Nuevos aumentos de tarifas y la gente protesta. Es previsible. Es previsible y, atendiendo los ingresos salariales, es, si se quiere, justo. Y si es previsible y justo, es muy probable que sea razonable. La razonabilidad de quien piensa lo real desde su mundo cotidiano, es una razonabilidad diferente y a veces opuesta a la de quien está obligado a gobernar y administrar recursos escasos.
El gobierno puede explicar con muy buenos argumentos que heredó un sistema energético quebrado y que el aumento de tarifas es necesario y urgente si lo que se quiere son realmente servicios eficientes y una economía equilibrada. Impecable. Los ejemplos de familias de clases media alta pagando monedas son ilustrativos, pero no alcanzan para conformar. A nadie, ni siquiera -o en primer lugar- a los ricos, les gusta pagar por encima de lo que venían pagando. Siempre va a haber motivos para protestar y para desconfiar de quienes promueven aumentos. Y siempre vamos a creer que nos están metiendo la mano en el bolsillo.
Después está -si se quiere- la propia condición humana: si durante años me acostumbré y me acostumbraron a pagar moneditas por determinados servicios, es casi lógico que me resista a aceptar algo que evidentemente perjudica a mi bolsillo o me obliga a privarme de otros gastos a los cuales también me acostumbré. Lo decía mi tía vieja: acostumbrarse a las comodidades es fácil y placentero; renunciar a ellas es difícil y doloroso. Problemas de las sociedades consumistas. Y problemas de las personas que nos educamos en la sociedades consumistas.
Por lo tanto, el gobierno hoy está ante un problema. Y al respecto ya se sabe que gobernar es comprar problemas. Podemos creer que sus intenciones son santas, que está haciendo las cosas de la mejor manera posible, pero convengamos que la consigna: “Estamos mal pero vamos bien”, se usó demasiadas veces y los resultados no fueron buenos.
Convengamos entonces que en el mundo que nos toca vivir la lógica de los gobiernos no siempre está en sintonía con la lógica de la sociedad. ¿Pero no nos habían dicho que los gobiernos deben hacer lo que quiere el pueblo? Linda consigna si fuera cierta. El problema, o los problemas, que se presenta para que esta ilusión se haga realidad son muchos, entre otros la propia definición de lo que se entiende como “pueblo”, sobre todo cuando parece estar muy instalada la imagen visual de un pueblo vigoroso, único y sabio marchando seguro por los caminos de la historia.
Ni Paraíso ni Infierno
Pues bien, en el mundo en que vivimos las cosas no son así. ¿Solo nos queda resignarnos a someternos a gobiernos que siempre van a estar en contra de nosotros? Para nada. Lo que digo es que asegurar la convivencia social de millones de personas con intereses diversos e incluso antagónicos, es un oficio arduo. No estamos condenados al infierno, pero tampoco bendecidos a vivir en el Paraíso. Infierno y Paraíso, si es que existen, no son lugares de este mundo, pero sobre todo no son realidades de la política. En todo caso no deben serlo. La vida real se consume con otros insumos: el realismo, la esperanza, el desencanto. Y no mucho más.
Después, o acompañando todo esto, está la política con sus intereses, sus especulaciones, sus estrategias de poder y sus habituales zancadillas. Las tarifas aumentan y la gente se enoja y a los políticos opositores no se les ocurre nada mejor que suponer que ha llegado su hora y que Macri lo mejor que debe hacer es empezar a calentar el motor del helicóptero que espera en la terraza de la Casa Rosada. Periodistas cercanos al gobierno no vacilan en comparar lo que le está pasando a Macri con lo que vivió De la Rúa. ¿Es tan así? Más o menos. La historia nunca se repite exactamente. El destino de Macri no es necesariamente un helicóptero, pero está claro que no son pocos los que le desean ese destino que encierra algunas de las claves de los vicios políticos criollos.
