Hugo Santiago

Hace un par de semanas desde París -como no podía ser de otra manera- llegó la noticia de que había muerto el director de cine, Hugo Santiago, considerado por el crítico Ángel Faretta (controvertido, «loco», pero el que más sabe de cine en la Argentina) el director que mejor nos representa, porque así como Borges supo encontrar las cadencias de nuestro lenguaje y Piazzolla de nuestra música ciudadana, Hugo Santiago elaboró las claves del lenguaje fílmico argentino y el testimonio de ese logro estético son sus dos películas, a mi juicio centrales: «Invasión» y «Las veredas de Saturno».
Si Onetti inventó Santa María y Faulkner el condado de Yoknapatawpha, Santiago construyó Aquilea, una ciudad que se parece a Buenos Aires pero no lo es y un país que se parece a la Argentina y tampoco lo es, aunque al final del camino presentimos que Santiago habla de Buenos Aires y Argentina, pero lo hace desde el cine y a través de un complejo proceso de transfiguración artística.
«Invasión» se filmó en 1969, el guión está escrito por Borges y Bioy Casares (una afirmación que de todos modos merecería matizarse) y el escenario es una ciudad a punto de ser invadida por no sabemos muy bien quiénes, aunque sí sabemos que hay un grupo de hombres de trajes oscuros decididos a resistir esa invasión liderados por un veterano salido de la mitología de Borges y Bioy, aunque tengo para mí que ese Juan Carlos Paz de la «Invasión» se parece más a los personajes de Manuel Peyrou, una presunción que estimo no ofendería ni a Borges ni a Bioy porque, después de todo, «Manuel es un amigo». 
«La Invasión» ha merecido lecturas diversas y contradictorias. Desde quienes estiman que los invasores son imperialistas, a quienes consideran exactamente lo contrario, es decir que los invasores representan la barbarie peronista o ese enemigo impreciso pero certero que temen los dos hermanos que habitan en aquella «Casa tomada» de Julio Cortázar. 
La deliberada ambigüedad de Santiago y de los guionistas permiten estas variaciones de lectura, motivo por el cual me permito postular que en realidad «La invasión» construye un universo «metafísico» no muy diferente al de Dino Buzzatti y su «Desierto de los tártaros». 
Cabe señalar, por último, que al final de la película y verificada la derrota de los resistentes, aparecen unos jóvenes -ya no usan trajes ni se peinan a la gomina- que se plantean que la lucha debe continuar pero con otros métodos. ¿La generación del sesenta y la lucha armada? Puede ser, pero en el caso que nos ocupa importa destacar los avatares de esa generación que por razones de militancia o búsqueda de otros cielos, decide exiliarse, por lo que ingresamos en la otra gran película de Santiago «La veredas de Saturno», con guión de Juan José Saer y Jorge Semprún, la actuación del bandoneonista Rodolfo Mederos y el propio Hugo Santiago.
«Las veredas de Saturno», fue calificada como la película del exilio, pero es mucho más que eso, entre otras cosas porque su lenguaje fílmico -los planos cortos, la sucesión de travelings, la iluminación, los ángulos de cámara- demuestran que Santiago aprendió muy bien las lecciones de su maestro Bresson y reflexionó a fondo acerca de algunos mitos nacionales como el exilio, el tango, el retorno, la derrota y las pesadillas.
También se lo intentó comparar con Pino Solanas y su «Hora de los Hornos» y «El exilio de Gardel», una comparación imposible, pero que si algún sentido tiene hacerlo es para apreciar como la obra de Santiago está en las antípodas de los panfletos publicitarios de Solanas.
En «Las veredas de Saturno», Fabián Cortés, (Rodolfo Mederos) es un bandeonista argentino exitoso en París que empieza a preocupar a sus amigos y a su novia Danielle -abogada francesa defensora de los derechos humanos-  por sus cada vez más habituales desapariciones nocturnas y, sobre todo, por su insistencia en afirmar que camina por las calles de París con Eduardo Arolas, un dato que los espectadores verificamos porque efectivamente a Fabián y a Arolas vagabundear por las orillas del Sena y las callejuelas del Barrio Latino, un dato que en la ficción se normaliza, aunque todos sabemos que Arolas murió hace más de sesenta años. «Las veredas de Saturno» reflexiona sobre los dilemas y contradicciones del exilio existencial y el exilio político. Aquilea está en manos de los militares, la represión a la disidencia es salvaje y a París llegan exiliados decididos a prepararse para retornar a Aquilea y continuar la lucha armada ignorando que los servicios de inteligencia de Aquilea también están en Paris y decididos a matar. Los dilemas y contradicciones  de los exiliados se presentan en la película con todas sus complejidades. Reuniones de argentinos en casas donde comparten asado, vinos, chistes; escuchan tangos, juegan al fútbol, discuten y extrañan. ¿Quiénes somos? ¿Qué es el exilio? ¿Qué puede pasar con Aquilea?. Un poema de Hoelderlin inscripto en una artesanía nos da un indicio: «Somos un signo sin ningún sentido, más allá de todo dolor y hemos confundido nuestra lengua en el exilio».
Fabián Cortés está a punto de dejar París, dejar a sus amigos, dejar a su novia Danielle, para regresar a Aquilea. A sus recitales de despedida asisten sus viejos amigos intelectuales, los militantes de izquierda que también regresan, un Arolas sentado a una mesa que solo reconoce Fabián, un Hugo Santiago de lentes, saco, corbata, bufanda blanca y un whisky en la mano, una Danielle parada a su lado y en alguna mesa los parapoliciales que en su momento harán lo suyo. Una cámara recorre el local, se detiene en los rostros, en las mesas, en los objetos y ese es uno de los momentos más bello y sugestivo de la película.
Danielle, parada al lado de Hugo Santiago, le dice mirándolo a Cortés que ha empezado a interpretar «Maipo» de Arolas:
-Toca bien.
Y Santiago responde sin dejar de mirar en dirección al escenario, moviendo apenas los labios:
-Nunca tocó mejor…¿y sabés por qué? Porque está exiliado…el exilio es una alta condición; un trabajo inútil, un ascetismo, una manera de vivir, una nostalgia sin esperanza, un modo de tocar el bandoneón.   
Mientras Fabián Cortés continúa con Arolas, Danielle le comenta a Santiago:
Habrá sido una dictadura atroz, pero un día caerá y las cosas volverán a ser lo que eran…un país normal. 
Y la respuesta de Santiago es de una rigurosa e inquietante actualidad
-Aquilea nunca fue un país normal…
Y lo dice en un tono que podemos traducir así:
«Aquilea (Argentina) nunca fue ni será un país normal».
Danielle observa, siempre hablando en voz baja: 
«Ustedes los aquileanos son una montaña de orgullo ¿no creés?… 
Y Santiago, sin dejar de escuchar la música, con el vaso de whisky en la mano y apenas moviendo los labios: 
«Ya lo éramos de exiliados; pero ese día de regreso, los que entren a tomar un simple café no podrán poner el terrón de azúcar como antes, ni beberlo del mismo modo. Los gestos serán otros. Algo terrible habrá ocurrido para siempre. Y dentro de dos o tres años, cuando pongan orden, tratarán de hacerlos volver pero no los encontrarán. Estarán muertos o quebrados. Y no habrá otros: el hilo se ha roto y los muertos no tienen hijos».
 
