Mañanitas soleadas. Lindas para tomar un café, leer los diarios y conversar con los amigos. Mejor dicho, discutir. La mesa hoy está completa desde temprano. No sé el motivo, pero todos llegamos al bar un rato antes. Tal vez sea el fin del otoño. O la despedida del otoño. No lo sé. De todas maneras, la jornada no parece ser apacible. Marcial arroja el diario sobre la mesa con gesto de fastidio y exclama:
—Esto es la joda; los pendejos del secundario deciden lo que se debe enseñar… una joda… como dice el periodista, el paciente le explica al médico cómo lo debe operar.
—Lo tuyo me parece muy reaccionario -observa José-, los muchachos tienen sus derechos… entre otros los de interesarse por la educación que reciben y el derecho a protestar.
—¿Y no te parece que a esos derechos hay que sumarle algunos deberes? ¿O yo soy muy autoritario porque les exijo algunas obligaciones?
—Las tomas de los colegios -responde José- son un derecho de los muchachos y las chicas. Y yo se los respeto.
—¿Y vos estás seguro -pregunta Abel- que con esas tomas se respetan los derechos de los chicos?
—Que yo sepa, los muchachos, no me gusta decirles chicos, decidieron sus acciones en asambleas.
—No jodás José, esas asambleas son una burla.
—¿Acaso te opones a lo que es una decisión democrática?
—Decisión democrática las pelotas; decisión democrática sería si se votara como corresponde: voto secreto y en la urna y no asambleas donde participa menos del uno por ciento del colegio. Miles de chicos se quedan sin clases porque una ínfima minoría de ellos decide jugar a los luchadores apoyados por padres que, a ellos sí, no vacilo en calificarlos de pobres pelotudos.
—En el campo popular, las grandes decisiones se toman en asambleas, ésa es la verdadera democracia directa -refuta José.
—¿Y los que no van a las asambleas?
—Los que no van que se jodan.
—Vos sí que sos un demócrata bárbaro -reprocha Abel- y después te enojás cuando te decimos populista.
—Yo lo que creo -digo- es que los adolescentes tienen derechos como los tienen los niños de la primaria y como los tiene cualquier persona. Incluso, admito los centros de estudiantes y que se hable de política. Lo que discuto es la calidad de sus decisiones. Como ésta de tomar los colegios, por ejemplo, un verdadero acto de barbarie.
—Vos, Erdosain, sos demasiado blandito… -me dice Marcial- esos pendejos tienen que estudiar, aprender y ya habrá tiempo para que se metan en política.
—Hacer política también es un aprendizaje.
—Si éste es el aprendizaje -replica Marcial, levantando la voz-, me cago en los aprendizajes. Que aprendan, claro, pero que aprendan a ejercer la democracia en serio, con responsabilidad, consultando a todos y, muy en particular, y que me disculpe José por ser tan reaccionario, que estudien, porque se supone que están para eso, para estudiar.
—Lo que yo no entiendo de los progresistas -dice Abel- es por qué cuando un menor asesina a alguien se lo considera incapaz, pero al mismo tiempo consideran que ese mismo menor es capaz de opinar y tomar decisiones en materia política, convocar asambleas, cerrar colegios…
—Todos tenemos los años suficientes -dice José- para acordarnos cuando nosotros salimos a la calle en los tiempos de la laica o libre. O cuando tomamos colegios después de un golpe de Estado.
—Te recuerdo -observa Marcial- que cuando peleamos a favor de la laica y en contra de la libre, tus amiguitos peronistas con los Tacuara a la cabeza estaban a favor de la libre.
—Ahora no estamos hablando de eso.
—Yo sí estoy hablando de eso -responde Marcial que acaba de pedirle a Quito que le traiga otra taza de té.
—Yo lo que creo -digo- es que el ejemplo que da José vale por lo siguiente: en 1958, se jugaba algo importante, algo que abría un debate en todo el país, en el Congreso, en las universidades, en los partidos políticos. Otras veces se tomaban los colegios porque había un golpe de Estado u ocurría algo grave. En cambio, ahora, toman el colegio por cualquier boludez. Hubo veces que los han tomado porque las paredes no están pintadas. O como ahora, que largan una suerte de huelga general revolucionaria por un tema que a ellos los excede. Antes se arriesgaba, ahora se divierten, o le dan rienda libre a las hormonas juveniles.
—Tanto es así -agrega Abel- que un periodista conocido les recomendó a los padres apoyahuelgas que no se olviden de abastecer a los chicos con una razonable cantidad de preservativos.
—Nunca escuché nada tan reaccionario -se queja José.
—Yo te apuesto doble contra sencillo -agrega Marcial- que si la reforma educativa hubiera planteado que está prohibido hacer pasantías en las empresas, ellos habrían tomado los colegios exigiendo el derecho a hacer pasantías, porque el tema de fondo es la gimnasia del quilombo.
—Lo tuyo es un análisis de mala fe -acusa José.
—¡Las pelotas de mala fe!; es de un realismo que a mí mismo me molesta. No hace falta consultar a Freud para saber que a los pendejos por su relación con la edad y la vida, la pulsión por el quilombo les encanta. Más, si encima al quilombo lo pueden disfrazar con ciertos ropajes ideológicos… en realidad, con ciertos andrajos ideológicos.
—A mí -digo- lo que más me llama la atención es que los quilombos se inician y se desarrollan en los colegios porteños de la clase media alta, como por ejemplo el Nacional o el Pellegrini.
—Me da la impresión -dice Abel- que nosotros pagamos impuestos para que los pendejos hagan sus cursos acelerados de rebeldes con o sin causa.
—Yo lo que creo -insisto- es que esta suerte de politización de los adolescentes se da en colegios selectos, cuando lo deseable en todo caso sería que esto ocurriese en aquellos colegios secundarios del Conurbano, por ejemplo, donde los problemas sociales se mezclan con los desgarramientos culturales.
—Pero no te das cuenta de que ésta es una gimnasia de nenes bien -insiste Marcial- ¡ni mamaos se van a ir a los colegios pobres de los barrios! Y no lo van a hacer porque no les gusta, les molesta el mal olor, pero además no lo van a hacer porque en esos barrios los reos los sacarían a patadas en el culo.
—Ustedes -acusa José- son todos una manga de reaccionarios; se niegan a que los muchachos se eduquen en la lucha por las causas justas.
—¿De qué lucha me estás hablando? Por favor José, un poco de seriedad. Esto no es lucha. ¿Qué lucha es cuando no hay ningún riesgo? Esto es joda, adrenalina adolescente, hormonas liberadas a su sensualidad.
—Vos también fuiste pibe.
—Sí, y bastante quilombero que era. Pero nadie me regalaba nada. Yo no tenía viejos pelotudos con culpas que me festejaban mis hazañas para que yo dijera: ¡Qué viejo piola que tengo! Tampoco profesores Peter Pan que se querían atracar a mis compañeritas y se disfrazaban de nacionales y populares. Además, y de eso estoy seguro, el que estaba equivocado era yo.
—Permitiles a los muchachos que también puedan equivocarse.
—Se los permito, pero yo tengo del derecho de criticarlos. No tengo por qué disfrazarme de pendejo o practicar la más vil demagogia. Que ellos hagan la suya, pero yo hago la mía; que ellos ejerzan su libertad de hacer quilombo porque se lo piden las hormonas, pero no me quiten mi libertad de criticarlos.
—No comparto -concluye José.