El reclamo de unidad propiciado por empinados dirigentes del peronismo incluye algunas obviedades que conviene tener presente y cuyo dato más distintivo es la certeza de que divididos sólo los aguardan nuevas derrotas electorales.
Las amplia convocatoria ahora incluye al kirchnerismo, una iniciativa que habrá que ver cómo evoluciona. Sin embargo, semejante iniciativa sincera -de una buena vez- la identidad peronista del kirchnerismo: desde la derrota de 2015 desde diferentes centros del poder del peronismo al kirchnerismo, se le negaba esa identidad con el mismo entusiasmo que en su momento se le negó –por ejemplo- a Carlos Menem.
La derrota y las incertidumbres de la derrota permiten, como a la hora final de un baile de disfraces, correr los velos, los antifaces y las máscaras y admitir de una buena vez que hay diferentes maneras de ser peronista. Las exigencias de la unida, en un contexto de derrota, permite superar una de las “astucias” crónicas del peronismo, consistente en la obstinada negación de hacerse cargo de sus experiencias reales en el poder.
Las responsabilidades y, si se quiere, los sinsabores de la política le exigen al peronismo asumir los rigores de la realidad y sumar todo lo que sea necesario para recuperar el poder. Más que preguntarse si podrán hacerlo, habría que preguntarse en qué condiciones es posible hacerlo.
No creo que haya una respuesta terminante a un interrogante cuya resolución depende del peronismo, pero también de las vicisitudes de la política nacional y en particular de los aciertos o desaciertos del gobierno nacional.
A Lorenzo Miguel se le atribuye haber dicho que el peronismo es algo así como “comer tallarines con la vieja los domingos”. No es una definición académicamente correcta pero es sugestiva, simbólica y, si se quiere, literariamente eficaz para la cultura popular. La metáfora de Miguel incluye tradiciones, costumbres y afectos; el despliegue de un universo real y entrañable, elementos indispensables y constitutivos del imaginario peronista.
El problema que se le presenta al peronismo con esta “viñeta” es que la vieja no está más, los tallarines han sido desplazados por otras minutas, la familia se ha dispersado y sus miembros no manifiestan demasiado entusiasmo por retornar a las antiguas y venerables costumbres.
¿Cómo mantener unida a la familia sin la vieja, con hábitos alimenticios diferentes y parientes que tienen demasiados reproches que hacerse? ¿Es posible que alguien ocupe el lugar de la vieja y que las antiguas disputas familiares puedan superarse? Difícil, aunque no imposible.
Sin embargo, hay una “carta brava” que el peronismo guarda en la manga para estas emergencias. La verbalizó en su momento Perón, la repiten con las variaciones del caso sus seguidores y se podría expresar en los siguientes términos: los peronistas vamos a volver no porque seamos buenos sino porque quienes gobiernan son peores que nosotros.
Hay una íntima y subjetiva convicción en el imaginario peronista de que nadie puede gobernar si no pertenece a esta tradición. “Van a chocar el barco”, repiten o lo piensan y, a decir verdad, hay antecedentes que parecieran confirmar el presagio. Habría que agregar al respecto que, dictada la profecía, hacen lo posible para que se cumpla.
De todos modos, las aprensiones que existen en amplias franjas de la opinión pública acerca de si el peronismo puede insertarse a un orden republicano deberían superarse. El peronismo es un actor constitutivo de la política y sus dificultades no son más que las dificultades de los argentinos para resolver favorablemente la ecuación de democracia política, desarrollo económico, integración social y libertades públicas.
Una comprobación efectiva acerca de la compatibilidad del peronismo con la democracia se verifica en las provincias, sobre todo en las provincias más desarrolladas, territorios en los que se puede apreciar que el peronismo no sólo está integrado sino que actúa admitiendo las reglas de la alternancia. Pienso en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Entre Ríos, para mencionar algunas.
Las nostalgias por el movimiento nacional o la comunidad organizada, hoy no es más que eso: nostalgia y en algunos casos melancolía. Sensibles a las vibraciones de la política, los peronistas se esfuerzan por adecuar sus certezas a los nuevos tiempos. Tan efectivo es este dato de la realidad, que si no existiera un peronismo decidido a convivir democráticamente, la gestión de Cambiemos en estos dos años no hubiera sido posible.
Por lo pronto dos ilusiones divergentes parecen estar en vías de extinción: la ilusión de una Argentina sin peronismo y la fantasía de que sólo el peronismo es capaz de asegurar la gobernabilidad. Admitir -o resignarse a admitir- esto datos puede llegar a ser una de las asignaturas decisivas de la educación “sentimental” de la política argentina para el siglo XXI.
Este reconocimiento no haría más que sincerar la presencia real de dos largas tradiciones políticas que representan alrededor del 90 % de la ciudadanía: la nacional-popular y la liberal-republicana, cada una con sus corrientes internas más o menos moderadas. De esta convivencia –con sus disidencias y conflictos- depende el futuro político de la Argentina.