Las tensiones sociales y los conflictos políticos de las últimas semanas permitían suponer que el discurso del presidente de la Nación, para dar por iniciadas las jornadas ordinarias del Congreso, elevaría en algunos decibeles el clima de beligerancia. Por el contrario, lo que predominó fueron los términos conciliadores, la insistencia en reconocer las virtudes del diálogo y la eficacia del gradualismo.
Tal vez lo más valioso de la intervención del Presidente fue su intención de dirigirse a todos los argentinos y de plantear los rigores de la realidad y las esperanzas del futuro como un objetivo y un compromiso en común. Salvo alusiones breves pero precisas, no intentó polemizar con la oposición y mucho menos insistir en esa suerte de lugar común en que se ha transformado el tema de «la herencia recibida», no porque no haya sido gravosa, sino porque después de dos años de gestión esa herencia ya empieza a disolverse en las brumas del pasado y cualquier intento de hacerla visible corre el riesgo cierto de ser considerado una excusa para disimular o encubrir otras carencias.
Iniciar el discurso expresando la solidaridad con los tripulantes del ARA San Juan fue un gesto afectivo y justo para los familiares de las víctimas y para todos los argentinos que convivimos con esta tragedia. Señalar a continuación que lo peor ya pasó es una afirmación esperanzadora pero audaz, que seguramente dará lugar a controversias y al riesgo cierto de que dentro de unos meses desde la oposición le recuerden esta frase.
Algunos temas claves de la agenda pública estuvieron presentes en sus palabras. Se habló del crecimiento, de la inflación, se advirtió sobre los riesgos del endeudamiento, se insistió en el objetivo de luchar contra la pobreza, un tema que más allá de buenas o malas intenciones sigue siendo, en términos de eficacia o resultados, una asignatura pendiente en la Argentina, aunque no está mal que el Presidente insista en ello, sobre todo un presidente que debe lidiar con la imputación maliciosa de que gobierna exclusivamente para los ricos.
Es importante en el actual contexto que en el tema de la seguridad haya reiterado su apoyo a las fuerzas policiales, pero al mismo tiempo haya aludido a la «mala policía», citando como ejemplo su propia experiencia al momento de ser secuestrado por personas a quienes con justeza se calificó entonces como «mano de obra desocupada».
El controvertido y espinoso tema del aborto, para ser más preciso, la despenalización del aborto, también estuvo presente, y al respecto no se privó de recordar que desde el inicio de la democracia ningún presidente (ni presidenta) se animó o pudo abrir la discusión pública sobre este tema. Volvió a insistir en lo que califica como su posición «a favor de la vida», una insistencia que tiene destinatarios precisos, pero que genera previsibles resquemores en un sector de la opinión pública que no admite que por estar a favor de la despenalización del aborto se le diga que está contra la vida.
Corresponde señalar de todos modos que, más allá de las intenciones que le atribuyen los opositores de «usar» este tema como una cortina de humo, objetivamente hablando, autorizar el debate sobre la despenalización del aborto es importante y necesario; importante para la sociedad y, sobre todo, necesario para quienes sobre este tema lo que conocen son más los prejuicios y consignas, prevenciones y advertencias que los contenidos reales de una polémica en la que sus actores no son «oscurantistas medievales», como les imputan de un lado, o «asesinos de niños», como les responden del otro lado. Habría que recordar finalmente que en todo debate público, y en particular en todo debate parlamentario, hay efectos y consecuencias de la deliberación que suelen ir más allá de las intenciones de sus protagonistas.
La Argentina está cambiando, dijo el Presidente. Y está cambiando para siempre, insistió. Y convocó a todos a participar para hacer realidad este desafío, incluso a los que piensan diferente, enfatizó, un «detalle» importante en un país que ha hecho de la «grieta» un emblema nacional.
Pero un discurso debe evaluarse también por lo que no dijo. Y en este punto es donde la oposición, sobre todo sus sectores más recalcitrantes, descargan todas sus críticas. Desde la imputación de que mintió, que habló de un país que no parece ser la Argentina, hasta las observaciones puntuales en temas económicos y sociales, no hubo un solo dirigente opositor -ni radicalizado ni moderado- que haya dicho estar de acuerdo con el Presidente.
Tal vez el escenario más preocupante para la Argentina esté expresado en esta realidad en la que desde el Gobierno se dice que lo peor ya pasó, mientras la oposición afirma que lo peor está por llegar.
La ausencia de Cristina Fernández de Kirchner y la de su hijo deben interpretarse en este contexto como ausencias, si se quiere, previsibles y que, atendiendo a su negativa a participar en la ceremonia de entrega del mando, hace tres años, resultan ser empecinadamente coherentes.
En esta Argentina de las perdurables discordias y turbulencias, es muy importante que su máxima autoridad política no aliente la conflictividad ni se valga del poder para generar más refriegas políticas, recurso que en el pasado reciente se ha empleado hasta el hartazgo y es siempre una tentación latente para saldar pequeñas y dudosas victorias de coyuntura. Nunca está de más recordar que si el país quiere superar aquellos vicios facciosos atribuidos al populismo, los actuales dirigentes deben saber que, como lo enseña la experiencia, es una dudosa sabiduría combatir el populismo con sus propias armas.
Un discurso de apertura del Congreso es una exigencia republicana que, dicho sea de paso, no todos los presidentes respetaron a lo largo de la historia. Pero es, además, un balance de gestión, una evaluación del presente y una proyección hacia el futuro. Se diferencia del discurso electoral porque pretende ir más allá de las consignas y la retórica emotiva, pero también de la conferencia con pretensiones académicas. Sus destinatarios institucionales son los legisladores, pero en las actuales sociedades el escenario se amplía hacia la totalidad de la elite dirigente, por un lado, y al conjunto de la opinión pública, por el otro.
Dicho de una manera simplificada, en estos actos el presidente de los argentinos le habla al país desde el Congreso de la Nación, un discurso que en este caso se redujo a cuarenta minutos, mesura verbal que merecería ser considerada una delicada gentileza al auditorio, que en otras circunstancias debió resignarse a emisiones verbales que superaron con generosidad las tres horas.
Un tono de voz pausado, una cierta solvencia para expresarse, incluso el gesto de no leer los últimos tramos de su discurso, decisión inspirada por parte de un presidente que sabe muy bien que en el futuro podrá ser recordado por diversas virtudes, pero no precisamente por la de ser un excelente orador.