Haroldo Conti fue secuestrado en la madrugada del 5 de mayo de 1976 en su casa de calle Fitz Roy en Villa Crespo. Acababa de llegar con su esposa, Marta Scavac, de ver la película El Padrino II. En la casa lo esperaban ocho o nueve tipos armados hasta los dientes dispuestos a matar y muy en particular decididos a robarse todo. Botín de guerra que le decían los aguerridos defensores del mundo occidental y cristiano. Y pensar que la mujer de Conti le dijo, mientras salían del cine, que estaba impresionada por la ferocidad de los mafiosos sicilianos.
Desde hacía por lo menos seis meses los amigos le advertían a Conti que lo estaban siguiendo y que lo que mejor que podía hacer era irse del país. No quiso hacerlo. Sostenía que un escritor comprometido debe quedarse en su puesto de combate, es decir, en el escritorio donde estaba escribiendo su última novela que nunca publicó. Sus asesinos sabían muy bien lo que tenían que hacer. A los dos hijos de Conti -una niña de siete años y un bebé de tres meses- los durmieron con cloroformo; a Marta le propinaron unos cuantos golpes, la encapucharon, la manosearon porque no se iban a privar de esa delicia, pero no la llevaron. El otro habitante de la casa era un amigo alojado desde hacía unos días y que esa noche se había quedado a cuidar a los chicos mientras ellos iban al cine. Juan Carlos Fabián se llamaba. Ni a a este amigo ni a Conti los encapucharon. No era necesario. Los condenados a muerte no hablan, no pueden hablar. Y mucho menos reconocer a nadie
Marta nunca más lo vio a su marido. Un policía «bueno» le permitió despedirse: un beso de él cerca de la boca que sangraba por los golpes, una palabra de amor y el pedido para que cuide a los chicos. Horrorizada por todo, Marta en ese momento cruzó otro círculo más del infierno, porque supo que ese hombre, su marido, que acababa de besarla y hablarle al oído, era un condenado a muerte, alguien a quien nunca más iba a ver.
Después lo buscaron por cielo y tierra. Como dijera García Márquez: movimos todo lo que pudimos mover, por derecha y por izquierda. Marta se refugió con sus hijos en la embajada cubana y pudo salir del país gracias a una gestión «discreta» de Omar Torrijos. De Haroldo Conti, nada.
Unas semanas después del secuestro, Videla recibió en la Casa Rosada a Alberto Ratti, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y el padre Leonardo Castellani, el querible «cura loco». Ratti, en nombre de la Sade, le presentó a Videla una lista de once escritores desaparecidos, entre los que estaba Conti. El cura Castellani le pidió personalmente por su alumno del seminario. Videla dijo que se iba a ocupar y a otroa cosa mariposa. Cinco años después, casi a punto de dejar la presidencia, admitió en una conferencia de prensa que Conti estaba muerto. Nada que a esa altura del partido sus amigos y familiares no supieran.
Entre 1976 y 1981, se tocaron todas las relaciones que se pudieron tocar, Arturo Illia habló con un jefe militar y no le llevaron el apunte. García Márquez se reunió con Massera en México y tampoco hubo resultados.
Según se supo después, al cura Castellani le permitieron verlo. Debe de haber sido a mediados de junio. El cura nunca dijo nada de esa «entrevista», pero por lo que se pudo saber alcanzó a darle la extremaunción; tibio y tímido consuelo para alguien que ya no era de este mundo y que venía del infierno.
Conti simpatizaba con el PRT, defendía la revolución cubana y había estado en Cuba un par de veces como jurado de Casa de las Américas. Por lo que se pudo saber no era lo que se dice un militante; pudo haber sido correo, pero no mucho más que eso. Claro que no era inocente; nadie o casi nadie lo era en esos años, pero «la gran puta madre que lo parió», no merecía morir y mucho menos morir así: destrozado a golpes, sometido a tormentos durante semanas, martirizado sin compasión.
Fue un gran escritor. Sus cuentos y novelas se pueden leer hoy con placer. Su universo es la llanura de la provincia de Buenos Aires y las islas del delta. Allí están «Sudeste», «En vida», «Alrededor de la jaula» «Mascaró», y sus hermosos cuentos.
Conti es un gran creador de ambientes, de espacios, de climas. Su escritura fluye, como le gustaba decir a Pavese a quien admiraba. Por lo demás quienes lo conocieron en Buenos Aires, en Chacabuco, en sus islas del Delta, aseguran que era un gran tipo: buen amigo, generoso, solidario y poco afecto al vedetismo y las poses neuróticas de ciertos intelectuales. Le gustaba el río, la isla; le gustaba viajar, conversar con la gente; se interesaba por sus vidas; le gustaba compartir un vino y un asado con sus amigos; le gustaba vivir y suponía que para que ello fuera posible era importante que muchos otros vivieran bien.
Su escritura está a la altura de sus percepciones. Él fue un hombre honrado y valiente, pero su escritura es profundamente ética. Como fue la de Hemingway, Faulkner y Guimaraes Rosa. Nunca dio consejos, pero a veces escribía cosas como estas. «No sé si tiene sentido, pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino; despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón; que nadie recuerde tu nombre, sino esa vieja y sencilla historia».
«Todos los veranos» es tal vez su cuento más bello, más triste y más noble. El personaje, un niño, casi un adolescente que habla de su padre, un hombre del río, un hombre rústico, de pocas palabras, mucho oficio y algunos libros.
