Ola de frío. Quejas de muchos pero satisfacción íntima de los aficionados a la mesa de café. Es que no hay vuelta que darle: el café es cosa del invierno, de los países con clima frío, de la charla protegida por el fuego de algún hogar, del pocillo de café bien caliente. Por supuesto que una mesa de café que merezca ese nombre está por encima de las estaciones climáticas, pero a la hora de ser históricamente preciso convengamos que el invierno y el frío son su momento más pleno. Tomar café con los amigos y mirar pasar a la gente abrigada hasta los ojos, o ver caer la lluvia o contemplar la garúa es un placer que sólo los iniciados en estos ejercicios espirituales sabemos apreciar en su trascendente dimensión.
Marcial se cruza de piernas, aparta la taza de té y se coloca en posición de dictar cátedra.
—La historia argentina está marcada por las mesas de café -dictamina- una verdad que los historiadores no se animan a admitir para no alentar pasiones supuestamente reñidas con la moral y las buenas costumbres.
—Habría que escuchar la opinión de los historiadores -observa Abel.
—No sé si la tienen -responde Marcial-, y para el tema que nos ocupa ni falta que hace.
—Convengamos que así como la mesa de café dispone de su propia poética y de sus aguerridos defensores -apunta José- también ha sido castigada por las almas puras, laicas y religiosas.
—Y no es para menos -digo- términos como “Charlatán de café”, “Socialista de café”, “Vago de café” son algunas de las imputaciones que ha recibido nuestra honorable institución.
—Sin embargo -dice Marcial- guste o no, la mesa de café exhibe una trayectoria histórica que no se puede desconocer.
Marcial acerca la silla y habla como si estuviera haciendo una confidencia que sólo pocos pueden compartir: —La Revolución de Mayo se forjó en los cafetines ubicados alrededor de la plaza y en las cercanías del puerto. Allí se discutió y se conspiró. Los principales jefes revolucionarios, no todos, eran asistentes diarios en esos cafetines.
—Me parece que estás exagerando.
—Nada… o casi nada…
—¿Y se puede saber de dónde sacaste esa información? -pregunta José.
—A un peronista -responde Marcial- siempre es necesario recordarle que un periodista tiene derecho a mantener en secreto sus fuentes.
—Pero vos no sos periodista.
—Como si lo fuera…
—No es por darle la razón a Marcial -apunto- pero de la Asamblea del año XIII se sabe que lo más importante se conversó en las mesas de café porque a las sesiones públicas se iba con las propuestas armadas hasta en los detalles.
—Si no leí mal -señala Abel- los cronistas de ese tiempo sabían muy bien que la mejor información era la que se obtenía en las mesas de los cafetines cercanos a la Recova.
—La deben de haber pasado lindo -ironiza José- pero a los porteños se les acabó la joda cuando llegaron las montoneras federales de López y Ramírez.
—¿López es el mismo -pregunta Marcial sin poder disimular la mala leche- que después degolló a Ramírez? ¿Y Ramírez y López son los mismos que después de cobrar su recompensa pagada por Rosas, no tuvieron contemplaciones en cagarlo a Artigas?
—Vos como siempre simplificando la historia a tu favor. Te guste o no, las montoneras federales lucharon contra las autoridades gorilas del Directorio.
—¿Ya había gorilas en esa época? -pregunta Abel.
—Siempre hubo gorilas en la historia argentina -responde José- gorilas fueron los Borbones que trajeron el veneno del despotismo ilustrado.
—Lo que les molesta a ustedes no es el despotismo, es la Ilustración.
—El colonialismo liberal de los Borbones -responde José.
—Sí, claro, -dice Marcial- los buenitos eran los Austrias, la encarnación de tu bendito ser nacional.
—Yo no sé cómo fue la cosa -digo- pero eso de acusar a los Borbones de liberales me parece un disparate de los revisionistas.
—¿Y se puede saber por qué?
—Preguntale a los Borbones cómo les fue en Francia en 1789 con los liberales -respondo.
—Volvamos a las montoneras de 1820. Al momento en que José dijo que peleaban contra las autoridades gorilas del Directorio…
—Seguramente José se refiere a esas montoneras entre las cuales cabalgaba precisamente el señorito Carlos María de Alvear, la encarnación más negativa de ese Directorio que critica tanto.
—Discusiones al margen -digo- es verdad que muchos porteños se asustaron cuando llegaron esas montoneras, pero los únicos que contemplaron el espectáculo con una mirada de curiosidad y una sonrisa comprensiva fueron los muchachos que nunca dejaron de faltar a la cita en el café. Ellos fueron los cronistas de ese aluvión que cayó sobre Buenos Aires y ellos escribieron acerca de los potros salvajes atados en los palenques de la plaza.
—Del gorila de Rivadavia -dice José- se sabe que sus enemigos más tenaces fueron los clientes de los cafetines. Allí se instalaban a quienes Halperín Donghi calificó como periodistas famélicos, personajes talentosos e implacables que se hacían un picnic con un Rivadavia asustado, ceremonioso y formal.
—De esos años -agrego- nace el periodismo con humor, la estrofa picaresca, la rima política intencionada, todos entretenimientos promovidos en el clima de la mesa de café.
—Lo que cuentan puede que sea cierto -admite Marcial- pero por si esto fuera poco, el principal movimiento intelectual literario y político del siglo XIX se originó en un café. Me refiero al Café Literario organizado por los muchachos de la denominada Generación del 37. Echeverría, Sastre, Vicente Fidel López, el Alberdi bohemio compositor de valses, los señores Sastre y Gutiérrez… todos eran asistentes puntuales de las mesas de café.
—Echeverría sin ir más lejos -digo- enriqueció su cultura de café en París, donde vivió unos cuantos años y disfrutó como nadie de la bohemia poética de su tiempo.
—De esa generación educada en el café -apunta Abel- conviene decir que salieron presidentes de la talla de Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento; intelectuales como Alberdi y Gutiérrez, mártires como Avellaneda y Varela.
—La oposición al tirano Juan Manuel de Rosas -agrega Marcial- se hizo hasta el último día en los cafetines. Los exilios en Montevideo y Santiago de Chile, no se pueden imaginar sin la presencia de esta venerable institución conocida con el nombre de mesa de café.
—Rosas sabía que los cafetines eran un nido de salvajes unitarios -digo- pero el hombre que se animaba a todo no se animaba a clausurarlos.
—Tal vez porque no era tan tirano como dicen -observa José.
—Se puede discutir si fue o no un tirano -admite Marcial- lo que está fuera de discusión es que fue un psicópata.
—¿Y qué fue de los cafetines después de Caseros?
—Siguieron creciendo y marcando los ritmos políticos, culturales y sociales de su tiempo.
—Es verdad -dice Marcial- aunque habría que señalar que para esos años a su reinado debieron compartirlo con su primo hermano rico.
—¿A quién te referís? -pregunta Abel.
—Al club social por supuesto, nuestro venerable primo hermano.
—No comparto -concluye José.