Se la recuerda como “La masacre de Ezeiza”. Ocurrió el 20 de junio de 1973. Es probable que el paso de los años le haya restado dramaticidad al acontecimiento, algo así como una pesadilla que los argentinos nos proponemos olvidar o reducir a una imagen borrosa, desteñida, apenas un destello que con impasible languidez relampaguea en el pasado.
Muchas cosas han cambiado desde entonces. Los principales protagonistas están muertos y los sobrevivientes confundidos en el anonimato o con pocos deseos de hablar de un tema que huele a tragedia. Por una razón o por otra, el 20 de junio de 1973 sigue siendo para muchos, y en particular para los peronistas, una fecha incómoda, un lugar que sería preferible sepultar en el olvido junto con Osinde, Lastiri, López Rega, Isabel, Montoneros, las Tres A y todas las delicias con las que el peronismo nos agasajó en aquellos años.
A riesgo de opinar con el diario del lunes, podría decirse que lo que sucedido era inevitable. Deliberados o no, los hechos se fueron encadenando hacia un desenlace trágico y de alguna manera previsible. Entre los jóvenes peronistas que marchaban por el autopista Ricchieri proclamando la patria socialista y los seguidores de Osinde, Norma Kennedy y Brito Lima -que se hallaban agazapados en las inmediaciones del palco y se habían instalado en Ezeiza donde levantaron algo así como una suite cinco estrellas para torturar a los “infiltrados”-, existía un abismo político imposible de zanjar en términos democráticos, entre otras cosas porque por diferentes motivos, ni los unos ni los otros, creían en semejantes patrañas liberales.
Y sin embargo todos -o la mayoría- asistieron a la cita como quien va a una fiesta. Los cronistas relatan las ilusiones y esperanzas que movilizaban a esa inmensa multitud convocada desde los lugares más remotos para recibir al líder. El acontecimiento tenía algo de mágico e irreal. Perón encarnaba las expectativas más diversas y contradictorias, pero su retorno significaba -en términos míticos- el regreso a un tiempo de felicidad clausurado violentamente en 1955. En efecto, para la fantasía de “la masa”, el retorno del líder hacía realidad una consigna que habían escrito con tiza y carbón en todas las paredes del país y que entonaron con emoción devota hasta enronquecer sus gargantas.
La realidad sobre el mito
El mito posee la virtud de disolver las diferencias y los matices, pero el problema es que la realidad se obstina por emerger con sus propias exigencias. Cada uno de los peronistas que asistieron a Ezeiza creyó en la inhumana esperanza de aferrar para siempre sus propias fantasías, pero el tableteo de las ametralladoras, el silbido de las balas, las vibraciones de las picanas tiñeron de sangre, dolor y muerte el esperanzado sueño colectivo que un Leonardo Fabio desbordado y atónito se esforzaba por animar, sin saber que la realidad suele ser siempre más dolorosa que el cine.
¿La historia podría haber sido diferente? Para que los sucesos se expresaran de otra manera, Perón y el peronismo deberían haber sido distintos. Por el contrario, cada uno se esforzó por ser consecuente con sus certezas y obsesiones, por lo que a la caída del telón la tragedia ya estaba presente con sus tonos más macabros
Se dijo que la juventud peronista estaba infiltrada por marxistas, que simpatizaban con Cuba, con China y que deseaban suprimir la propiedad privada. Es posible que así haya sido. Por lo menos sus consignas se expresaban en esa dirección. ¿Pero acaso no era el propio Perón el que les había hablado de las bondades del socialismo nacional? ¿No era Perón el que les escribía tiernas cartitas ponderando al Che Guevara? ¿No fue Perón el teorizador de la guerra revolucionaria y el que les confesó que si fuera más joven no hubiera vacilado en hacerse guerrillero? Es verdad, responden los peronistas ortodoxos, pero eso debía ser entendido en el contexto de una estrategia global, en el marco de una “genialidad táctica” del astuto e infalible conductor. Por otras parte, agregaban con rigurosa precisión histórica, Perón nunca fue comunista y si algún mérito se le debía reconocer fue precisamente el de haber impedido que Argentina sea sometida por los seguidores del sucio trapo rojo.
