El 19 de enero de 1906 moría Bartolomé Mitre y, según los biógrafos, sus últimas palabras fueron «no me embalsamen». No me constan los motivos prácticos o teóricos de ese pedido, pero en términos históricos y políticos Mitre no está embalsamado. El hombre que hizo de la historia y la política la razón decisiva de su existencia no podría permitirse la licencia de renunciar a seguir gravitando con sus ideas.
Como Sarmiento, como Alberdi, con quienes sostuvo tantas coincidencias y tantas disidencias, Mitre mantiene una rigurosa actualidad. Sus ideas, sus proyectos, incluso sus esperanzas, están presentes en nuestros debates públicos, en nuestras diferencias, en nuestros dilemas. La nación, el Estado, la ley, las libertades, son temas en los que Mitre siempre tiene algo para decirnos.
Primera lección. Creyó en este país y nos enseñó a creer en él. Imposible pensar la política, ayer y hoy, sin esa fe laica que Mitre tuvo en la Argentina y en los argentinos. Esa convicción provenía de su mirada histórica, de esa lucidez para transformar la historia en conciencia histórica, como escribió José Luis Romero. La nación forjada en la crisis y pensada como el alma misma de la política. Y la historia nacional como un fragmento de la historia universal.
Segunda lección. La condición necesaria para hacer posible este destino es la sabiduría política, esa combinación virtuosa de teoría y práctica, inspiración y raciocinio. Fue exigente consigo mismo y con sus contemporáneos, pero en el vértigo de una crisis profunda escribió este consejo que hoy merecería estar presente en la memoria de todo político: «Debemos tomar a la Argentina tal cual la han hecho Dios y los hombres, para que los hombres con la ayuda de Dios la vayamos mejorando».
Tercera lección. Nunca se dejó subyugar por las utopías, pero nunca renunció a las esperanzas. Pensó la política con los pies plantados en la realidad y con los ojos mirando hacia las cumbres. Aceptó los rigores de lo posible, pero jamás perdió de vista que sin reformas materiales y culturales no hay reformas políticas perdurables. «Un pueblo pobre no puede ser libre; un pueblo sin instituciones no puede tener idea de sus derechos y deberes; un pueblo con malos códigos no puede tener una buena constitución; un pueblo con un mal sistema de hacienda no puede tener un buen sistema político; un pueblo que no goce de bienestar es en vano que tenga escrito en un papel sus libertades». ¿Se entiende por qué es nuestro contemporáneo?
Cuarta lección. En tiempos de faccionalismos, refriegas y turbulencias, apostó al acuerdo, al entendimiento y a la educación. No desconocía el conflicto y lo asumió con coraje, pero su talento se desplegaba forjando los grandes acuerdos porque «de estos males todos somos responsables y solidarios». Creía en los estadistas, pero rechazaba la noción del líder providencial. Detestaba la demagogia en todas sus manifestaciones: «Nunca he gobernado con los gritos de la calle -advirtió-, pero he consultado los movimientos de opinión».
Estaba convencido de que la educación contribuía de manera decisiva a la perfección moral e intelectual de los pueblos. «El número de analfabetos debería estar escrito en las paredes del Congreso para quitar el sueño de los legisladores», escribió. Hoy podría exigirse algo parecido.
Quinta lección. Fue, como le gustaba decir, un hombre de principios, es decir, de ideas y convicciones, pero esos principios nunca fueron dogmas. Fue un liberal de medios y de fines. Su liberalismo se confundía con la moderación, pero también con la curiosidad y el asombro. Siempre fue un político que en los momentos de crisis dijo lo que pensaba y siempre creyó que la política no podía reducirse a consignas esterilizantes. El liberalismo de Mitre se sostenía en la certeza de que la realidad siempre es más rica, más estimulante que las ideologías. Como dirigente definía lo fundamental, pero luego dejaba abiertas zonas amplias de ambigüedades para que la vida se encargara de dibujar los últimos trazos.
Sus convicciones moderadas le ganaron enemigos históricos. Los fascistas y los católicos integristas no le perdonan la república liberal; los izquierdistas no le perdonan la república burguesa. En ambos casos, lo que no le disculpan es su condición de liberal en el sentido más noble de la palabra.
Sexta lección. El historiador Hugh Trevor-Roper escribió que «los mejores políticos son aquellos que han estudiado la historia, y los mejores historiadores son los que han participado en política». Pensamiento ajustado estrictamente para Mitre. Fue un historiador exigente y un político eficaz que percibió las señales del pasado, captó las luces del futuro y supo de las decisiones cotidianas que se deben tomar todos los días, decisiones que exigían ese «golpe de vista» que permite comprender en la confusa y vertiginosa complejidad de lo real aquello que corresponde hacer en cada instante.
Esa inspiración provenía de su sensibilidad, de su experiencia en el trato con los hombres, pero se apoyaba en una reflexión rigurosa acerca de las tareas a realizar para constituir un sistema de poder. Mitre pudo equivocarse, pero en todas las circunstancias siempre supo dónde estaba parado y, sobre todo, siempre supo lo que deseaba para la Argentina. Ese sentido histórico de lo real, esa certeza acerca de lo que se debe hacer en cada momento, ese talento para establecer diagnósticos adecuados y soluciones posibles, es lo que distingue al político de todos los tiempos.
Séptima lección. Su vida propiamente dicha. Ese trajinar cotidiano entre las borrascas de la política, los rigores de la investigación y los imponderables íntimos de la existencia. También en estos planos Mitre tiene algo que decirnos. Tradujo la Divina Comedia; fue el primer historiador argentino; escribió poemas, novelas y ensayos. Sus artículos en los diarios fueron un modelo de reflexión y criterio. José Hernández le dedicó La vuelta de Martín Fierro.
Fue austero por temperamento y por convicción. El lujo, la riqueza y la ostentación le eran indiferentes. Era serio y formal, comprensivo y tolerante. Prefería la soledad a las multitudes, el estudio a la disipación. La victoria o la derrota no alteraban su estado de ánimo. Era valiente, pero no se ufanaba de su coraje; asumía los riesgos como si no le importaran las consecuencias. Como los héroes de Hemingway, cultivaba la elegancia en el sufrimiento y, como los personajes de Borges, crecía en la derrota. En su prolongada vida política conoció las victorias y las derrotas; los arrullos del poder y sus ingratitudes. En todas las circunstancias, nunca dejó de ser Mitre: algo taciturno y melancólico, valiente sin fanfarronería, inteligente sin ostentación. Octavio Amadeo lo recuerda en sus últimos años, «con su barba rala y el chambergo, parecía un viejo pescador escandinavo escapado de la tempestad». De esas tempestades Mitre sabía mucho.