Es probable que las declaraciones que arrecian contra los dirigentes kirchneristas comprometidos con la corrupción tengan que ver con el clima electoral de las últimas semanas. También es probable que la decisión de funcionarios judiciales por juzgar al kirchnerismo esté relacionada con los nuevos vientos electorales. Los jueces por lo general son -o deben ser- independientes, pero los años me han enseñado que esa independencia suele estar conectada con el clima político dominante.
Hace un par de años se hablaba en ciertos círculos públicos de constituir una Conadep de la corrupción. Hubo argumentos a favor y en contra. Se decía, por ejemplo, que no se puede comparar el terrorismo de Estado con la corrupción y que aquella iniciativa excepcional solo se explica en situaciones excepcionales.
No sé quién tiene razón, pero importa señalar que bien o mal formulada existió la intención de juzgar a la corrupción por entender que ese vicio político era algo más que un detalle, una anécdota o un episodio menor. Es en ese sentido que sostengo que el juicio a la corrupción o para ser más preciso, a la cleptocracia, puede llegar a ser comparable con el juicio político que se hizo contra el terrorismo de Estado.
Las diferencias entre un caso y otro son evidentes, pero también lo son las coincidencias. En 1983 se tuvo la certeza de que los militares habían cruzado una barrera sin retorno y que esa decisión debía ser castigada. En realidad, los militares venían actuando como actores políticos desde 1930. Por diferentes motivos se consideraban la reserva moral de la patria y estimaban que solo ellos estaban en condiciones de decir lo que estaba y no estaba permitido.
Un resignado consenso
Mal que bien la sociedad y los partidos políticos, sindicatos y entidades empresariales, se habían resignado a convivir con el mesianismo militar o pretorianismo. Durante algo más de medio siglo los argentinos pensábamos que esta realidad era imposible modificar. Partidos políticos democráticos actuaban teniendo presente estos condicionamientos a los que llegaron a considerar como “naturales”.
Un rasgo habitual de los tiempos era que cada dirigente nacional se jactara de contar con sus generales, almirantes o comodoros amigos. “Fragotear” era un vicio de militares y civiles. Por supuesto que había dirigentes que advertían sobre este peligro, pero incluso ellos sospechaban que mal que bien había que acostumbrarse a convivir con los militares .
En 1976 se inició la última experiencia militar en el poder. Fue la más terrible, la más facciosa, la más sanguinaria, pero al igual que las otras contó en su momento con un amplio consenso o, si se quiere, un resignado consenso. Recordemos que Videla ejerció el poder durante cinco años sin sobresaltos. A favor de los opositores habría que decir que las críticas no estaban permitidas, pero por el otro lado ya se sabe que el miedo no es sonso y que estos militares que habían llegado al poder, a diferencia de los anteriores -como con cierta sorna dijera Jacobo Timerman-, parecían estar hechos de otra madera y no tenían mayores problemas en matar incluso a los aliados que los molestaran.
El tema da para mucho, pero a modo de síntesis digamos que las disputas internas, el inevitable desgaste del poder más la derrota en Malvinas, precipitó el fin del llamado Proceso. La dictadura devino en dictablanda, legalizó a los partidos, prometió una salida electoral y, por las dudas, se cubrió las espaldas con una Ley de Amnistía que los protegiera de hipotéticos malos ratos.
El peronismo, considerado el partido mayoritario, aprobó la amnistía. Podemos criticarlo por ello, pero en este caso lo que importa destacar es que más allá de consideraciones ideológicas, el peronismo con Luder a la cabeza era prisionero de esa resignación acumulada en los últimos cincuenta años: los militares podían dejar el gobierno, pero no el poder. Además, en algún momento regresaban, motivo por el cual lo más saludable era no meterse con ellos.
