Alguna vez, conversando con Juani Saer en su terraza hogareña de calle Mendoza y 9 de Julio, terraza y cuartito que están presentes en sus relatos y novelas, me dijo con cierto tono melancólico y burlón, estimulados por los vasos de vino que llevábamos encima, que necesitó alrededor de cuarenta años, alrededor de quince novelas y otros tantos relatos, más algunos ensayos, para expresar su visión sensible del mundo. Agregó a continuación, que estaba satisfecho con su obra hasta donde razonablemente y sin vanidad es posible estar satisfecho en esta vida, pero que la otra conclusión a la que había llegado, es que la literatura no te salva.
Valgan estas disquisiciones para referirme a Juani Saer considerado, creo que con justicia literaria, uno de los grandes escritores de estos pagos, un escritor que la mitad de su obra la escribió en París, ciudad a la que consideró un patio de su vieja casona de Colastiné. Lo importante de Juani, es su lenguaje, el trabajo con las palabras y su sensible percepción de los real representado en una obra total donde las marcas de Faulkner, los objetivistas franceses y Juanele están presentes y asumidas. Su primer libro publicado, es un puñado de cuentos titulados «En la zona», relatos impecables escritos entre los 20 y los 23 años, relatos que han vencido con generosidad y justicia la prueba del tiempo. Dicho sea al pasar, uno de ellos, «Solas», será protagonista de un escándalo aldeano que dio lugar en 1957 a una movilización de la iglesia católica contra el diario El Litoral por haberse animado a publicar algo que se consideraba un atentado alevoso contra la moral y las buenas costumbres.
De ese libro que pone en evidencia el «don», tal como lo expresaba Truman Capote, que asistió a Juani desde su primera juventud, hay un relato, el último, titulado «Algo se aproxima» que expresa un programa -sin saber exactamente que lo estaba formulando- acerca del futuro de su obra.
«Algo se aproxima», reúne y expresa los mitos y obsesiones que estarán presentes en toda la obra de Saer. Allí están la parrilla, el fuego y las brasas, la carne jugosa, los vasos de vino y los cubitos de hielo, la cebolla picada finita, las rodajas de tomates y el chorrito de aceite, el calor húmedo, el patio de parra, las disquisiciones de los intelectuales de aquellos años, las primeras libertades sexuales y ese hondo sentimiento de desolación y vacío que ponían en evidencia las lecturas de Sartre, un autor que en la biblioteca personal de Juani en Colastiné ocupaba un lugar privilegiado.
Volvamos a «Algo se aproxima». El patio de una casa de estudiantes en un pasillo de avenida Freyre. Dos chicas jóvenes y dos muchachos -él y Barco- que comparten el asado, los amoríos y las charlas. Terminan de cenar y ahora toman vino y hablan. Los personajes de Saer conversan, discuten improvisan y beben. En algún momento, Barco dice:
«Decía que los veo llegar a la casa del otro poeta. Veo a las mujeres haciendo rancho aparte para mostrar cosas recién compradas, y a los hombres sentados en la biblioteca hablando de los últimos premios literarios acordados por los clubes de los que son socios y presidentes de las subcomisiones de cultura. Los veo hablando de la ciudad. Una ciudad. Sí. No te molestes en impedirme continuar. Estoy decidido a hacerlo. Una ciudad es para un hombre la concreción de una tabla de valores que han comenzado a invadirlo a partir de una experiencia irracional de esa misma ciudad. Es el espejo de sus creencias y de sus acciones, y si él se alza contra ella no es que esté denunciando sus defectos sino equilibrándolos. Cómo te diría. En cierta medida el mundo es el desarrollo de una conciencia. La ciudad que uno conoce, donde uno se ha criado, las personas que uno trata todos los días son la regresión a la objetividad y a la existencia concreta de la pretensiones de esa conciencia. Por eso me gusta América: una ciudad en medio de un desierto es mucho más sólida que una tradición. Es una especie de tradición en el espacio. Lo difícil es aprender a soportarla. Es como un cuerpo sólido e incandescente irrumpiendo de pronto en el vacío. Quema la mirada. Hablando de la ciudad, decía. Me gusta imaginármelos. Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, no de una provincia: de una región a lo sumo. Envidio a la gente que no tiene imaginación: no necesita dar un paseo por el sistema solar para llegar a la esquina de su casa. Salen a la puerta de calle y ahí están: el buzón, el almacén con olor a yerba y queso fuerte, el paraíso o el algarrobo agonizando en junio…»