas de café, chismorreos en la feria y debates públicos, se especula acerca de las posibilidades de gobernabilidad de un presidente que carece de experiencia política y ha levantado en su contra las resistencias más duras y ruidosas. El lugar más común en esta diversidad de debates, es el que observa que Trump se terminará adaptando a la institucionalidad del Estado. Es probable que así sea, pero yo no estaría tan seguro y, mucho menos, tan tranquilo. Si me fuera permitido dar un consejo, diría que no subestimemos al hombre. Un empresario de ese nivel que llega a presidente de Estados Unidos no es como para ningunearlo o colocarlo en el lugar de payaso. También le dijeron payaso en su momento a Hitler y tal vez lo era, pero así y todo no hay que olvidar que los payasos pueden ser los protagonistas de inolvidables y dolorosas tragedias.
Dicho esto, aclaro que no creo que Trump sea Hitler y mucho menos Mussolini. Rehuyamos esas comparaciones cómodas que satisfacen cierta subjetividad, pero no ayudan a entender los procesos sociales. Trump será desagradable, reaccionario, machista, pero no mastica vidrio y, además, no está solo. Muchas de sus propuestas están inscriptas como alternativas históricas posibles que debe afrontar la humanidad. A mí podrán o no gustarme (no me gustan) pero no son delirantes y, mucho menos, extravagantes. Es más, algunas de ellas están en sintonía con el sentido común de amplios sectores sociales.
Supongo que gobernar a este señor no le va a resultar fácil, pero agrego a continuación que tampoco le resultó sencillo a Obama o a cualquier persona que se proponga gobernar a millones de personas. Trump confía en su carácter y en su experiencia como empresario “exitoso”. Respecto de su carácter, le aconsejaría que se preocupe por pulirlo un poco porque así como se manifiesta podrá impresionar como patrón pero como presidente no va a llegar muy lejos. Respecto de su condición de empresario, le informaría que la lógica privada del empresario puede llegar a tener algunos puntos de conexión con la actividad pública, pero en lo fundamental son diferentes. A un país no se lo gobierna como si fuera una empresa por más que ciertas relaciones de mando o algunas exigencias de calidad y eficacia puedan llegar a parecerse.
Ciertas aclaraciones me parecen importantes hacer. Trump se presenta como un caudillo que en algunos aspectos resulta tentador compararlo con el populismo criollo, pero en estos casos lo que importa discernir no son las similitudes con ese populismo, sino sus diferencias. Es verdad que Trump, como los populistas criollos, intenta establecer una relación directa con el pueblo puenteando a las instituciones. Lo que sucede es que las instituciones de EE.UU. no son tan fáciles de puentear, a lo que habría que agregar que Trump pertenece por perfil profesional y de clase a las elites económicas de poder: no es un marginal o un lumpen llegado desde las orillas de la sociedad como los habituales líderes populistas, sino todo lo contrario. Que Guillermo “Patota” Moreno o el “Morsa” Fernández aseguren que Trump es peronista, no aporta nada a la discusión y a la opinión sugeriría tomarla como de quien viene. En todo caso, declaraciones de este tipo más que definirlo a Trump lo que hacen es definir a “Patota” y al “Morsa”.
Repito una vez más: no subestimar a Trump. Enérgico, temperamental, habituado a mandar y ser obedecido, seguramente intentará en los primeros tramos de su gobierno impactar a la sociedad con iniciativas espectaculares. Es probable que su gestión la inicie apuntando a los inmigrantes y hostilizando el programa de salud creado por Obama. En el orden internacional, seguramente reforzará sus relaciones con Putin para meterle plomo y bombas al Isis, mientras apoyará en toda la línea a Israel.
Hacia América Latina, no habrá por lo pronto novedades significativas. Es probable que endurezca su relación con Venezuela, revise algunas de las concesiones de Obama a la dictadura de los Castro y no apoye con tanto entusiasmo la propuesta de paz en Colombia. También es probable que en ese contexto, Argentina pueda llegar a ser el aliado privilegiado. ¿Nos conviene a los argentinos esto? Habrá que verlo, pero en principio no está demás recordar que en el mundo que vivimos nadie regala nada por nada.
Presidentes decisionistas como Trump suelen ser pródigos en iniciativas que especulan con sorprender a sus adversarios con la guardia baja; en el camino se esfuerzan por reforzar su relación con quienes lo votaron y con quienes sin votarlos habitualmente se dejan seducir por un presidente que decide.
¿Algo ha cambiado con la llegada de Trump a la Casa Blanca? Supongo que sí. Por lo pronto, los caballeros del Ku Klux Klan que estiman que el mejor lugar que le corresponde a un negro es una rama reforzada por una gruesa soga; los machistas que consideran que el sitio de la mujer es la cocina y la cama; los “mataputos” que suelen disimular sus inseguridades sexuales practicando esas fobias; los nostálgicos de un orden fundado en la condición de anglosajón, blanco y protestante, todos, todos ellos, hoy se sienten más seguros, más confiados, más protegidos para llevar a cabo sus dulces y encantadoras faenas.