El cura Ramón y la señorita Cata

—Lo único que nos faltaba -dice Marcial-, ahora se movilizan en contra de los corpiños… Pregunto: ¿no tienen otra cosa que hacer en la vida que dedicarse a atacar a los corpiños?

Marcial acaba de pedirle al mozo su té con galletitas, pero la gestión no le impide expresar sus quejas. José, que hace rato que ha llegado, lo mira socarrón y le dice:

—Pensaba que los liberales progres como vos apoyaban estas manifestaciones.

—Lo de liberal te lo acepto, lo de progre corre por tu cuenta.

—A mí no me parece mal que se proteste por eso.

—¿Qué te va a parecer mal a vos, justamente a vos, que pertenecés por elección propia a esa fuerza política, cuya rama femenina cantaba a voz de cuello esa estrofa tan delicada y elegante y lo hacían con esa delicadeza y elegancia que siempre los distinguió?

—¿Qué estrofa era?

—“Sin corpiños y sin calzón, somos todas de Perón”.

—Lo hacían para escandalizar a las señoras gordas de la Acción Católica -responde José-.

—Me parece que del lado de ustedes las señoras gordas estaban muy cómodas.

Yo los escucho y en algún momento digo, como para contribuir a la confusión general, que la escuela tiene cosas más importantes que hacer que controlar si las chicas van o no con corpiño.

—No estamos en los tiempos de Ñaupa -digo-, no creo que una chica con o sin corpiño haga diferencia.

—Yo me permito intervenir en este debate tan íntimo -dice el cura Ramón-, recordando mis lejanos años de la niñez…

—¿Era alumno en un colegio de monjas? -pregunta José con tono zumbón-.

—Nooo -responde el cura y una leve nube de impaciencia le cruza por los ojos-, fui alumno de una escuela pública…

—Esas escuelas sin Dios y sin patria -agrega Marcial-, continuando con la jarana.

—Para estar con Dios yo no necesito de la escuela… pero no me voy a pasar la mañana contestando las chicanas impiadosas de ustedes, que a esta altura del partido ni el diablo querrá darles hospedaje… A lo que iba es que en aquellos años, que ahora me parecen más lejanos que nunca, nuestra vieja maestra nos esperaba a la entrada del grado y nos miraba las manos para controlar si teníamos las uñas limpias, y nos inspeccionaba las orejas y las rodillas, y si estaban sucias nos mandaba a lavarnos, y a veces nos lavaba ella. Y a ningún padre y mucho menos a ningún alumno se le ocurrió que la señorita Cata estaba violando nuestros derechos humanos o que era autoritaria.

—¿Y acaso no lo era?

—Jamás se me ocurrió usar esa palabra con ella; la señorita Cata era la señorita Cata y punto… Es verdad, nos tenía cortitos, pero también nos mimaba… una caricia y un tirón de orejas y nosotros felices.

—¿Y a usted le parece bien eso?

—Me parece perfecto… recibíamos una clase de higiene y una clase de modales. Tan mala no debe de haber sido porque hasta el día de hoy, yo y mis compañeros de grado, los que aún quedan, la recordamos con cariño y respeto. Es más, una vez, hace una ponchada de años la vi; yo ya estaba ordenado y sin embargo, después de saludarme y decirme que estaba orgullosa de mí, agregó a continuación que se había enterado de que me había agarrado a puñetes con unos herejes como ustedes.

—¿Y qué más le dijo?

—Me dijo que yo era un sacerdote y que debía predicar con el ejemplo, que era una vergüenza que anduviera repartiendo trompadas por allí, que era una vergüenza, pero que no le extrañaba porque desde chico fui peleador y travieso.

—¿Y no se defendió, no le contestó nada?

—Jamás me hubiera atrevido a contestarle a mi señorita Cata; con el obispo puedo cruzar algunas palabras, pero nunca con la señorita Cata… si ella lo decía era porque tenía razón y punto. Agradecido por su reto y agradecido que por lo menos no me haya pegado un tirón de orejas.

—Estoy de acuerdo con usted -completa Marcial-.

—Los reaccionarios laicos y los reaccionarios religiosos se juntaron.

—Y a vos hijo de Dios -exclama el cura-, ¿te parece reaccionario educar a los chicos en normas básicas de convivencia? ¿Es lo mismo estar limpio que sucio, bañarse que no bañarse, estar vestido o desnudo, hablar y escribir correctamente, que comunicarse con señas…?