Fabián se despide de Paris caminando por sus calles, recordando lugares, momentos, bares, amigos, casas; conversa con un Arolas que le dice: El misterio es infinito, encontrar una o dos respuestas no cambia nada.Mientras «peregrina» por un París nocturno y somnoliento una voz de mujer dice estas palabras que son las palabras de Fabián y las palabras del exilio:
 
París de mi exilio. Te digo adiós…Primera casa de mi exilio junto a los Campos de Marte, vieja casa condenada que se fue vaciando y me dejó solo bajo el viento que enloquece y puertas golpeando; noticias de un barco que se hunde, casa que dejé sobre el lago de la torre de los castaños, casa que ya no está, que ya no navega más sobre los Campos bajo la nieve muerte hace siete años, revivió en otra sobre el empedrado. Casa primera de mi exilio, reencarnada en otra que dejo, te digo adiós. Calles de mi exilio, les digo adiós. Adiós a las veredas que confundí con otras, a las Columnatas Reales que se parecen a mi Recova. A las Plazas Conmemorativas, a las del espejo o a las del león gris, a las arcadas, a las llanuras de faroles. Adiós Atrio Mayor, hombre a caballo contra las casas redondas. Adiós noches sin Cruz del Cielo del Sur. Adiós damas desnudas que miran el pasto y no el Palacio; patios empedrados, ventanas con vecinos, adiós piedra tallada, pizarra, viga, adiós los puentes. Puentes del Sena que me recuerdan que París es bella. París de mi exilio, adiós París, adiós, te libero de mí. Te agradezco mi exilio; haber acogido mi música y haberme acogido y amado, y haberte amado, y por la mujer que amo, adiós París, adiós Danielle…  

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