Así empieza:
A veces pienso en mi viejo. O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la costa y pienso en mi viejo…
En realidad mi recuerdo parte de ahí. Lo demás es incierto y fragmentario y parece el recuerdo de otro. Ahora mismo, a pesar del tiempo, lo veo sentado en el piso de la pequeña galería que daba al frente con el sombrero tumbado sobre los ojos y los pies apoyado en la baranda. Casi toda la semana se la pasaba echado allí fumando aquellos cigarros apestosos, con una botella de caña paraguaya al alcance de la mano.
-Hijo- solía decir con esa voz profunda que le salía de adentro y medio cigarro entre los labios-, la verdad que Dios hizo seis días para descansar y el séptimo para trabajar, ya que no había más remedio. A veces el sexto y el séptimo, según como vengan las cosas. Pero estos mierdas de ingleses han dado vuelta todo el asunto.
Culpaba a los ingleses de cualquier cosa, aunque el motivo no era muy claro
No duró mucho esta vida porque con el viejo no había cosa que durase demasiado, Los viajes siguieron por un tiempo pero se hicieron cada vez más espaciados. En uno de los últimos volvió con aquel perro taciturno que lo acompañaría hasta el fin de sus días. Se llamaba Olimpio.
-¡Vamos Olimpio! No te quedes ahí mirándome como un idiota…esta es tu casa muchacho.
Era muy dulce la voz del viejo en aquella ocasión, aquella tardecita de primavera. Y el perro meneó la cola y saltó a tierra y vino hasta él y le olió una pierna. Recuerdo todo eso. Aquella noche encendió un fuego frente a la casilla, y los tres, incluyendo a Olmpio, nos sentamos alrededor de las llamas.
Siempre que volvía de la costa el viejo traía un poco de cordero y lo asaba sobre las brasas. Yo esperaba que dijera algo sobre el perro y efectivamente fue lo que dijo:
-Hace rato que estaba pensando en esto…Un perro es más importante que una mujer por estos lados -reflexiono un instante, pensando que probablemente yo no supiera todo lo importante que es una mujer, y entonces añadió: – Un perro es importante sin necesidad de compararlo con nada, así piojoso y todo. No es necesario que te explique los motivos porque son muchos y porque el tiempo te los va a enseñar mejor que yo. En fin, ¿te gusta o no te gusta?
Su amigo el Cuervo volvió cinco años después con el Alagoas, pero según el viejo para ese tiempo ya había perdido la garra. Aquellos ojos estaban ahora vacíos y todo su rostro respiraba tristeza. Detrás de sus palabras y sus gestos habitaba la misma melancolía que en el corazón de mi padre. No era la vejez, porque ninguno de los dos era realmente viejo, sino ese humor vagabundo que les viene del río y que los penetra como la humedad. Algo que se apodera de uno poco a poco y está en los barcos y las islas y la costa. Sobre todo en ese ancho río que se pierde en el horizonte hasta el sudeste, contra el cielo impreciso del atardecer.
Allí está mi padre en el recuerdo, apenas desdibujado por los años, chapoteando bajo aquella lluvia al parecer interminable. Lo veo pasar ahora mismo, una y otra vez, cubierto con aquel capote que olía a humedad, atareado en cosas incomprensibles, detenidos de tanto en tanto para observa el cielo o escuchar un ruidito.
Recuerdo esos días, recuerdo el aire y la luz de esos días, porque fue la primera vez que sentí los mismos síntomas que mi padre, esa oscura ansiedad que me oprimía el pecho. Por primera vez, como mi padre, sentí la alegría y la tristeza de ser un hombre solitario, y ansié metas distantes y aguardé la mañana seguro de grandes acontecimientos, y por la noche me estremecí de imprecisos deseos, percibiendo voces y ruidos remotos suspendidos como esferitas en la laxitud de las sombras…
Al poco tiempo olvidó el motivo inicial de aquellos viajes y comenzó a vagar de un lado para otro sin preocuparse demasiado por la pesca…Hasta que esto perdió también su interés. Entonces enmudeció del todo y se limitó a vagar sobre el río las horas y los días…
Dos o tres veces salí con él. No habló ni una palabra. Ya no decía «Hijo, esto», «Hijo, aquello», como tenía por costumbre y como a mí, después de todo, me gustaba oírselo decir. Ya no decía nada. Se sentaba en medio del bote y comenzaba a remar con esa pachorra propia de los viejos, sin proponerse llegar a ninguna parte. Por la noche nos acurrucábamos en el fondo del bote y dormíamos cubiertos con una lona, el perro entre los dos…
Muchas veces llegué a olvidarlo, pero muchas veces volvía hacia él impresionado de pronto por esa gran soledad que despedía mi padre…
Fue una ilusión eso de olvidarlo. Ya para entonces el viejo había penetrado en mi vida de una manera lenta y obstinada. Ahora, en el recuerdo, revivo aquel aire taciturno, ese estar y no estar en medio de las cosas, esa turbadora presencia del cuerpo abandonado al tiempo, esa leve y remotísima ironía.
El último tiempo fue un largo y casi ininterrumpido vagabundeo sobre el río. En realidad parecía buscar algo. Su corazón nunca estaba allí, donde estaba el resto de su cuerpo. Siempre más adelante, o en cualquier lugar, pero no allí.
Una confusa ansiedad, apenas una llamita vacilante, lo apremiaba cada mañana con mansa, pero terca insistencia. Conozco ahora esa misma ansiedad, esa congoja y esa alegría a un mismo tiempo, ese anhelo desasosegado por algo impreciso que le hace a uno erguir la cabeza y aspirar profundamente como si le faltase el aire.
Hasta que partió por última vez, una mañana de marzo cuando ya los signos del tiempo eran completamente claros. Lo vi cargar el bote, cada cosa en su lugar, y los aparejos de pesca en la cajonera de popa. Y partió. Un semana después no había vuelto. Un mes después no había vuelto…