El presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez aprobó un decreto en el que se prohíben piquetes y se reglamentan las manifestaciones callejeras. Quien ha tomado esta decisión es un dirigente histórico del Frente Amplio uruguayo, un hombre decente y progresista ubicado en la izquierda del espectro político.
Su iniciativa no merecería mayores comentarios, y en realidad no los merece ni en Uruguay ni en ningún país democrático, porque es lo previsible, lo legítimo y si se quiere, lo justo. Donde la decisión adquiere el tono épico de noticia es en Argentina, país en el que los piquetes y las huelgas salvajes suelen ser consideradas formas legítimas y sagradas de lucha.
Otro dato a tener en cuenta: los dirigentes sindicales argentinos y ciertos “abanderados” de la protesta social suelen ser millonarios y multimillonarios. Esta singularidad merece destacarse, porque el confort del que disfrutan estos luchadores sociales es muy superior al de sus colegas de América Latina, incluido México y el propio Estados Unidos, donde la relación sindicalismo y hampa es íntima e histórica. Y cualquier duda al respecto ver “Hoffa” y “Nido de ratas”.
Pues bien, el sindicalismo argentino y sus derivados contemporáneos están a la altura de estos ejemplos. Y en más de un caso los han superado por la sencilla razón de que el sindicalismo criollo constituido en clave fascista en los años cuarenta participa del poder político y constituye una de las corporaciones centrales del régimen de control y dominación.
Respecto de este sindicalismo vertical, corporativo, autoritario y antidemocrático, no deja de llamar la atención que las principales fuentes de sus recursos, las llaves que le permitieron disponer de millones de pesos les fueron otorgadas por regímenes militares, un detalle que atendiendo a nuestra historia a nadie debería sorprender, ya que el maridaje entre militares y sindicalistas está en los orígenes de la conformación del Estado populista.
Trabajadores pobres y sindicalistas millonarios suele ser la constante de nuestra realidad política, por lo que no es arbitrario postular que el sindicalismo en clave populista se ha transformado en estos pagos en uno de los caminos preferidos por los “compañeros” para “progresar” económicamente… eso sí… en nombre de los pobres y la patria libre justa y soberana.
Perpetuación
Por supuesto, hay matices, pero el rasgo distintivo de nuestro sindicalismo es el comportamiento corporativo, la corrupción y la identificación facciosa con un signo político. La perpetuidad en el poder de los caciques sindicales es otra de sus “virtudes”. Se atornillan en los sillones hasta el fin de los tiempos. Las habilidades incluyen disposiciones “legales” que hacen prácticamente imposible la existencia de corrientes opositoras.
En la Argentina, podemos sacarnos de encima a Menem, Kirchner o De la Rúa, pero los Barrionuevo, Moyano y Cavallieri son eternos como la envidia, la maldad, la desgracia y la mala suerte.
En los sindicatos, la democracia suele ser la gran ausente. Allí, no hay pluralismo, no hay alternancia y el único derecho del afiliado es acatar el poder y consentir que le descuenten los aportes. La estructura íntima del poder sindical es el dinero, los matones y las relaciones mafiosas con el Estado.
A los locales de los sindicatos suele asistir la pobre gente en busca de migajas, pero su platea habitual está constituida por ese lumpenaje reclutado en el hampa y las barras bravas y cuyas armas de lucha preferidas son las cachiporras, las cadenas, los bombos y las cajas de tetra brick.
El material de utilería sindical se amplía con chaquetas destinadas a uniformar a las masas, petardos y caravanas de colectivos pagados para trasladar a “los compañeros” a los actos públicos, verdaderos rituales populistas manipulados desde el poder y en donde la multitud actúa de claque regimentada y movilizada alrededor de consignas al estilo: “En defensa de la dignidad”, “No renunciemos a nuestros derechos”, “La resistencia” y otras bellezas por el estilo.
En la calle
Los métodos de reclutamientos, adhesión y traslado son compulsivos: se asiste sí o sí. Y caso contrario no se cobra el plan social, se liquidan los contratos y se suspenden los beneficios. A estos operativos miserables e impiadosos de movilización se los legitima con jergas incorporadas al folclore de la tradición nacional y popular.
En los últimos años, estos culebrones callejeros se han multiplicado. Las políticas económicas de los años “neoliberales” de Menem y “nacionales populares” de los Kirchner, reprodujeron la pobreza, la ampliaron y la transformaron en mano de obra disponible para las diferentes manipulaciones sindicales y de esos nuevos luchadores sociales al estilo D’Elía, Pérsico, “Chino” Navarro, Grabois y otra gentuza por el estilo. Personajes que también han descubierto la virtud de hacerse millonarios en nombre de los pobres.
Y ya que hablamos de los pobres, observemos otra singularidad criolla. En la Argentina, hay una relación perversa entre crecimiento de la pobreza y ampliación de la actividad sindical. Dicho con otras palabras: la supuesta lucha social, el desarrollo parasitario y confiscador de sindicatos y “organizaciones sociales” rentados con los recursos públicos no han mejorado en nada la calidad de vida de las clases populares. Por el contrario y esto es lo novedoso- pareciera que cuantos más sindicatos y más conflictividad social se generan, se empeoran las condiciones de vida de los pobres. Es más, a más millones destinados por el Estado para sostener a estas organizaciones sociales más miseria y pobreza.
Transformaciones
Puede que en los orígenes del movimiento obrero a principios del siglo XX los sindicatos hayan sido virtuosos espacios de las luchas de la clase obrera y los sectores populares. Efectivamente lo fueron y en algún nivel esa militancia social adquirió tonos épicos. Se trataba de un movimiento obrero nacido al calor de la revolución industrial e inspirado en los mejores ideales. Sindicatos en los que los trabajadores aprendían a luchar, a estudiar y a desarrollar los hábitos de la movilidad social.
El movimiento obrero aún no había sido corrompido con la consigna “alpargatas sí, libros no” y una de sus honras era la independencia de sus organizaciones de la patronales, el Estado y los partidos políticos. Exactamente a la inversa de los tiempos que corren.
Asimismo, en los últimos cien años el mundo cambió, cambiaron los paradigmas culturales y las innovaciones científicas y tecnológicas establecieron otras modalidades productivas y de asociación. Mientras el mundo ingresaba en el siglo XXI, en la Argentina los mitos, las visiones de lucha y las consecuentes perversiones se anclaban en la segunda mitad del siglo veinte con un sindicalismo corporativo, faccioso y una izquierda anacrónica fatalmente condenada a ser simultáneamente furgón de cola y víctima del populismo.
La “anomalía” argentina se manifiesta en una tradición populista degradada y reforzada por el clientelismo y las prebendas del poder. En ese contexto, se constituyó una amplia elite dominante que incluye políticos, funcionarios, gremialistas y empresarios profundamente conservadora, un conservadorismo que sostiene los privilegios del pasado, pero que en lugar de alentar la consigna del orden, alienta la conflictividad permanente, porque en ese universo simbólico se foguearon, ésos son sus mitos y, sobre todo, porque por ese camino se fortalecen y se amplían sus privilegios.
Que las sociedades del siglo XXI marchen desde la conflictividad a la colaboración es un dato de la realidad que a los burócratas sindicales criollos y los capos de las organizaciones sociales les resulta indiferente y hasta molesto. Tal vez esto explique por qué la iniciativa de Tabaré Vázquez en Uruguay suene para nuestros energúmenos locales y para esa nueva oligarquía consolidada por el populismo, como traición o algo peor.