El sonido y la furia

Matar sale barato


“Matar sale barato en la Argentina”, dijo Gladys Cabezas, la hermana de José Luis, el fotógrafo asesinado hace veinte años. ¿Exagera la mujer? Más o menos. Es verdad que los asesinos de Cabezas fueron detenidos y que cumplieron alrededor de diez años entre rejas, pero no es menos cierto que un crimen cometido con esa ferocidad merecería aquello que dijeron los jueces en su momento: prisión perpetua. ¿Perpetua? Sí, perpetua, es decir para siempre, algo que nunca se cumple, porque hay tratados internacionales y todo un andamiaje garantista que considera que a los asesinos hay que darles una oportunidad, siempre y cuando hayan demostrado que nunca más volverán a cometer esas tropelías. ¿Es así? Tengo mis serias dudas. Es verdad que existen controles y estudios periódicos acerca de la recuperación de los presos, pero la sensación que todos tenemos es de que a éstos les resulta muy fácil burlar esos controles, cuando no, hay funcionarios que consideran que el preso que se levanta temprano, se afeita y se baña ya ha dado señales evidentes de recuperación. “Matar sale barato en la Argentina”, repite Gladys Cabezas. Y la pregunta de fondo es cuánto se debe pagar por una muerte. Un argumento algo perverso de los garantistas es que como el muerto, muerto está, nada se gana con castigar al asesino, por lo que todos los esfuerzos deben dirigirse a “recuperarlo”, previo entender su contexto social y las causas que lo llevaron -criaturita de Dios- a asesinar a sus semejantes. De más está decir que con esa argumentación terminamos disculpando desde Atila y Hitler hasta Jack el Destripador y Robledo Puch. Todos actuaron en contextos sociales precisos y todos por lo tanto deberían ser disculpados porque lo que hicieron fue inevitable. Incluso, no faltan quienes sostienen que el asesino es algo así como un rebelde contra el orden social injusto. Y al respecto hay toda una literatura que se dedica a ponderar esas rebeldías que despiertan la adhesión de las almas simples, siempre y cuando -claro está- esos rebeldes no le maten a su hijo o a su madre. En todos los casos, lo que se sostiene es el prejuicio de que el delincuente es un producto de las circunstancias. Para estos argumentadores, la libertad no existe. Según ellos, la decisión de matar o no matar no tiene que ver con la conciencia individual sino con los condicionamientos sociales. Lo curioso es que con ese razonamiento hasta el Código Penal carecería de sentido porque, como bien me lo dijera alguna vez un penalista, el Código no sanciona razas, clases sociales, grupos religiosos, sino conductas individuales. Esto quiere decir que cada uno responde por lo que hizo, ya que se supone que a pesar de los inevitables condicionamientos somos libres y debemos rendir cuentas por lo que hacemos. ¿Endurecer las penas garantiza más seguridad? No lo sé. Es más, creería que si la decisión no va acompañada de otras medidas no habrá resultados positivos. Pero no se trata de saber si se garantiza más seguridad sino si se hace justicia. Las preguntas a hacerse entonces son las siguientes: ¿un criminal debe pagar por una muerte? ¿Quién es la víctima: el asesino o el muerto? ¿Es justo que en la Argentina, donde todo está cada día más caro, lo único barato sea el crimen? La compasión, claro. Esa es la palabra clave. Compadecerse de los asesinos. ¿Y quién se compadece del padre al que le mataron el hijo? Ese dolor pareciera que no existe para los garantistas. Es más, se lo considera un factor emocional tramposo que no merece tenerse en cuenta, algo así como un sentimentalismo bobo que carece de seriedad académica y al que recurren habitualmente los derechistas enemigos del pueblo. Para estos caballeros el único dolor que vale es el del asesino. Como dijera la madre de un chico muerto en esas circunstancias: “Es muy fácil ser compasivo con el dolor ajeno”.

