Una Argentina que estudia y trabaja, piensa y lucha, salió a la calle. Fue un sábado. Un sábado a la tarde. Importa destacar el día, porque no es lo habitual. Quienes salieron eligieron una jornada de descanso y el horario preferido por las amplias clases medias argentinas para replegarse en sus vidas privadas.
Marcharon sin soberbia, pero sin privarse de expresar lo que pensaban. No era un paseo, pero se comportaron como si estuvieran paseando. El testimonio duró dos o tres horas. Después volvieron a sus casas, tal vez al cine o al teatro, o a una reunión con amigos. Normal. Gente normal en un país en el que esa palabra parece más una aspiración que una realidad.
Por supuesto, hubo estímulos y hasta provocaciones que alentaron la voluntad de los ciudadanos de poner límites. El acto del 24 de marzo adquirió los tonos trágicos y grotescos de «la fiesta del monstruo», con esa exhibición obscena de vulgaridad y violencia, de resentimiento y barbarie. Y con ese manifiesto deseo de destituir, de atropellar las instituciones, de convocar al odio. Así, salir a manifestarse dejó de ser un tema de opinión para adquirir la exigencia del deber.
No es la primera vez que los ciudadanos salen a la calle y no será la última. Pero es la primera vez en los últimos años que salen a la calle no como opositores, sino a respaldar un orden político amenazado y asediado, del cual este gobierno es su legítima expresión.
Ese respaldo a la democracia y a la república favorece sin duda al presidente Macri, pero al mismo tiempo lo compromete. Importa destacarlo. Las multitudes que estuvieron en la calle no fueron convocadas desde un centro de poder. Resulta innecesario decir que la manifestación tuvo obvios objetivos políticos, pero lo distintivo es que el impulso provino de la propia sociedad civil. Ese impulso, esa decisión libre de ciudadanos, constituye una de las reservas democráticas más esperanzadoras. El contraste con las convocatorias populistas, en las que el «aparato» y sus abundantes recursos son decisivos, es evidente.
Sería una exageración decir que la manifestación del sábado fue la expresión del «pueblo argentino», pero sería una torpeza desconocer que esas multitudes que eligieron ganar la calle en nombre de valores republicanos y democráticos reclamaron de algún modo la identidad de «pueblo», tal vez porque no se resignan a admitir que ese concepto tan caro a la modernidad pueda ser patrimonio exclusivo de los Baradel, las Bonafini o los Aníbal Fernández.
Una multitud en la calle sin colectivos, camiones y planes sociales marca diferencias: la diferencia entre manipulación y libertad, entre la cultura del ciudadano y las subculturas del hampa política y gremial que subvenciona y atiza resentimientos y rencores con objetivos de dominación y control político.
Las diferencias incluyen una ética y una estética. La ética del soberano dispuesto a defender sus derechos, pero a cumplir con sus deberes, y una estética que no proviene del privilegio, sino de la lucidez; una estética de la mesura, esa íntima y secreta armonía entre forma y contenido, entre expresión y silencio, entre individuo y sociedad.
«Las clases medias salieron a la calle», dijeron algunos analistas. Las clases medias. He aquí un concepto que se presenta como sociológico, pero que en boca de los populistas es un prejuicio, cuando no un señalamiento despectivo. En efecto, para el populismo, «la clase media» se identifica con conformismo y sometimiento a los poderes oligárquicos. Las izquierdas y el populismo en sus más diversas versiones compiten en este esfuerzo por transformar a las clases medias en las responsables de las desgracias y atribuirles los vicios personales y colectivos más detestables. ¿Es necesario insistir en que ese relato, además de anacrónico, resulta funcional a quienes medran con los dudosos beneficios de una Argentina pobre, atrasada e ignorante? ¿Se pusieron a pensar qué sería del país sin sus clases medias, sin su cultura de clase media? ¿Qué molesta de ella a los epígonos del populismo? ¿Su expectativa de movilidad social ascendente, la afirmación cotidiana de las libertades individuales, su rechazo a dejarse manipular por los demagogos de turno? ¿O acaso ignoran que los países más justos del planeta son precisamente los que han desarrollado con más amplitud a sus clases medias? ¿O desconocen que la aspiración de un trabajador, de un «pobre» inclusive, es precisamente ingresar a esas clases medias que el populismo detesta?
Los que el pasado sábado salieron a la calle no lo hicieron para vivar a un líder. No necesitaban que alguien los arengara porque sabían lo que querían. No hubo balcones, no hubo palcos. Tampoco discursos, porque nadie hubiera estado dispuesto a soportar esas arengas cargadas de sonidos y de furias, de consignas vacías, lugares comunes y frases huecas.
Para justificar los traslados en camiones y colectivos se dice que la clase media dispone de recursos de los que los pobres carecen. No es verdad. Cuando los pobres -si ése es el término que prefieren usar- quieren movilizarse, lo hacen sin necesidad de punteros, capangas ni caudillos. Los colectivos, camiones y demás humillaciones no están para asistirlos, sino para controlarlos y dominarlos. La imputación más seria que se les debe hacer a los caciques populistas es esa manipulación infame de las necesidades de la gente, el aprovechamiento que ejercen sobre quienes no tienen otra alternativa que someterse.
No se trata de desconocer las diferencias sociales y de clases, las privaciones y penurias de los sectores postergados en un orden social cuyos dirigente nunca deberían haber permitido estas injusticias, pero en la Argentina de hoy lo que se discute no es la existencia de esas diferencias, por otra parte visibles y dolorosas, sino la manipulación por parte de quienes se han hecho millonarios en nombre de los pobres, millonarios hoy alarmados porque sospechan que ha llegado la hora de la rendición de cuentas.
Este despliegue de ciudadanía política y coraje civil posee un valor simbólico. En todo caso es una constatación: hay otra Argentina. Y no es ni minoritaria, ni indiferente, ni insensible.
Un país justo y libre no es un país sin conflictos, pero es un país cuyas clases dirigentes están decididas a resolverlos y no a atizarlos.
Un país que aspire a ingresar en serio en el siglo XXI no ignora las diferencias, pero en todas las circunstancias privilegia el acuerdo, el entendimiento, el diálogo; en definitiva, la cultura civilizada de la convivencia.
En un país que merezca ese nombre sus habitantes no practican la gimnasia de la huelga y el piquete permanente, sino los hábitos del trabajo y el ejercicio austero de la lucidez y la inteligencia. En ese país que buscamos, las plazas no son escenarios de tumultos y tribunas de demagogos, sino espacios verdes para que correteen los niños, tomen sol los jubilados y a la caída de la tarde las parejas se prometan amor eterno.