“Cuando huye el día” o “Las fresas salvajes”, es una película de Ingmar Bergmann filmada en 1957 y para muchos –entre los que me incluyo- su mejor realización. Trabajan en este film Víktor Sjostrom, Ingrid Thulin, Bibi Anderson y Max Von Sydow, es decir sus actores “fetiches” o si se quiere, preferidos. En “Cuando huye el día” están presentes los temas, las preocupaciones e incluso la obsesiones del director: los sueños, la muerte, la vejez, la soledad, los recuerdos, la fe en Dios. Isaac Borg es un médico de alrededor de ochenta años que debe viajar desde Estocolmo a Lund para recibir el doctorado honoris causa. Es viudo, tiene un hijo que también es médico y vive en una inmensa casa atendido por una empleada, la única persona que se atreve a contradecirlo. Después de una pesadilla en la que se le anticipa la muerte, decide no viajar a Lund en avión sino en auto. Lo acompañará su nuera que está embarazada pero su esposo le ha dicho que no quiere traer hijos al mundo, motivo por el cual están a punto de separarse. El viaje a Lund es un viaje al pasado de Isaac Borg, en una edad en lo que los hombres tiene mucho pasado y muy poco futuro. Visitan una casa en la cual pasaban las vacaciones con su familia en los años de su adolescencia cuando estaba enamorado de una muchacha que luego se casará con su hermano. En el viaje “levantan” a tres jóvenes: dos muchachos y una chica, que viajan a dedo hasta Italia y que serán una bocanada de aire fresco para el viejo médico; tienen un accidente en la ruta con otro auto en el que viaja una pareja que no hacen más que agredirse en nombre del amor y la religión; en algún momento cargan nafta en la estación de servicio del pueblo donde Isaac trabajó de médico cuando era joven y se dice para sí que nunca debería haberse ido de ese lugar. También visita a la madre, una mujer solitaria y despótica de casi cien años, y en un alto del camino, mientras almuerzan con el mar y la montaña como paisaje de fondo, discuten de religión con los jóvenes, uno de ellos a punto de ordenarse de pastor y el otro, ateo. Allí es cuando Isaac, con la ayuda de su nuera, recita este poema de John Olof Wallin que, Bergmann lo recordará luego en su última película: “Saraband”
¿Dónde está el amigo
que busco por doquier?
Cuando apunta el día,
mi inquietud también aumenta,
cuando el día muere,
lo busco todavía.
Aunque el corazón me abraza
yo voy siguiendo sus huellas.
Voy siguiendo sus huellas
en cualquier brote de vida:
el aroma de la flor,
la esbeltez de la espiga,
en el suspiro que lanzo y
en el aire que respiro,
está presente su amor y
oigo cantar su voz
en el viento del estío.
Isaac no responde a las preguntas de los jóvenes sobre la existencia de Dios. O responde con ese poema. La película tiene lo que se diría un final feliz atendiendo el atormentado universo simbólico de Bergmann. Después del acto de la universidad, su hijo se reconcilia con su esposa, él se reconcilia con su nuera, los jóvenes se despiden con cantos y promesas de afecto y el anciano se duerme con sus recuerdos, en particular con las imágenes de ese rincón de fresas o frutillas salvajes de la vieja casa de vacaciones y las de aquella muchacha, Sara, de la que se enamoró sin esperanzas cuando era un adolescente.
FRESAS SALVAJES
a INGMAR BERGMAN
poema de OSCAR PORTELA
Antaño abril hablaba por boca del azul
más profundo, y era el deseo más hondo
aún que la memoria recogida en azules
y en parloteos de tordos que hablan
secretamente en solitarios senderos
del lenguaje. Pero ahora que huye el día
y las salvajes fresas pesan sobre los
nombres, y las sombras de lo que no
fue entregado y recibido enfrían el jardín,
ahora que los recuerdos yacen inertes como
sangre de potros que en un lejano
invierno ponían alas al deseo de ser, ahora
que soy interrogado por las sombras,
y la soledad no es sólo una hermosa
palabra, sino testimonio del canto
secretamente presentido en otros, y en la
imagen del aquél que dándose protege
y consuma lo sagrado en el hombre, ahora
que los años murmuran sabemos
que nada fue cumplido, y que toda
esperanza es una sombra que pasa,
la luz de un día que huye y el más denso
secreto que las salvajes fresas retienen junto
a sí. Cruel es el azul y frío de este abril
que presagia el nacimiento de los
sueños. Agrio el sabor de los años que
sostuvieron mi niñez, cuando la iniquidad
subía a la cabaña donde frutos maduros
aún sostienen la libertad, y el poeta
suicida sube también, en busca de la
estrella del sentimiento pensado que nos
revele el ángel del camino. Nubes
oscuras ascendían al cielo, y el invierno
que dura venía para quedarse sobre mi.
¡Hijo de quien soy, de que tarea,
de que vana confianza en la palabra y en la
sangre de la palabra que florecía sobre
un alba más rosada que los labios de Eros?
Pueden decirme el texto desbrozado,
los paisajes más cálidos, los afanes y trabajos
del mundo para que permanecer aún
junto a las fuentes, solitario, esperando la
consumación del día que huye y recordando
el olor de las fresas salvajes del jardín
de otros días?
Las imágenes ceden ante
la luz de invierno y el azul congelado
en el éter es un anuncio de la noche que viene.
¿Qué podrá sostenerme si lo no
revelado en la afanosa sangre no se hace uno
conmigo, si al donarnos la vida no nos crece
la muerte para hacernos uno con todo?
Preguntar es la plegaria del pensamiento.
Pero esperar sin preguntar, calladamente,
es la osadía de ser, cuando la noche cae sobre el mundo
“Cuando huye el día”, poema de Hugo Gutiérrez Vega
Un día soñamos con nuestra propia muerte.
Arribamos a una ciudad sin nombre
y miramos la hora en un reloj sin tiempo.
Entonces, recorremos
las calles del espanto
hasta ver nuestro cuerpo
cayendo de los brazos de la muerte,
sentimos la presión de nuestra mano
y la mirada de nuestros ojos
y se inicia vida…
se inicia como un sueño menos real,
como una sucesión de antiguas culpas,
como una pregunta lanzada
a la esfinge que sabe
la causa del dolor.
Quedó lejos la casa de la infancia;
la primavera recostada
en las márgenes del lago;
el misterio anochecido,
los besos en la nuca
y lo que no fue
y nos dejó
un sudor frío
instalado en las manos.
Después, el bien y el mal,
su vieja pugna
con las exigencias
y el frío solitario
y las noches aturdidas,
multiplicadas en las páginas del libro,
y la alegría muerta
en los brazos del tedio
y las palabras detenidas
y los ojos sin lágrimas
(recemos por que nos sea concedido
el don de lágrimas)
y nuestra soledad
girando, girando, girando
por la escalera de la noche
por el día,
por las tardes
perdidas bajo los muros,
lejos del muelle
y de las barcas ancladas,
y nuestra ignorancia
del crepúsculo
y la agonía no sentida
ni presentida
hasta que el sueño
nos la anuncia.
Crece el dolor
en el espejo de la soledad
Para vivir requerimos
el viento de la infancia.
El nacimiento
del crepúsculo
nos hace recordar
la morada del padre.