Hay un debate abierto entre los dirigentes de la oposición venezolana acerca de la eficacia política de haber participado en estas elecciones a gobernadores celebrada el pasado domingo. Atendiendo a los resultados, pero sobre todo al colosal fraude propiciado por el régimen de Nicolás Maduro, parece imponerse el criterio de que fue un error haber decidido presentar candidatos en comicios cuyo exclusivo objetivo es legitimar al régimen autoritario.
Sin embargo, para otros dirigentes de la oposición la estrategia de participación fue la adecuada o “la menos mala”. Ellos estiman que a la batalla contra el régimen hay que darla en todos los terrenos, incluso a pesar de sus irregularidades manifiestas. Desde una perspectiva algo más optimista, sostienen que a pesar de las manipulaciones electorales la oposición ganó en seis gobernaciones, es decir, duplicó su representatividad, con lo que se demuestra que, a pesar de todo, lo que se decidió fue lo correcto.
En esta línea de razonamientos, se sostiene que el pueblo venezolano no debe renunciar a ninguna de las variables de lucha contra Maduro: movilizaciones callejeras, protestas, actos relámpagos, lucha parlamentaria, campañas internacionales para aislar al régimen. Se sabe que cualquiera de estas modalidades de lucha son incompletas en sí mismas, pero la obligación de los opositores es recurrir a todas ellas sabiendo de antemano que la lucha se libra en las condiciones desventajosas impuestas por un régimen decididamente autoritario.
La pregunta a hacerse a continuación, es si efectivamente en las recientes elecciones hubo fraude, tal como lo denuncia la oposición. Los datos disponibles al respecto permiten responder afirmativamente a esta pregunta. En cualquier país democrático del mundo las elecciones son libres cuando las reglas de juegos son claras y respetadas por todos, empezando por el propio gobierno.
Nada quedó librado al azar por parte de los operadores de Maduro. En primer lugar, las elecciones deberían haberse celebrado hace varios meses; Maduro decidió postergarlas y convocarlas sorpresivamente. La decisión de echar a la empresa que administraba el software para el escrutinio tampoco fue casual. Precisamente fue esta empresa la que en su momento, y con motivo de las elecciones convocadas para constituir la asamblea constituyente, denunció las maniobras fraudulentas perpetradas por Maduro y sus cómplices.
En ese contexto hay que tener presente la destitución de la Procuradora General, con lo que se elimina cualquier posibilidad de control legal. No concluyeron allí las maniobras. El parlamento fue despojado de atributos legales e incluso de posibilidades reales de funcionar. En el simulacro de campaña electoral fueron destituidos y detenidos varios intendentes. El poder político que se atribuyó la fiscalización de las elecciones rechazó la inscripción de partidos y candidatos. El mismo día de los comicios se trasladaron sin aviso numerosas mesas electorales, sobre todo en regiones donde el voto opositor se perfilaba mayoritario. Como frutilla del postre, el mismo día de las elecciones menudearon los ataques de grupos armados contra dirigentes y militantes reconocidos como opositores. En esas condiciones queda claro que hasta Frankenstein gana las elecciones.
Un último aspecto debería señalarse para entender la “fortaleza” del orden chavista. En los últimos años más de dos millones de venezolanos se fueron del país. En la Argentina por ejemplo, en ciudades como Buenos Aires los venezolanos ya son un grupo social destacado. Se trata en la mayoría de los casos de profesionales, trabajadores calificados, intelectuales, es decir, recursos humanos de excelente calidad a los que no se puede conquistar con el clientelismo.
¿Qué tiene que ver esto con la realidad política de Venezuela? Sencillo, el país se desangra, pierde masa crítica. Lo interesante a observar en este caso es que a esta emigración el gobierno la alienta y hasta la considera un dato político a su favor. En este punto, el régimen de Venezuela no difiere demasiado del cubano y de la mayoría de los regímenes totalitarios constituidos en el siglo veinte. La emigración les permite a los dictadores o aspirantes a dictadores “sacarse de encima” una oposición molesta, pero sobre todo una oposición con capacidad de movilización y de impugnación muy molesta para cualquier dictador.