“Pelotudogate”

Del affaire conocido como “pelotudogate” lo único que parece quedar en claro es que todos los indicios indican de manera abrumadora que el señor Parrilli es un reverendo y orgulloso pelotudo. Más no se sabe. Hay una discusión abierta acerca de si la espían o no a la Señora. Por lo pronto, ella ya se ha presentado como una víctima de la malicia de sus tradicionales enemigos que, como se sabe, están liderados por Magnetto. No deja de ser sintomático y de alguna manera aleccionador que Cristina Elisabeth sea noticia, protagonizando episodios verbales que revelan de ella datos típicos de su personalidad y, particularmente, da cuenta del tipo de relación que los denominados líderes populistas sostienen con sus súbditos o vasallos. Al respecto, la discusión acerca de Stiuso y los carpetazos, posee un tono menor, porque lo que adquiere relevancia en este caso es su manera de vivir el poder, aunque ya no sea presidente. La Señora pertenece al linaje de los que suponen que el mundo existe para servirla a ella. El que no lo sabe, el que se atreve por torpeza o por lo que sea, desconocerla es en el más suave de los casos un pelotudo. ¿Cómo se atreve un sirviente voluntario y vocacional como Parrilli, un señor orgulloso de su condición de servil y alcahuete, preguntar “¿Quién es?” cuando Ella llama por teléfono. Los maltratos y ninguneos a sus subordinados constituyen un clásico de la Señora; es lo que mejor sabe hacer o lo que mejor le sale. Ya cuando era senadora esta chica era famosa por la ostentación de su vestuario y sus malos modales. ¿Cómo una Chirusa? Yo trataría de ser más compasivo con la heroína del tango. Alguien dirá que los maltratos de Cristina a sus súbditos son actos de su vida privada. Más allá de que resulta opinable determinar hasta dónde una presidente puede disculparse apelando a la vida privada como coartada, en la actualidad, historiadores de la vida cotidiana y el poder coinciden en señalar que esos actos dicen más de sus concepciones políticas de fondo que cualquier declaración políticamente correcta. La Señora en ese sentido resulta fiel a ella misma, fiel a su manera de concebir el poder y de vivirlo y disfrutarlo. Sus caprichosos arrebatos de mal humor, sus maltratos a colaboradores, pueden ser interpretados como la revancha, resentida y algo tardía, de la chica que en algún momento se ufanó de ser la hija de un colectivero.

¿A todos los hombres de buena voluntad?

La Argentina se forjó alrededor de la inmigración. No fue retórica la frase del prólogo de la Constitución Nacional de 1853, convocando a todos los hombres de buena voluntad. Tal vez sea algo exagerado decir que los argentinos bajamos de los barcos, pero hasta el nacionalista más entusiasta admite que para bien o para mal la inmigración fue decisiva en la configuración de la Argentina moderna. Cien o ciento cincuenta años después el tema vuelve a ponerse en discusión. Alberdi, Mitre y Sarmiento, entre otros, teorizaron acerca de convocar a los inmigrantes para desarrollar una nueva cultura del trabajo y para formar una Argentina abierta al mundo. El populismo se hizo cargo de esa consigna y, fiel a su estilo, de transformar al oro en estiércol, lo corrompió y lo degradó. En los últimos años los kirchneristas abrieron las fronteras para asegurar clientelas electorales. En el camino miraron para el otro lado y fueron cómplices del ingreso de delincuentes. ¿No a los inmigrantes entonces? Lo correcto es decir, no a los delincuentes, no a quienes lo único que aportan al país que llegan es su frondoso prontuario policial. Ni racismo, ni discriminación, ni xenofobia: Estado de Derecho y trato igualitario. El inmigrante trabajador y decente no tendría nada que temer. No es la raza o la nacionalidad lo que se sanciona sino el delito. Después están las picardías del populismo: acogerse a la consigna humanitaria para ganar clientelas electorales. La faena no sólo la hacen con los extranjeros; también en la Argentina han alentado migraciones internas con objetivos electorales. Cualquier duda, consultar, entre otros, con Gildo Insfrán.

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