En efecto, el peronismo por inercia cultural y hábito histórico, no admite -o le cuesta admitir- que un gobierno no peronista concluya su mandato. No todos lo dicen en voz alta, pero son muchos los que lo piensan y, sobre todo, lo sienten así. El helicóptero tiene el vigor de un mito. Es una imagen y un deseo.
Por su parte, la izquierda está aferrada al mito de que la revolución social se hace en la calle y que esa revuelta popular no admite las ataduras institucionales de la democracia burguesa. La calle es la que decide. Y si la calle decide, no cuesta demasiado pensar en que, por un motivo o por otro, la estrategia helicóptero está siempre a la orden del día.
Así nos va. Como se dice en los encabezamientos de toda novela: cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Advertencia que se hace -hay que decirlo- porque las semejanzas con la realidad son muy tentadoras. Traducido a la política, digamos que efectivamente hay pobreza, efectivamente la batalla contra la inflación no ofrece resultados estimulantes. Efectivamente los gobernantes no son malos muchachos, pero tampoco son los más buenos del barrio.
Opciones y responsabilidad
Así son las cosas. El mundo real y la realidad de la política prefieren siempre los tonos grises, las mezclas, lo complejo. Elegimos, pero salvo en nuestras ilusiones, nunca elegimos entre el bien y el mal. Con suerte y viento a favor las opciones que se nos presentan giran entre lo peor y lo menos malo; entre lo preferible y lo detestable. Y las seguridades son siempre escasas.
En todos los casos elegimos siempre. Y no solo votando. También expresando nuestras adhesiones y rechazos todos los días. Me pueden disgustar los aumentos de tarifas y las declaraciones de Aranguren o los salarios que nunca alcanzan, pero mucho más me disgustan los rostros de D’Elía , Moyano o Moreno encabezando la protesta.
Es probable que el actual gobierno no sea brillante, pero es el que hemos elegido y es el que sigue proponiendo algunas metas deseables. Las críticas que le podamos hacer son justas y necesarias, pero no alcanzan para convencernos de que lo mejor que nos puede ocurrir es el retorno de lo peor del pasado. Y, en este caso, el retorno de sus rostros más siniestros y sus hábitos más detestables.
¿Necesariamente debe ser así? ¿Y toda oposición a Macri cae en la cloaca donde retoza Guillermo Moreno? Supongo, y quiero creer, que hay otras posibilidades en la Argentina, pero hasta la fecha la lógica de los procesos políticos parecen polarizarse en estas opciones. ¿Maniobra de Macri para favorecerse? Tal vez, pero no estoy del todo seguro. Es probable que haya una vía del medio, como le gustaba decir a Massa, pero el hecho de que no pueda asentarse es sintomático. Es decir, expresa de alguna manera la impotencia o las dificultades de esa supuesta tercera vía. Dificultades que no provienen solamente de la astucia de Macri.
Después, están nuestros hábitos dramáticos, la tendencia a creer que cualquier dificultad del gobierno es la antesala del infierno. Si gobernar es comprar problemas, administrar esos problemas es jugar con fuego todos los santos días del año. En diciembre del año pasado la oposición creyó que la lucha contra el ajuste jubilatorio era un ensayo de la Marcha sobre Roma o las agitaciones revolucionarias en San Petersburgo. Cinco meses después, debemos admitir con cierta resignación y cierta culpa, que no era para tanto. Que el tema merecía discutirse pero no justificaba ese despliegue de furia que prometía incendiar el Congreso.
Ahora son las tarifas. Y mañana serán los sueldos de los maestros. O alguna muerte perpetrada por un hampón. ¿Ante cada episodio vamos a reaccionar como chicos malcriados, como si el destino de la humanidad se jugara en cada uno de esos conflictos? Para pensarlo. Pero mientras tanto no perdamos de vista que nuestro mal humor, nuestros recelos, no son políticamente neutros y que por cada una de nuestras reacciones públicas alguien en las sombras o en la luz se beneficia o se perjudica. Aprendamos en definitiva a ser responsables. A saber que debemos responder por nuestros actos.