El final de una época
Alguien dirá que en el caso del peronismo su “debilidad” con los militares se explica porque el jefe máximo fue un militar orgulloso de su estirpe y golpista declarado. Puede ser. Pero en este caso lo que importa es poner el acento en esa suerte de fatalismo que nos inclinaba a aceptar que el militarismo era un mal o un vicio con el que había que convivir.
Quien con más claridad percibió que los tiempos habían cambiado y que incluso el mundo modelado por la Guerra Fría estaba empezando a cambiar fue Raúl Alfonsín. A su lucidez y coraje civil le debemos algo que ahora nos parece elemental y obvio: los militares en los cuarteles. El triunfo del Alfonsín consistió en modificar el sentido común de la gente y de los políticos. El rey militar estaba desnudo, al gato se le podía poner el cascabel. Hoy está clarito que la razón estaba de su parte, pero en su momento más de uno consideró que el presidente radical se estaba suicidado políticamente. Es en ese sentido que históricamente debemos admitir que el “factor” Alfonsín fue decisivo.
Pues bien, hoy existe la posibilidad de poner punto final no a la corrupción como episodio menor, como vicio personal, sino como sistema político, como orden cleptocrático. Es en ese punto que el juicio a las Juntas interpela un juicio a la cleptocracia. También en este caso la resignación y el miedo se levantan como obstáculos formidables.
En nombre del sentido común se dice que no conviene meterse en este tema, que corrupción hubo siempre, que no es el problema fundamental, incluso que en nombre del orden no conviene remover el avispero. Por supuesto que no es fácil proponerse este objetivo. Hay intereses, complicidades.
Pero sobre todo quiero insistir en las debilidades y los miedos de quienes sinceramente preocupados por el escándalo de la corrupción, vacilan, se asustan.
Me preocupan sobre todo aquellos intelectuales que mas allá de su honestidad personal brindan con las mejores intenciones, “letra”, argumentos, para que todo siga igual, para que los corruptos queden impunes y, sobre todo, aunque no se lo propongan, para que los regímenes cleptocráticos sean impunes.
Se dirá que el moralismo no es un buen consejero político; se dirá en nombre del realismo que hay que acostumbrarse a convivir con el vicio e incluso se admitirá en voz baja que un poquito de corrupción aceita el sistema. Todo esto es verdad, o por lo menos dispone de una cuota importante de verdad. Pero dicho esto, agrego que lo que los nuevos tiempos enseñan es que la corrupción no es un detalle, una mancha menor, un eczema inevitable del alma.
A esas coartadas se las refuta diciendo que la corrupción como sistema, como cleptocracia, destruye la república, empobrece y mata. El menemismo y el kirchnerismo, dos variables del peronismo en el poder, fueron dos regímenes cleptocráticos que se turnaron en el poder durante más de veinte años. Unos se disfrazaron de liberales y los otros de nacionales y populares. Incluso, ambos contaron con seguidores leales y honestos que creyeron en esos embustes.
En lo fundamental la lógica del poder de menemistas y kirchneristas fue el robo, el saqueo. Puede que el kirchnerismo haya sido la etapa superior de la cleptocracia, pero el menemismo no se le quedó atrás. Digo esto, porque no faltan los que ahora cautivados por aquellos versos clásicos acerca de que, “como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”, sugieren que el menemismo fue menos ladrón o menos corrupto que el kirchnerismo. Conmovedoras y exquisitas sutilezas. Tan delicadas y finas como la de establecer diferencias entre Trujillo y Somoza; o entre Al Capone y Lucky Luciano; o entre Jack el Destripador y el Pibe Cabeza.
Se puede ser de derecha o de izquierda, pero la corrupción se ha revelado en los últimos años como una variable propia de la política, como una categoría teórica que como tal debe ser tratada. La superación de esta realidad no es un mundo de ángeles o una sociedad dirigida por almas bellas. De lo que se trata es de impedir que se consolide esta relación institucional y perversa entre poder y corrupción, la ecuación que explica la naturaleza íntima de la cleptocracia.