En ese sentido no es caprichoso sostener que el propio régimen aliente esta emigración como una manera de ampliar por ese camino perverso su consenso interno. El castrismo lo hizo, el chavismo lo está haciendo ahora.
La crisis catalana y madrileña
La situación en Cataluña está muy lejos de haberse tranquilizado. Sin caer en exageraciones del tipo “estamos al borde de la guerra civil”, podría decirse que desde por lo menos la muerte de Francisco Franco, España no vive una situación tan conflictiva y peligrosa. Convengamos que esta crisis no cayó desde un cielo despejado. Los catalanes desde hace mucho tiempo reclaman autonomía, autodeterminación e incluso independencia.
Su nacionalismo cerrado, xenófobo, autoritario, ha sido alentado en los últimos años por una alianza perversa entre los políticos madrileños -decididos a conceder a cambio de complicidades innombrables- y dirigentes catalanes corruptos e irresponsables. En este punto Jordi Pujol, Artur Mas o Carles Puigdemont son tan responsables como Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y el propio Mariano Rajoy.
La experiencia en el siglo veinte -tal vez antes- nos enseña que con el nacionalismo no se puede jugar porque es un resorte emocional muy peligroso. Pues bien, los catalanes y su dirigencia han jugado con él hasta el hartazgo. Y lo han hecho con el consentimiento tácito de los políticos de Madrid, quienes suponían que con concesiones se arreglaban los problemas, cuando no, se obtenían interesantes beneficios personales y políticos.
Ahora la crisis está desatada y, a decir verdad, pareciera que los dirigentes no saben muy bien qué es lo que se debe hacer. Los catalanes, porque tiraron demasiado de la cuerda y ahora les da miedo la presencia del abismo a su pies, pero también saben que después de lo que dijeron e hicieron, resulta muy complicado retroceder.
Las autoridades políticas de Madrid tampoco saben muy bien qué se puede hacer, porque a medida que avanza la crisis, la alternativa que queda más a mano es la represiva, tal como lo reconoce todo Estado que merezca ese nombre. Ahora bien, jurídicamente nadie desconoce la legitimidad de la solución represiva en el marco de un Estado de derecho, pero asimismo todos saben que si se aplica ese recurso los principales favorecidos por el costado de la victimización serían los dirigentes catalanes independentistas.
Problemas para los que deben resolverlos. Lo que se sabe es que la situación es complicada por varios motivos. España por lo pronto no puede darse el lujo de perder a la Cataluña. Son muchos recursos materiales en juego, pero sobre todo el “mal ejemplo”, ya que podría ser el anticipo de una verdadera catástrofe nacional. Por su parte, los catalanes observan que el salto a la independencia podrían hacerlo, pero sin el acompañamiento de los principales grupos económicos de la región. Este dato ya no es una inocente especulación en el aire. Los burgueses catalanes en su condición de ciudadanos puede que simpaticen o no con el independentismo, pero como empresarios no están dispuestos a correr riesgos con lo que ya califican como un verdadero y mortal salto al vacío, la imagen más detestable para cualquier empresario, pequeño o grande.
Más allá de las cuestiones institucionales, de la posible aplicación del artículo 155, de la creciente pérdida de legalidad de los dirigentes catalanes, hay una pregunta que me hago y a la que no le encuentro respuesta: ¿Por qué no se establece que para una decisión de la trascendencia -como lo son la secesión o la independencia- se exige una mayoría calificada, es decir, algo así como el setenta y cinco por ciento de los votantes? Resulta sorprendente, por no decir asombroso, que para decisiones políticas e institucionales importantes pero menores comparadas con las que estamos tratando, se exige una mayoría calificada, mientras que para la decisión política seguramente más importante desde el punto de vista del Estado Nación, se admita que se puede decidir con la mitad más uno.