Del 24 de amrzo de 1976 al 24 de marzo de 2018


La historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en que nos encierra la memoria: buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables.

Tzevan Todorov

El 24 de marzo de 2018 los argentinos recordamos al golpe de Estado promovido por las fuerzas armadas en 1976, es decir, hace cuarenta y dos años, un tiempo más que necesario como para interesarnos acerca de lo que pensamos hoy sobre aquello que sucedió en un pasado que si bien es cada vez más lejano para esta fecha se actualiza. Una vez más a la hora de evaluar un acontecimiento histórico parece afirmarse el principio de que los hechos son únicos pero las interpretaciones son diversas y, en más de un caso, contradictorias; una vez más será necesario insistir -si la verdad nos preocupa- que para esta fecha ha llegado el tiempo de los historiadores.

En el caso que nos ocupa, hay un amplio consenso en condenar aquel golpe de Estado que en nombre de la seguridad nacional produjo crímenes que con justicia fueron calificados de atroces. Testimonios, fallos judiciales, documentaciones, dan cuenta de la la certeza de esta calificación. A ello hay que sumarle la cifra de alrededor de ocho mil desaparecidos, cifra que los sectores más radicalizados de la izquierda elevan a 30.000, aunque hasta el momento no han podido presentar una lista más o menos aproximada a ese número, entre otras cosas porque es muy posible que esa lista haya sido en su momento una cifra tentativa o propagandística, por lo que no termina de entenderse por qué el empecinamiento en sostenerla cuando todos los datos sin excepción dicen lo contrario o, como si la cifra atroz de 8000 fuera un dato menor o desmereciera las críticas al régimen militar.

Existe también un sector, seguramente minoritario pero influyente, que sigue considerando que entonces se hicieron las cosas de la mejor manera posible atendiendo a que padecíamos a un gobierno impotente y corrupto y la amenaza real de una subversión que, además de criminal, se proponía tomar el poder para instalar un régimen político opuesto a los valores -así se decía- occidentales y cristianos.

Los mismos voceros admiten que pudieron haberse cometido alguno excesos, consecuencias no queridas de lo que califican como una guerra no declarada oficialmente pero guerra al fin. Guerra sucia, dicen, para justificar lo que resulta muy difícil, por no decir imposible, salvo que se suponga que los secuestros y ejecuciones sumarias, las torturas y vuelos de la muerte perpetrados valiéndose de los recursos del Estado pero violando todas sus consideraciones legales, merezcan ser evaluadas bajo la inocente e impávida consideración de “daños colaterales”.

La participación civil

No concluyen aquí las diferencias de interpretaciones sobre una fecha que encierra muchos de los interrogantes y dilemas que nos acosaron durante -por lo menos- la segunda mitad del siglo veinte. En los últimos años, corrientes afines al populismo insistieron en calificar al régimen militar como dictadura cívico militar, una designación pretendidamente opuesta a la de dictadura militar a secas, aunque -a decir verdad- para el hombre de la calle ambas denominaciones aludan a lo mismo, como si se tratara de un inocente juego de palabras.

Para el populismo, el agregado de “cívica” no es ingenuo, por el contrario, pretende enfatizar la participación civil en el golpe de Estado, de los tradicionales representantes del denominado poder oligárquico de signo “liberal y gorila”, una calificación que por razones diferentes se emparenta con la izquierda actual cuando considera que el régimen militar de 1976 fue dirigido por el bloque “oligárquico-burgués-terrateniente”, el mismo que aseguraría la dominación capitalista en la Argentina a través de su brazo armado: los militares.

Como podrá apreciarse, no es un inocente y, a lo sumo, entretenido juego de palabras para distraerse en horas de ocio. Si para la izquierda la consideración cívico- militar es leída en clave marxista, para el populismo la calificación intenta colocar en un segundo plano la cuestión militar, habida cuenta que, para su lectura de la realidad, las Fuerzas Armadas tienen un rol histórico que cumplir, como lo demostraron con elocuencia desde el 4 de junio de 1943 en adelante.

Es que para esta concepción, el militarismo que padeció la Argentina desde 1930 es un tema menor o solo merece ser criticado cuando se presenta como liberal, no así cuando asume rasgos nacionalistas como en 1930 con Uriburu, en 1943 con el GOU y, por qué no, en 1966 con Juan Carlos Onganía, a quien no vacilaron en calificar como la versión criolla de Charles De Gaulle.

Tan interesantes como estas controversias actuales, resulta una evaluación histórica que se esfuerce por ubicar los acontecimientos de aquellos años en un escenario más amplio que el nacional y atendiendo la dinámica de procesos de mediana y larga duración. Para mediados de los años setenta los historiadores admiten que aquello que se consideró “los treinta gloriosos años”, es decir, la etapa iniciada al finalizar la Segunda Guerra Mundial con sus estados de bienestar y políticas sociales en clave keynesiana, estaban llegando a su fin en un desenlace complejo cuya manifestación más visible, pero no exclusiva, fue la denominada crisis del petróleo.

Asimismo, para mediados de los años ochenta, comenzaba a dar señales de agotamiento la Guerra Fría con la derrota ideológica y política del comunismo, particularmente en su versión rusa. Los acontecimientos en Camboya y el genocidio cometido por el régimen comunista de Pol Pot no hicieron otra cosa que poner en evidencia la naturaleza totalitaria y sanguinaria de un proyecto de poder que solo podía ofrecer a la humanidad “sangre, sudor y lágrimas”, aunque por razones opuestas a las planteadas por Winston Churchill en 1940.

El fin de una época

La dictadura argentina se despliega entonces en un contexto caracterizado por el fin de los estados de bienestar y el fin de la Guerra Fría, un contexto que, por un lado, expone los límites de la izquierda, pero también los limites de los regímenes militares justificados y financiados por EE.UU. en nombre de la Guerra Fría.

El Nunca Más muy bien podría leerse en este marco, es decir, un Nunca Más a los regímenes militares sostenidos en nombre de una Guerra Fría que ha perdido justificación histórica, y también nunca más a las pretensiones revolucionarias de una izquierda que en sus versiones armadas y dictatoriales carece de posibilidades políticas en tiempo presente y, me temo, futuro.

Digamos que la imposibilidad del retorno de los militares o la amenaza de la izquierda responde por un lado al doloroso aprendizaje que la sociedad ha hecho en los últimos cuarenta años, pero también a un escenario internacional que ha cambiado y, por lo tanto, ha clausurado la posibilidad del “retorno de los brujos”.

Digamos, también, que el almanaque ha hecho su trabajo lento, cotidiano, implacable e indiferente a nuestras agitaciones y obsesiones. Transcurrieron más de cuarenta años de aquella pesadilla (el último jefe militar, Reynaldo Bignone, ha muerto hace unas semanas) un tiempo que no nos puede resultar indiferente, aunque más no sea por el dato práctico y contundente que casi las tres cuartas partes de la población activa de la Argentina no había nacido en 1976 o eran niños.

Seguramente acerca del pasado vamos a seguir discutiendo. Y quienes pertenecemos a aquellas generaciones estos debates nos acompañarán hasta el fin de nuestros días, pero convengamos -y siento mucho si la conclusión es algo melancólica- que para la inmensa mayoría de los argentinos el 24 de marzo de 1976 puede llegar a ser un acontecimiento desagradable, desgraciado del pasado, pero salvo que se quieran forzar las cadenas de causalidades, debemos admitir de buena o mala gana que los grandes problemas que hoy nos afligen a los argentinos tienen poco y nada que ver con lo que ocurrió en aquellas jornadas de 1976.

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