En todo proceso electoral los detalles son importantes, siempre y cuando no se transformen en anécdota. La clave es no perder de vista lo central, aquello que en política constituye, en términos de poder, lo decisivo. Si esto es así, la primera evaluación que se debe hacer de las elecciones celebradas ayer en el país es que, más allá de los porcentajes, la ciudadanía le otorgó un voto de confianza a la gestión liderada por Mauricio Macri.
Así, una coalición no peronista superó el desafío histórico de probar que la alternancia política es posible y que el peronismo no dispone de la exclusiva virtud de asegurar la gobernabilidad.
Confirmada esta tendencia, el interrogante abierto es si la victoria de Cambiemos es producto o consecuencia de un humor circunstancial del electorado o el indicio de un cambio cultural y político de los argentinos luego de décadas de hegemonía populista.
El debate está abierto y los hechos se encargarán de resolverlo. Sin embargo, los indicios disponibles permiten postular que Cambiemos es una realidad que ha venido para quedarse. Al respecto, podría postularse que la coalición Cambiemos es el instrumento político elaborado por los argentinos para afrontar los desafíos del siglo XXI.
Más allá de las vicisitudes de la política, de las discordias internas, de las riñas por aspiraciones menores o mayores, de las inevitables y a veces deseables turbulencias, Cambiemos es mucho más que un acuerdo circunstancial o una alianza para ganar elecciones. Guste o no, lo cierto es que con las oscilaciones y matices del caso, la coalición que ayer recibió el respaldo de las urnas encarna un proyecto de gobierno, abierto, pluralista y nacional, en definitiva.
Es posible que en el futuro los historiadores registren que la primera muestra de esa Argentina democrática y republicana se manifestó en 2008, en pleno kirchnerismo, cuando en el campo y la ciudad se expresaron quienes decidieron oponerse a la 125. Tal vez de manera espontánea, tal vez atados a una reivindicación inmediata, se hizo escuchar entonces la voluntad de un país moderno, la aspiración de una sociedad con derechos, pero también con deberes para todos, la forja de un capitalismo competitivo, inclusivo, con movilidad social ascendente y conectado con el mundo.
La geografía en ese sentido es aleccionadora: Cambiemos ganó en la ciudad de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Mendoza. También en la provincia de Buenos Aires. Pero aquella síntesis va más allá de un resultado electoral; los números apenas alcanzan a disimular con sus trazos rigurosos el rumor, el bullicio, el estrépito de una aspiración nacional, la expresión de ese país del que formamos parte y nos sentimos orgullosos.
De 2008 a la fecha han ocurrido muchas cosas. El despliegue preferido de la historia puede ser la espiral, el zigzag o el laberinto. Pero aquella experiencia de lo que se llamó la 125 o «el campo» se enriqueció, se amplió, adquirió consistencia social y política con un liderazgo que hoy acaba de consolidarse, un liderazgo democrático que nos reconcilia con las instituciones, ejerce la meritoria virtud de no inspirar miedo y vuelve a vincularnos con el mundo.
La victoria de Cambiemos incluye como contrapunto la derrota de Cristina Kirchner. Los resultados en ese sentido son elocuentes. Derrota del kirchnerismo en el orden nacional y, atendiendo los porcentajes disponibles, derrota del kirchnerismo en el estratégico distrito de la provincia de Buenos Aires.
Santa Cruz, base política del kirchnerismo, merece un capítulo aparte. Las imágenes actuales son, si se quiere, conmovedoras. Alicia Kirchner votando rodeada de militares y guardaespaldas. Cristina que no va a votar. Ya no lo hizo en agosto. Su ausencia tal vez simbolice, con los tonos de lo patético, esa sensación de irrealidad que se empeña en acosarla.
De algún modo, los resultados electorales de ayer podían preverse, porque no hicieron más que confirmar la tendencia que se registró en las PASO de agosto. Podría decirse que la verdadera sorpresa, el mayor desconcierto, se produjo hace dos meses. Entonces, el kirchnerismo suponía que su propuesta iba a ser plebiscitada por el pueblo. Pero sufrió el «asalto de la realidad», y sus ilusiones y fantasías acerca de un inminente retorno al poder se derrumbaron.
Los hechos demuestran que las decisiones de los votantes suelen ser más consistentes de lo que habitualmente se cree. Las lógicas para decidir el voto son diversas y contradictorias, pero no azarosas. Una última semana electoral sacudida por noticias conmovedoras y trágicas no logró afectar las posiciones de los votantes. Ni el pedido judicial de desafuero de De Vido ni la confirmación de la muerte de Santiago Maldonado han influido en la orientación del voto. La victoria apabullante de Elisa Carrió en la ciudad de Buenos Aires demuestra que las evaluaciones de los votantes acerca de la calidad de sus dirigentes van más allá de una declaración más o menos desafortunada o más o menos sacada de contexto.
A veces es necesario decir lo obvio: la derrota del kirchnerismo es, al mismo tiempo, la derrota del peronismo. Los números así lo señalan: el peronismo pierde en el orden nacional. Pierde en Córdoba, Salta, Entre Ríos, Santa Fe por paliza, Chaco. Insfrán, tal vez el último líder de la causa K, gana a duras penas en Formosa, Menem pierde en La Rioja. Y hasta Sergio Massa es derrotado en Tigre y relegado allí a un tercer lugar.
La derrota del peronismo es, al mismo tiempo, la derrota de su vocación hegemónica, de la cual el kirchnerismo fue su expresión más extrema e impiadosa.
En términos democráticos, una derrota electoral no es una tragedia, salvo para quienes se suponen tocados por el designio de los dioses. Esta derrota le exigirá al peronismo la responsabilidad de ejercer la oposición en un Parlamento plural, que de ahora en más enfrenta el desafío de recorrer la distancia que media entre la cultura de la hegemonía y la del pluralismo.
La oposición al oficialismo ya difícilmente pueda ser liderada por el kirchnerismo. El interrogante abierto ahora es acerca de los tiempos; es decir, del tiempo que le llevará al peronismo superar un liderazgo internamente mayoritario pero identificado con la derrota, por otro que deberá forjarse en el incierto escenario de la oposición, un lugar que al peronismo siempre le ha costado asumir.
El balance en ese sentido puede expresarse en pocas palabras: las elecciones instalan a Mauricio Macri como una esperanza nacional y a Cristina Kirchner como un problema para el peronismo.
Macri es el titular de una esperanza y una enorme responsabilidad; Cristina es la dueña de una derrota y el empecinamiento en el error; Macri es, en definitiva, el futuro; Cristina es el pasado. Posiblemente lo sea desde hace rato, y sería deseable que en ese vértigo hacia el vacío no arrastre al peronismo.