En octubre se votará por un país corrupto u otro decente

Sería deseable que en las próximas elecciones la corrupción estuviera en el banquillo de los acusados. Sería deseable para la Argentina, para nuestras instituciones, para la sociedad y muy en particular para los más débiles, los más vulnerables, los que suelen ser las víctimas preferidas de esta repudiable y extendida práctica política.

Es verdad, la página comenzó a darse vuelta hace un año y medio, pero el fétido aliento del pasado aún nos impregna. Un pasado que pretende retornar con sus codicias, sus pulsiones, sus resentimientos y sus revanchas. Un pasado indigno, injusto, un pasado que las únicas pasiones que fue capaz de inspirar fueron las de la adulación, la idolatría y el servilismo.

Con el tema de la corrupción los comportamientos de la sociedad suelen ser paradójicos: por un lado, la condena más severa, y por el otro, la condescendencia más culposa; por un lado, la indignación, y por el otro, la indiferencia, cuando no la complicidad. Es como si la decencia entrara en colisión con la viveza criolla; la virtud, con el cinismo; el honor, con el vicio.

Es raro lo que nos pasa. A la Señora, ¿la criticamos por lo que hizo o, por el contrario, la admiramos por lo mismo? Según algunas mediciones, a quienes la votan y la adoran no les importan sus causas, sus procesos, ni siquiera su posible condena. ¿Una pasión religiosa, ciega, fanática? ¿O un secreto reconocimiento a quien hizo lo mismo que les gustaría hacer a ellos si estuvieran en su lugar? Difícil deslindarlo. Pero en el estercolero de las pasiones primarias todo es posible.

Conviene saber, de todos modos, que si existen sistemas políticos corruptos es porque hay sociedades que los consienten. Exigencias altivas de la democracia: somos responsables del gobierno que elegimos y esa responsabilidad empieza con el voto, pero no concluye allí.

Foto: LA NACION

En diciembre de 2015 la página no se dio vuelta del todo, pero empezó a darse vuelta. Se trata de continuar en la misma dirección. Pues bien, en los comicios de octubre existe la posibilidad de continuar resolviendo en términos prácticos esta contradicción. ¿Una Argentina corrupta o un Argentina decente? ¿Políticos dignos o aprendices de mafiosos? La palabra la tenemos nosotros. Como suele ocurrir en política, las opciones nunca se dan en blanco o en negro, pero, con los matices, luces y sombras del caso, es posible distinguir las tendencias en una u otra dirección.

En cualquiera de las situaciones, lo que no se debe perder de vista es que los argentinos nos encontramos ante la exigencia de terminar con la corrupción antes de que la corrupción termine con nosotros. No es casualidad que la corrupción ocupe nuestra atención. Es lo que nos ha dominado en los últimos doce años. Tal vez, veinte. Diversos hombres, diversos relatos, pero el mismo signo político y la misma pulsión de enriquecerse desde el poder. El balance es desolador. A la vuelta del camino, la Argentina es más pobre, más injusta, más atrasada.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que estuvimos ubicados entre los primeros países del mundo; hoy estamos exactamente a la inversa. Hubo un tiempo en que pudimos aspirar a compararnos con Finlandia o Suecia; hoy estamos compitiendo con Angola y Venezuela.

El derrumbe fue lento, pero en algún punto se aceleró. Resistencias a este retroceso hubo siempre. El festín de los corruptos es desagradable como para contemplarlo en silencio y el olor es demasiado nauseabundo como para mirar para otro lado. Nuevos partidos políticos y nuevos liderazgos se constituyeron desde 1990 hasta la fecha para combatir el saqueo, para denunciar el enriquecimiento de políticos, empresarios y sindicalistas. Es raro. Se ganan elecciones y se constituyen liderazgos denunciando la corrupción, pero las mediciones nos dicen que en los últimos años la Argentina es más corrupta. Lo es arriba y lo es abajo. Cada uno con sus responsabilidades y sus culpas. Pero en esta ligera evaluación no se puede desconocer que la clase dirigente no puede hacerse la distraída. «Si acariciáis los violines con los arcos del Estado, ¿qué otra cosa podéis esperar que los de abajo bailen?», escribió un pensador alemán nacido en Tréveris.

Enriquecerse, de eso se trata. Valerse de los recursos públicos para llenarse los bolsillos. Transformar la causa pública en negocio privado. Robar, robar y después seguir robando. Se roba, pero para la corona, dijo un destacado dirigente peronista de aquellos años. Olvidó decir que robaban para la corona para luego seguir robando para ellos.

El menemismo fue el primer paso, el sistema corrupto en su versión artesanal, en sus pulsiones más primarias. Durante diez años los escándalos de corrupción florecieron al ritmo de uno por mes. Después llegó el kirchnerismo, su etapa superior, su modelo más elaborado, la puesta en escena del crimen perfecto.

Contra lo que suponen los relativistas y los resignados, la corrupción política va más allá de una anécdota o una malsana pasión individual. Es un sistema, un régimen, una red. No hay corrupto individual, hay un orden corrupto. No es un partido, no es una asociación, es una banda. No son populistas, conservadores, liberales o socialistas: son bandidos. Ni ética de la responsabilidad ni ética de las convicciones. Sus códigos se escriben en clave mafiosa. Y sus actos están más cerca de las páginas policiales que de las páginas políticas. Porque, bueno es saberlo, la corrupción empobrece, la corrupción enferma y la corrupción mata.

Cleptocracia llamaron los griegos al gobierno de ladrones. Modelo de acumulación fundado en el saqueo de los recursos públicos, dijeron otros. Conclusión: todo lo corrompieron. Notable y asombroso. Ni las instituciones de derechos humanos se salvaron de la arremetida.

Es que la corrupción degrada lo que toca: instituciones, hombres, ideales, honras. Es como un incendio. O como una peste. Una peste que contagia, ahoga, contamina. Envilece la política, destruye los partidos, corrompe el corazón de los hombres y deshonra a una nación. Una peste. Y como escribió Camus: «…. Puede uno esforzarse en no verla; puede uno taparse los ojos, pero la evidencia tiene siempre una fuerza terrible». ¿No es cosa nuestra? ¿No tenemos nada que ver? Lo siento por nosotros, pero no hay coartadas.

La corrupción no es una fatalidad o una desgracia, es una decisión. No es algo espontáneo. Un régimen corrupto se construye. Por el peor de los caminos, pero se construye. Se planifica y se organiza. La corrupción necesita de su contracara, la impunidad. Y para que la impunidad funcione se impone un orden político concentrado, sin límites, sin controles, fundado en el principio del «vamos por todo». Y un jefe. O una jefa. Endiosada y eterna.

No nos merecemos ese destino. La Argentina no se lo merece. Un país con problemas, con errores, pero es el país que amamos. Esa Argentina que no es de un dirigente, de un líder o de un caudillo. Es de todos. Ese país merece encontrarse consigo mismo. Ese paisaje asolado por la rapiña y el saqueo es la grieta real que debemos superar. Más allá de la gramática y la retórica, tengamos presente que en la Argentina de 2017, al menos por ahora, la palabra «corrupción» se escribe con K. Todo lo demás es relato.

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