Se llama Raquel Lull. Es o fue profesora de Ripoll, la localidad ubicada a pocos kilómetros de Barcelona y que en estos días adquirió una inusitada “fama” porque de allí salieron los principales terroristas islámicos que masacraron a civiles en Las Ramblas de Barcelona.
Lull escribió una carta por Facebook que reprodujo el diario catalán La Vanguardia. La profesora manifiesta en el texto su inmenso dolor por lo ocurrido. El dolor en principio no proviene por los muertos de Las Ramblas -quiero suponer que también esas muertes la habrán afectado- sino por la muerte de sus chicos, se refiere a los terroristas, que fueron alumnos suyos. “Erais tan jóvenes, tan llenos de vida, teníais una vida por delante y mil sueños por cumplir…” escribe la profesora, la mujer que les dio clases y que se siente con el corazón destrozado por lo sucedido con sus “muchachitos”.
Vamos a esforzarnos por entender este texto, por comprender a la señorita Raquel. Ella es docente, su vocación parece estar muy definida: quiere a sus alumnos y desea lo mejor para ellos. Una mañana -supongamos- abre el diario y se entera que esos niños encantadores, esas sonrisas que la cautivaban, esos jovencitos traviesos y simpáticos, son los terroristas de Las Ramblas. Cualquiera en su lugar se sentiría afectado por la noticia. Mucho más una persona “progre” que aspira a un mundo unido por la paz y el amor.
Hasta allí todo se entiende. Si pudiéramos ponernos en su lugar a cada uno de nosotros nos pasaría algo parecido. Alguna vez leí que la maestra de Hitler recordaba a su alumno y, como no podía ser de otra manera, la imagen dominante era la de un niño encantador. Se me ocurre que Pol Pot, Stalin, Pinochet, Mussolini, por qué no Astiz, Etchecolatz y Massera, deben de haber sido niños encantadores. No soy un experto en psicología infantil, pero se me ocurre que a los niños no les queda otra alternativa a su edad que ser “encantadores”.
Ahora bien, aceptando los sentimientos de la señorita Raquel, la pregunta que hago a continuación (y adelanto que no es una pregunta ingenua o pasatista, sino política) es la siguiente: ¿No se le ocurrió nada mejor a nuestra maestra que manifestar sus delicados sentimientos veinticuatro hora después del horror y cuando aún las víctimas no habían sido enterradas? ¿No se le ocurrió a esta buena mujer que su texto podría ser mal interpretado, una insólita e imperdonable falta de respeto a los muertos, y que hasta para el más inocente de los lectores su lamento da lugar a que se interprete que por un camino o por otro está siendo solidaria con los terroristas, les está reconociendo una “humanidad” cuando aún ellos tienen las manos tintas en sangre? ¿No tuvo presente esta maestra “social” que sus palabras tan sensibles eran o podían ser de una profunda insensibilidad con el dolor de los padres, hijos o hermanos de los que murieron en La Ramblas? Es evidente que no lo tuvo en cuenta. Su dolor íntimo, personal, era más importante que todo lo demás.
Una “Idiota”
No seamos implacables con la señorita Raquel. Ella es progre, tiene buenos sentimientos y actúa de acuerdo con los dictados de su buen corazón. Ese comportamiento para los griegos de la época clásica hubiera sido calificado de “Idiota”. Nada más y nada menos. Hannah Arendt hubiera pensado en términos parecidos. “Idiota”, en teoría política no quiere decir tonto, o por lo menos no quiere decir solamente eso. Para la tradición clásica se es “Idiota” cuando el sentimiento privado, particular, fragmentario, aislado, se impone a una visión general, a una responsabilidad mayor, a una exigencia de totalidad. Si esto es así, está claro que nuestra señorita Raquel no es mala, no es indiferente, no es insensible: simplemente es una idiota.
No quiero recurrir a golpes bajos con ella a quien no conozco salvo por su carta, que ojalá ingrese rápido al territorio brumoso del olvido. No quiero ser malo con ella que es tan buena, pero inevitablemente me nace preguntarle si cuando escribió su carta “desgarradora” no se le ocurrió preguntarse por los muertos de Las Ramblas. Ya lo sé, ya lo sé. Me dirán que sí los tiene en cuenta, que en su carta menciona su dolor por todos. Sí claro, su dolor por todos, pero más del ochenta por ciento del texto está teñido por su inmenso dolor por sus chicos que eran tan encantadores, tan dulces, tan tiernos. Idiota.
Señorita Raquel… también era dulce y tierno Julián Alejandro Cadman. Siete años señorita Raquel. Siete años tenía ese chico asesinado por uno de sus querubines. Escribió el abuelo de Cadman “Era tan simpático, tan desfachatado, tan divertido… siempre haciéndonos reír…”. Ahora está muerto. También está muerto el sobrino de Francisco López Rodríguez. Tres años. Así como oyó, tres años, para venir a morir una apacible tarde de agosto en Las Ramblas de Barcelona arrollado por una camioneta conducida por uno de los encantadores y candorosos alumnos de la señorita Raquel Lull.
Bruno Gulotta era italiano. Paseaba con su esposa y sus dos niños por Las Ramblas. Cuando la camioneta se le vino encima logró salvar a sus hijos pero él perdió la vida. Imagino a su esposa leyendo la carta humanitaria de la señorita Raquel. Explicándole a los niños que ese infierno que les cayó de repente estaba conducido por uno de los angelicales discípulos de la maestra de Ripoll.
Lo que digo vale para Luca Russo que dos días antes de su muerte había escrito en su Facebook: “Nacemos sin traernos nada; morimos sin llevarnos nada…”. O para Jared Tucker que estaba con su esposa en Barcelona para celebrar el primer aniversario de su boda. O por qué no, para Silvina Alejandra Pereyra, argentina, residente en Barcelona desde hacía diez años.
Algunos dirán que todo es una tragedia. Y algo de razón tienen. Una tragedia que incluye a los niños de la señorita Raquel. Pero en la tragedia también existe el principio de la diferencia. En la tragedia también hay víctimas y verdugos. Y ni los dioses se atreven a confundir ese principio sin el cual la tragedia perdería espesor, densidad dramática.
En Las Ramblas no podemos meter a todos en la misma bolsa. Asesinos y asesinados. Y aunque la señorita Raquel no se lo haya propuesto, porque, recuerdo una vez más, ella es buena y, como toda la personas buenas se sienten liberadas de cualquier responsabilidad porque sus sentimientos tan puros están por encima de cualquier otra consideración, su carta objetivamente cumplió la función de meter a santos y pecadores, criminales y víctimas en la misma bolsa.
La señorita Raquel se pregunta qué hizo mal. Como todos lo “progres” de este tiempo sospecha que la culpa de todo lo que ocurrió la tiene ella, mejor dicho la sociedad libre y abierta en la que ella se educó. Ni por las tapas se le ocurre pensar que el fanatismo y el terrorismo islámico es responsable de algo. No vaya a ser cosa de que la acusen de “islamofobia”. ¿Qué hice mal?, se pregunta y pide permiso para llorar por sus chicos.
Yo no sé que hizo mal la señorita Raquel. Lo que sí sé es que el imán que celebraba su culto en la mezquita ubicada a la vuelta de su escuela, supo llegar al corazón y al cerebro de esos chicos como no fue capaz de llegar ella. El maestro para esos chicos no fue la señorita Raquel sino el clérigo islamita. De ese imán podemos decir muchas cosas, menos que no sabía lo que quería. A la señorita Raquel Lull, de lo único que puedo calificarla -en homenaje a los griegos- es de idiota.