De Natalio Botana a Donald Trump

Se dice que en 1933 Natalio Botana recorría la redacción del diario Crítica y en algún momento se acercó al escritorio de quienes estaban diseñando la tapa del diario para ese día. Adolfo Hitler acaba de ganar las elecciones en Alemania y los periodistas ensayaban diversos títulos sin ponerse de acuerdo. Botana apoyó la pipa en el escritorio, miró los diferentes títulos, tiró las hojas a un costado como dando a entender que ninguno de esos títulos lo satisfacía, tomó una lapicera y escribió en una hoja en blanco las siguientes palabras: “Un loco acaba de ganar las elecciones en Alemania. Peligra la paz del mundo”. No dijo nada más; no retó ni felicitó a nadie. Recogió su pipa y se retiró a su despacho, seguramente a leer o tal vez a iniciar una de las habituales partidas de póker de hacha y tiza que se armaban a la caída de la tarde y a veces duraban hasta pasada la medianoche.

No cuento esta anécdota porque sí. Atendiendo a lo que está pasando con el señor Donald Trump estaría tentado a escribir el mismo título. Imagino las objeciones que además las comparto: comparar a Hitler con Trump es un error histórico, político y hasta estilístico. Sin embargo, la tentación se mantiene: “Un loco acaba de ganar las elecciones…”. Botana no dice un “nazi”, dice un “loco”. ¿Qué significa un “loco”? ¿Qué significa políticamente hablando? Sin incursionar en diagnósticos clínicos, está claro que para el sentido común de la gente, es decir para los lectores de un diario que en 1933 tiraba cerca de un millón de ejemplares, un “loco” es alguien irresponsable e imprevisible. Podríamos agregar, alguien que se resiste a admitir la complejidad de lo real, alguien que cede a la tentación de simplificar brutalmente la realidad, tarea que políticamente se puede hacer “puenteando” o, sencillamente, negando las instituciones de control.

Desde esa perspectiva, estimo que efectivamente el título de Botana podemos extenderlo a Trump: “Un ‘loco’ ganó las elecciones en EE.UU.”. Y, sobre todo, la consecuencia de ese título: “Peligra la paz del mundo”. Alguien dirá que la paz del mundo ya está en peligro. Lo mismo podría haberse dicho en 1933; pero lo que distingue a un jefe de Estado responsable de un irresponsable no es el reconocimiento de ciertas obviedades, sino las decisiones que se toman al respecto. ¿La paz o la guerra? Esa es la pregunta de fondo a responder. ¿Se brega por la paz o se alienta la guerra? Puede haber matices y variaciones a este dilema de fondo, pero en lo fundamental un jefe de Estado debe dar respuesta a este interrogante básico y actuar en consecuencia.

En 1962, el mundo estuvo al borde del abismo como consecuencia de lo que se conoció como la “Crisis del Caribe”. Halcones y palomas, responsables e irresponsables, sensatos y “loquitos” se expresaron en un bando y en otro y dijeron lo suyo. Para bien de todos, John Kennedy no escuchó a sus generales guerreristas y Nikita Kruschev no le llevó el apunte a sus propios lobos y, mucho menos, a las bravuconadas de Fidel Castro, convencido de que la suerte de la humanidad podía jugarse en una trágica puesta en escena que lo incluyera a él como principal actor.

¿Qué hubiera hecho Trump en 1962? Esta pregunta es de imposible respuesta académica; pero el común de los mortales podemos tomarnos la licencia de imaginar. ¿O es tan descabellado, tan temerario, sostener que si Trump hubiera estado en el lugar de Kennedy la paz del mundo habría estado en riesgo? Alguna vez André Malraux sostuvo: “En política, además de las ideologías y los intereses históricos, hay que tener presente los temperamentos”. Sabía de lo que hablaba.

Dejemos las especulaciones y los juegos contrafácticos y marchemos hacia la actualidad. Trump llegó a la Casa Blanca hace tres o cuatro meses. En algo más de cien días el hombre no se privó de nada. Problemas con México, problemas con la comunidad musulmana, problemas en Siria, problemas en Yemen, problemas en Corea del Norte, problemas en Afganistán, problemas en Somalia. ¿No les parece demasiado?

