José Gobello murió a los noventa y cuatro años de edad y quienes lo conocieron, aseguran que mantuvo su lucidez hasta el último día, e incluso hasta poco tiempo antes de que lo internaran en el sanatorio, solía darse una vuelta por la sede de la Academia Porteña de Lunfardo, su gran creación institucional junto con personajes queribles como León Benarós, Luis Soler Cañas y el gran Anselmo Aieta.
El nombre de Gobello se relaciona con justicia con el lunfardo a cuyo estudio y divulgación le dedicó su vida y una abundante edición de libros de calidad despareja, aunque en su conjunto expresan todo lo que merece saberse sobre el tema.
Ni sus libros ni sus aportes a la cultura popular alcanzan para eludir las críticas de quienes le reprochan con justificados motivos su apoyo a la última dictadura militar y su pública y exhibida amistad con el general Videla. Gobello no sólo saludó al golpe de Estado de 1976, sino que, además, en su momento se preocupó por publicar solicitadas de adhesión a las fuerzas armadas y al propio Martínez de Hoz, a quien calificó como el mejor ministro de Economía de todos los tiempos.
El hombre nunca se arrepintió de sus simpatías con los militares “procesistas”, aunque muchos años después acusó a Massera de ladrón y, para justificar el terrorismo de Estado dijo, como si estuviera haciendo una enorme concesión moral que “los militares vinieron a poner orden, pero se les fue la mano”.
Es muy probable que en el futuro Gobello sea más recordado por sus aportes a la cultura del lunfardo que por sus opiniones políticas, pero más allá de su controvertido itinerario político e ideológico -diputado peronista en 1951, conservador y católico- su apoyo a la dictadura le hizo un flaco favor al lunfardo, en tanto convalidó entre las nuevas generaciones el juicio -o el prejuicio- de que la nostalgia por el lunfardo y la adhesión a las causas más reaccionarias suelen ser la misma cosa. Se podrá decir que las ideas políticas de Jorge Luis Borges eran igualmente reaccionarias, una afirmación que puede compartirse, siempre y cuando se deje en claro el “detalle” más que evidente que Gobello está muy lejos de disponer del genio creador de Borges.
Según Gobello, el lunfardo es “un repertorio de palabras dichas de otra manera”. Una definición no muy diferente de la que sostiene que es una conversación entre dos para que no se entere un tercero o, un vocabulario gremial como cualquier otro, como afirma Borges que siempre estuvo interesado por los alcances y los límites de ese lenguaje, como se puede apreciar en algunos de sus poemas y cuentos.
Palabras más, palabras menos, hay un amplio consenso en aceptar su origen delictivo, el recurso verbal empleado por ladrones para comunicarse entre ellos con palabras que el policía, el soplón o el gil, en principio no estarían en condiciones de entender. En la actualidad esta explicación se admite, siempre y cuando se reconozca que la constitución del lenguaje -incluido el lunfardo- es un proceso mucho más amplio, un proceso que va mucho más allá del recurso delictivo. En efecto, la creación de nuevos giros, de palabras no reconocidas oficialmente -o a las que se le asigna otro significado que el convencional- está presente en la dinámica misma de la sociedad.
Aceptemos, de todos modos, que el lunfardo, tal como se lo acepta en la actualidad, alude al tradicional repertorio de palabras de las barriadas de las grandes ciudades, a un lenguaje nacido en el contexto de la inmigración europea y el universo de las orillas, en los suburbios de las grandes ciudades, en el arrabal y el conventillo donde se fusionan razas, creencias y palabras. Sistematizarlas y ordenarlas, organizar a su alrededor una realidad pintoresca en algunos casos, trágica en otros, fue la tarea de Gobello y de quienes lo acompañaron en la creación de la Academia Porteña del Lunfardo.
Después está la relación del tango con el lunfardo, una relación rica, creativa, aunque en más de un caso arruinada por el abuso pintoresco o los recursos sensibleros y cursis. Los poemas tangueros inevitablemente recurrían al lunfardo y en sus mejores expresiones sus poetas lo hacían con naturalidad, de manera no deliberada, manteniendo con él una relación sobria, medida que, como la experiencia lo enseña, es la mejor manera de hacer buena literatura. Es que como dijera en su momento Roberto Arlt con indisimulada ironía: “Nací en un suburbio y no tuve tiempo de estudiar lunfardo”.
Un clásico del lunfardo usado con mesura poética es el tango de Marino, “El ciruja”, en la medida en que cada uno de sus versos es una antología de buen gusto y precisión narrativa. Menciono al pasar “Campaneando un cacho e sol en la vedera” o “Era un mosaico ligero que yugaba de quemera, hija de una curandera, mechera de profesión, pero vivía engrupida de un cafiolo vidalita, que le pasaba la guita que le achacaba al matón”.
Con los poetas llamados lunfardos la producción, como en cualquier género, es despareja. En general predomina lo pintoresco y las situaciones humorísticas, pero incluso en estos casos hay algunos logros en materia de riqueza verbal que merecen destacarse. Valga como ejemplo el poema de José Pagano interpretado por Edmundo Rivero, “Las diez de última”: “Excursioné entre los chogas, por zucas y tabuletes, de grilos y de culata la laburé bien piolín, hice bolsa con la tela engrilada en el pebete, y hasta solfié la sotana que tiene camisulín”.
“Las diez de última” debe ser el poema lunfardo más cerrado, el poema que el lector actual sólo lo puede entender con un diccionario de lunfardo en la mano: “Le tiré el roca al cuerito más debute y cotizado, el toco mocho fue mío como el cambiazo ensombrao, apelé como yo quise una vez que me vi apurado, sin precisar lavandera porque estoy bien preparao”. Cada palabra, cada frase alude a un código secreto, a una relación particular, a un sobreentendido entre iniciados, pero el mérito decisivo de este poema es su musicalidad, su ritmo, su definitiva cadencia tanguera, ese talento para dar con un tono de voz, con una resignada sabiduría.
Carlos de la Púa, el célebre Malevo Muñoz, escribió un solo libro al que tituló “La crencha engrasada”, para muchos la Biblia de la poesía lunfarda, el libro que reúne los más grandes logros del género y que, no por casualidad está dedicado a Nicolás Olivari y Jorge Luis Borges, “mis rivales en el amor a Buenos Aires”. A “La crencha engrasada” hay que leerlo y disfrutarlo, allí están los oficios, del bajo fondo, las putas, los cafisos, los tangos y el amor, un tema que en algunos casos el Malevo lo trata con una inusual delicadeza: “Muchachita buena que engrupí e pendejo, mujercita gaucha que nunca falló, la que tenía en sus ojos un dejo de esa tristeza que hoy tengo yo”.
Dante Linyera merece un capítulo aparte, pero para estimular la lectura de este poeta que, fiel a su estilo de vida murió muy joven, recordemos una de sus frases célebres: “El laburo, ese viejo cafiolo de la existencia”. O Enrique Otero Pizarro y sus poemas bíblicos: “Hay tres cruces y tres crucificados, en las más alta, al diome, el Nazareno, en la de un güin lloraba el chorro bueno mangándole el perdón de sus pecados”. El poema relata luego el momento en que el “chorro malo” lo insulta a Jesús porque dice que es el hijo de Dios, pero no los salva de la muerte. “Jesús ni se mosqueó, minga de bola, y le dijo al chorro bueno: estate piola que hoy zarparás conmigo al Paraíso”.