Que me perdone Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat catalana, pero no le creo que el noventa por ciento de sus paisanos haya votado a favor de la independencia de Cataluña. Estos resultados electorales, que muy bien merecerían calificarse como stroessnistas en homenaje al dictador paraguayo Alfredo Stroessner, suelen ser fraudulentos y propagandísticos.
Sin duda que la causa independentista -por diferentes motivos- es popular en estos pagos, pero me consta que son muchos también -por diferentes motivos- los que se oponen a lo que califican como un acto de irresponsabilidad, un salto al vacío y en más de un caso la estrategia de políticos corruptos para eludir la acción de la Justicia. Los observadores dicen que si se hiciera un referéndum con garantías se impondría la moción de una Cataluña integrada a España. Habrá que ver si es así, pero de lo que estoy seguro es de que el noventa y tanto por ciento que proclama el señor Puigdemont es mentiroso.
¿Y por qué no el referéndum entonces? Por la sencilla razón de que un referéndum acerca de la secesión no está permitido por la Constitución. Hay un ya célebre artículo 155 que lo prohíbe expresamente, prohibición que, dicho sea de paso, las autoridades catalanas en su momento apoyaron. Al argumento de que la democracia es el voto como dicen los separatistas, el gobierno de Mariano Rajoy sostiene que la democracia es en primer lugar el cumplimento de las leyes.
El problema es que a esta crisis se la ha dejado avanzar más allá de toda prudencia. Por lo pronto, Rajoy cobra por derecha y por izquierda. Lo acusan de haber sido permisivo y, al mismo tiempo, ahora le imputan haber ordenado una represión salvaje. Los dirigentes políticos catalanes tampoco están muy tranquilos. Todos parecen ser independentistas, pero ni bien se presta atención a algunas de sus declaraciones se advierte que no todos piensan lo mismo.
La sensación que existe al respecto es que en más de un caso estos dirigentes perdieron el control de la situación. En el siglo veinte hemos aprendido que alentar el nacionalismo es un juego peligroso, un juego que además suele estar reñido con la democracia y la convivencia civilizada. Se empieza jugando a ser nacionalista, se continúa apelando a esas consignas para ganar espacios de poder y beneficios económicos. Y en cierto momento ya no se puede retroceder.
Sin términos medios
Entre los separatistas más radicalizados y los “prohispanistas” hay una larga secuencia de matices y variaciones. Los acontecimientos del domingo con sus movilizaciones de masas y sus actos represivos parecen haber polarizado hasta la simplificación los antagonismos, pero la situación sigue siendo compleja, y en esa complejidad reside la posibilidad de algún entendimiento entre los catalanes, en principio, y entre los catalanes y las autoridades nacionales luego.
Es verdad que las escenas del domingo en las que la policía y la Guardia Civil golpeaban a personas decididas a votar, son chocantes y desagradables. De todas maneras no está de más advertir respecto del sensacionalismo de las imágenes. Sin duda que hubo actos represivos, pero -por ejemplo- la cifra de 800 heridos que se da, oculta o calla que sólo hay cuatro que están hospitalizados. O que el número de policías españoles heridos también es alto. Y que no exageraba el ministro de Justicia cuando declaró que, según sus informes, hubo más ataques de la población civil a la policía que a la inversa. Alguien dirá que un solo herido ya está mal. En términos generales y abstractos la consigna suena justa, pero en la vida real carece de asidero.
Lo ideal sería no reprimir, que todos se quieran. Pero, ¿qué se hace cuando unos se deciden a desobedecer la ley y otros están obligados a hacerla cumplir? Ni los independentistas más extremos desconocen que están violando la ley con sus actos. Por otro lado, a Rajoy los reproches más ruidosos que se le hacen en España no es haber usado mano dura, sino haberse negado a ello. Reprimir, claro está, es un verbo desagradable, se lo conjugue como se lo conjugue, pero que nos sea desagradable no quiere decir que políticamente no sea necesario y a veces imprescindible.
Concretamente, la Guardia Civil hizo en Cataluña lo que correspondía. La represión que se ejerció fue legal y si se quiere inevitable. Rajoy por supuesto es responsable, pero los líderes separatistas catalanes también son responsables de lo que sucede. Tan responsables son que algunos no vacilan en calificarlos de irresponsables.
Veremos cómo siguen los acontecimientos. Por lo pronto, Puigdemont afirmó el mismo domingo a la noche que el próximo paso a dar es la declaración de la independencia. En el más suave de los casos me atrevo a decir que su proclama es temeraria. Supongo -quiero suponer- que se abrirá en estos días un espacio de negociaciones entre las autoridades nacionales y los catalanes moderados. Los entendidos aseguran que hay espacios para negociar y arribar a acuerdos. Lo que sucede es que la lucha política, las pasiones, los empecinamientos, disponen de su propia lógica y crean sus inevitables rupturas.
El costo de la independencia
Los independentistas en particular han azuzado más allá de toda prudencia sentimientos y rencores de los que resulta muy difícil volver atrás. La historia es pródiga en ejemplos en los que se apuesta y se levantan las apuestas hasta llegar al borde del abismo con contendientes que, luego, como no saben cómo retroceder optan por la clásica huida hacia delante.
Por lo pronto, Rajoy es hoy el político más expuesto. Diferentes opositores, desde la derecha a la izquierda, no han vacilado en exigir su renuncia. ¿Qué pretendían que hiciera? Nadie está en condiciones de responder a esta pregunta porque no es redituable electoralmente y porque nadie es capaz de ponerse en el lugar de Rajoy, es decir, en el lugar del poder y de la responsabilidad de decidir.
Entre el diálogo que le recomiendan algunos y la represión que le exigen otros, hay una amplia gama de alternativas. Reconocerlo es relativamente fácil, pero ponerlo en práctica es algo mucho más complicado. Combinar el diálogo con la firmeza, el llamado a la paz con la represión, es complicado en un país que en los últimos cuarenta años ha vivido el período más floreciente de su historia, pero todo se complica más en un país en el que los abuelos de los actuales protagonistas se aniquilaron sin compasión y sin lástima en una guerra civil que duró casi tres años.
Supongo que lo más sensato, justo y progresista es que Cataluña siga siendo España. Pero está claro que si la voluntad mayoritaria de los catalanes es declararse independientes, en algún momento lo van a lograr. Incluso, supongo que para más de un español es tentador el deseo de decirles, como a los chicos, algo así como que, bueno, dense el gusto, sean independientes y hagan de su vida lo que mejor les parezca. Pero eso sí, no vengan luego a pedir ayuda o a decir que se equivocaron o están arrepentidos.
Sospecho que muchos de los que manifiestan con tanto entusiasmo su vocación independentista no saben o no han medido las duras dificultades que los acecharán cuando logren sus objetivos. Financiar un Estado nacional sale mucho, muchísimo más caro que negociar con Madrid, lo que en la Argentina llamamos la coparticipación. No, aunque no lo sepan o no lo digan o no lo quieran tener en cuenta, la independencia no es un lecho de rosas o la llave al Paraíso. Es muy instructivo y hasta divertido jugar con las palabras, resucitar pasiones primarias, exteriorizar los más diversos resentimientos, pero las consecuencias de ese juego no son tan divertidas. Sería deseable, por lo tanto, que a esos riesgos no los adviertan demasiado tarde.
“La democracia prevalecerá”, ha dicho Rajoy este lunes. Es un deseo, un objetivo o tal vez una esperanza. De todos modos está muy bien que la máxima autoridad política de España insista en ello.