—Está mezclando melones con sandías.

—Para nada… educarse es todo eso.

—¿Y la libertad?

—Cuántos crímenes se cometen en su nombre -exclama Marcial-.

—Llamalo crimen o lo que sea -contesta José-, pero hablamos del derecho de una chica a ir a la escuela sin corpiños.

—¿No te parece que los derechos y las libertades se instituyeron con demasiados esfuerzos y pagando grandes costos, como para justificar las guarradas de una mocosa de dieciocho años que recién está en cuarto año? -pregunta Marcial-.

—Yo en la escuela parroquial de mi barrio no voy a andar controlando si las señoritas van o no van con corpiño, pero ciertas normas deben cumplirse y hoy más que nunca. Porque si hablamos de derechos también tenemos que hablar de deberes, y si hablamos de libertad también tenemos que hablar de orden y si hablamos de progreso, también tenemos que hablar de tradiciones.

—¿Todo eso tenía presente su señorita Cata?

—Eso y mucho más. La señorita Cata controlaba si estábamos limpios y se lo agradezco que lo haya hecho, como también le agradezco las clases que nos daba de matemáticas, lengua y esa materia que se llamaba Desenvolvimiento… Con la señorita Cata aprendimos a leer y a escribir, a sumar y a restar, a multiplicar y a dividir. Éramos chicos del campo; muchos, hijos de italianos analfabetos o semianalfabetos, por lo que a ella le debemos mucho: saber hablar, saber tener un libro en la mano, saber expresarnos, saber pensar… también me enseñó a aprender a respetarme a mí mismo… aprender a respetar a los otros… respetar… aunque a ustedes no les guste, la autoridad…

—Esas eran maestras -exclama Marcial-.

—Ya te veo venir con algún desplante reaccionario -apunta José-.

—Para reaccionario te los dejo a tus amigos Baradel y Yasky -replica Marcial en el acto-.

—Siempre pensé que los reaccionarios estaban en otra parte.

—Para nada… ese lugar lo ocupan ellos… ellos, los principales responsables de la degradación de la escuela -acusa Marcial-.

—Me parece que la cosa es un poco más complicada… la crisis educativa es algo mucho más serio que lo que pueda expresar Baradel.

—Yo me entiendo -dice Marcial-, pero si ese tipo es la expresión de los docentes actuales, está claro que la educación en la Argentina está jodida.

—¿Usted qué opina cura de esto?

El padre Ramón lo mira, toma un trago de mate cocido y después con su mejor cara angelical contesta:

—Yo en política no me meto…

—Usted sí que sabe gambetear -le digo-.

—Más o menos, me defiendo, cuando era más pibe jugaba en un equipo que armamos en el seminario -contesta el cura-.

—¿Y en qué puesto?

—En la defensa; no dejaba pasar a nadie.

—Me lo imagino, el puesto ideal para usted -respondo-.

—Pero ya que nos metimos en el tema -agrega el cura Ramón-, te digo que poco y nada podemos esperar de la educación en el mundo que vivimos si los referentes populares y los ídolos de las multitudes son los jugadores y los dirigentes deportivos.

—No me diga que ahora se va a tirar contra el fútbol -dice José-.

—No me tiro contra nadie, y mucho menos contra un deporte que en mi parroquia aliento a que practiquen los chicos y los muchachos…

—¿Y entonces?

—Entonces lo que hago es hacerme preguntas, los que tenemos el hábito de la oración nos gusta meditar sobre lo que nos pasa…

—Yo no rezo y hago lo mismo -observa Marcial-.

—No es lo mismo -responde el cura-, te aseguro que no es lo mismo, pero dejemos ese tema por ahora de lado… Lo que digo es que hay un problemita o un problemón con una sociedad que parece muy exigente, por lo menos de la boca para afuera, con la corrupción y los políticos, y sospechosamente complaciente con sus ídolos populares.

—No sé adónde quiere llegar.

—A lo que ya deberías haber advertido, que los mismos que ponen el grito en el cielo por un diputado que cobra un pasaje de avión, se quedan en el molde con jugadores que ganan millones de dólares no por año, sino por mes, y a veces por día. Y mientras tanto evaden impuestos, abandonan esposas e hijos, consumen drogas y se jactan de ello y nada de todo esto les impide a esa gran masa del pueblo ir al otro día a la cancha y aplaudirlos hasta pasparse las manos.

—No comparto -dice José.

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