¿Estaban equivocados los ortodoxos? Desde el punto de vista de la cultura peronista y del pensamiento íntimo de Perón, creería que no. Admiradores del Duce, Primo de Rivera, Franco, Stroessner y Somoza, el peronismo estaba en las antípodas del imaginario de la patria socialista, al punto que no faltó quien sostuviera que el 20 de junio en Ezeiza fue el equivalente a “La noche de los cuchillos largos”, la faena realizada por Hitler para ajustar cuentas con los “Montoneros” de Rohm, el líder de las SA que se le ocurrió exigirle a Hitler que hiciera realidad las promesas del nacional socialismo y ajustara cuentas con la aristocracia militar.
¿Quién tenía razón en este sórdido debate entre peronistas? No lo sé. Lo que me consta es que, como se dice en estos casos, peronistas eran todos. Los ortodoxos y los Montoneros. Y en todo caso el problema teórico a resolver es por qué una fuerza política puede incluir antagonismos absolutos; por qué militan en la misma fuerza víctimas y victimarios, torturados y torturadores, fascistas de derecha y fascistas de izquierda.
La Jotapé
Respecto de la juventud, los más piadoso que se puede decir es que su error fue haber creído al pie de la letra en la retórica del viejo camandulero y tramposo. Porque – bueno es recordarlo- los muchachos estaban advertidos de que los estaban cuenteando. Sabían con quién estaban lidiando, pero peronistas al fin, suponían que al Viejo lo iban a pasar para el cuarto. ¿Tan así? Por supuesto. Ellos eran los mas vivos de todos, de lo que se deduce que en realidad no hubo diferencias entre jóvenes idealistas y un político cuentero. En todo caso la imagen que mejor expresa este juego es el de una mesa de tahúres apostando con cartas y pagando con monedas falsificadas. ¿Quien ganó? No lo sé. Creo que perdieron todos. Pero la primer derrotada en esta partida fue la Argentina.
Aún recuerdo las asambleas estudiantiles de entonces, cuando quienes no éramos peronistas le observábamos a la Jotapé -acompañados de un coro de insultos y silbatinas- que marchaban con redobles de bombos y cánticos festivos a su propia muerte. Y que el mismo señor que cuando los necesitó los calificó de juventud maravillosa, luego no vacilaría en considerarlos imberbes e imbéciles.
¿Quiénes fueron entonces los responsables de lo sucedido? Los fascistas de Osinde, dijeron los muchachos de la Tendencia; los troskistas de Montoneros, responderán los futuros creadores de las Tres A. Imposible decidir de qué lado está la razón, si es que ésta realmente a alguien le hubiera importado.
Sin rendición de cuentas
Lo que sí corresponde preguntarse sobre la responsabilidad de Perón. Llama la atención el esfuerzo de “fachos” y “zurdos” por liberarlo de toda responsabilidad. Por lo pronto, en el discurso pronunciado por el líder al día siguiente no hay ninguna alusión a la masacre, aunque en las frases vibren veladas amenazas contra los “infiltrados”.
Sería una simplificación decir que que lo ocurrido en Ezeiza fue planificado por el “Comando de Puerta de Hierro”, pero no es arbitrario sostener en principio que Perón liberó fuerzas que luego lo excedieron. Convocar a Dios y al Diablo “en la tierra del sol”, puede ser una operación política ingeniosa a condición de no tener que luego rendir cuentas. Toda contradicción en algún momento suele encontrar la síntesis que la salda. Ezeiza fue la resolución exasperada, morbosa y siniestra de una realidad cuyas premisas conducían fatalmente hacia esa cita con la muerte.
Cuentan los testigos que al caer la tarde los rojos resplandores del sol iluminaban un escenario devastado por la desolación, un páramo de sombras implorantes desplazándose lentamente en una geografía poblada de espectros derrotados y sufrientes. Alienados por el mito y sometida la razón a la euforia de los deseos absolutos, la multitud deambulaba dispersa y extraviada intentando reconstruir entre la atonía y el dolor, el cansancio y la pena, los fragmentos dispersos y quebrados de una ilusión. Las desgracias que se avecinaban en el futuro les demostrarían luego que ese itinerario recién se iniciaba.