Sinceramente, hacía mucho que no observaba cómo en tan poco tiempo un mandatario abría tantos frentes de conflictos. A lo sucedido habría que sumarle los conflictos con Rusia y China, las disidencias con Europa y la decisión de subestimar, desconocer o “puentear” las instituciones internacionales, la mayoría de ellas creadas en su momento a instancias de EE.UU.

Este decisionismo de Trump, estas iniciativas tendientes a liquidar en el tiempo más breve posible a enemigos, incluye una contradicción flagrante: las consecuencias de sus actos en lugar de liquidar a esos enemigos los fortalecen y en algunos casos los legitiman. El extremismo, la irascibilidad como solución política no sólo es moralmente cuestionable, sino que además es ineficaz.

Lo más interesante de todo, tal vez lo más inquietante y patético, es que Trump hizo su campaña electoral prometiendo que EE.UU. se retiraría de los escenarios internacionales para privilegiar su situación interna. Su consigna para diferenciarse de los demócratas fue que el país renunciaría a la pretensión de arreglar el mundo para arreglar los problemas fronteras adentro. Pues bien, las bombas arrojadas en Yemen, Siria y Afganistán están en abierta contradicción con esas promesas. Trump peca por lo mismo que reprochó a los políticos tradicionales: prometer una cosa y después hacer otra. Con un agravante: su “traición” a las promesas las realiza sin anestesia y a su manera: brutal y simplificador, una actitud tan “desorbitada” que hasta los viejos halcones republicanos están sorprendidos, cuando no inquietos.

En lo personal, lo sucedido no me asombra. El Trump de la campaña electoral no me resulta muy diferente a este otro que se erige más que en el sheriff del mundo en el matón del mundo. El personaje colérico y prepotente que amenazaba a Hillary Clinton con la cárcel, intimidaba a periodistas, ofendía a mujeres, prometía levantar muros y expulsar extranjeros, no es muy diferente al que sale al mundo a repartir palos y bombas.

Para bien o para mal, EE.UU. es el “Imperio”. Kipling consideraba -en este caso con Inglaterra- que ese rol incluía en primer lugar la responsabilidad. El Imperio podía ser un privilegio, un beneficio, pero al mismo tiempo era una responsabilidad, una responsabilidad por el destino de los hombres.

Esta consideración y estos escrúpulos no están presentes en Trump. Y es por eso que estamos en problemas. La principal potencia del mundo gobernada por un irresponsable político. ¿Irresponsable? Por supuesto. Y lo es por sus contradicciones, su imprevisibilidad y su rechazo a aceptar los límites que ponen las instituciones internacionales y, sobre todo, los usos y hábitos que se fueron consolidando en las últimas décadas.

No se trata de pensar que el mundo es un lugar inocente y limpio, sino de saber qué se hace en un mundo donde hay intereses, ideologías y pasiones, un mundo que se define por su complejidad y exige de sus jefes de Estado comprensión, equilibrio, moderación. Precisamente, uno de los logros culturales de la humanidad fue admitir que la paz es preferible a la guerra. La guerra nunca está descartada; pero lo que diferencia a un estadista de un aventurero, es que para el estadista la guerra en el peor de los casos es la última instancia, mientras que para el aventurero es la primera.

Con Trump no sé si el mundo se dirige hacia la tragedia, pero está claro que hay buenos motivos para estar preocupados.

A un loquito en una republiqueta bananera podemos soportarlo. Algo parecido se hace muy difícil de digerir cuando se trata de una gran potencia. La pregunta a hacerse en este caso es si el Estado norteamericano, sus instituciones y sus partidos pondrán límites a un presidente cuyas tendencias decisionistas son más que manifiestas.

Voces críticas y movilizaciones se han hecho oír, pero habrá que ver si con eso alcanza. Un presidente en una república imperial es un hombre con una inmensa cuota de poder y una singular capacidad de decisión para movilizar a sus seguidores y condenar a la impotencia a sus críticos.

por Rogelio Alaniz

ralaniz@ellitoral.com

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