La provocación montada por un puñado de estudiantes en el acto inaugural de la Feria del Libro no es nueva y me temo que tampoco será la última, porque más allá del episodio concreto y los supuestos reclamos que solo el humor criollo puede calificar de “pedagógicos”, lo que está presente en un sector minoritario pero ruidoso de la sociedad argentina es la certeza de que todo lo que se haga en contra de este gobierno es justo y está permitido.
A los provocadores podemos calificarlos de fascistas, nazis o delincuentes, pero ninguna de estas palabras alcanzan a dar cuenta real de ciertas patologías vigentes en nuestra convivencia social y que por ahora escapan a encasillamientos políticos e ideológicos precisos. Dicho esto, importa recordar para quienes desde siempre hemos tenido una preocupación por las relaciones entre política, historia y cultura, que las provocaciones montadas en espacios culturales suelen ser un patrimonio exclusivo del fascismo y de la izquierda totalitaria que también cree en los beneficios de la acción directa y, como los fascistas, comparten la certeza de que el poder político se gana en la calle con minorías intensas y al margen y en contra de las instituciones.
Seguramente la mayoría de los patanes que se dieron cita con máscaras, pitos y matracas en la sala Jorge Luis Borges, ignoran estas consideraciones; ignoran, por ejemplo, que un 10 de mayo de 1933 estudiantes nazis organizaron en Berlín y en las principales ciudades de Alemania la quema de libros considerados judíos y antialemanes y que -maldita casualidad- casi dos semanas antes, un 27 de abril, alentaron asambleas y marchas con golpizas a profesores, cándidos jolgorios que habrían de culminar con el festín de aquella siniestra noche de lluvia cuando con la ayuda de los bomberos se quemaron en la Plaza Hegel, miles de libros.
Seguramente nuestros patanes locales desconocen estos antecedentes, como también desconocen que Jorge Luis Borges, en cuyo homenaje el salón de actos lleva su nombre, fue en diferentes épocas víctima de provocaciones parecidas por parte de la izquierda totalitaria y el fascismo.
Sí es muy probable que algunos de estos personajes recuerden que hace apenas tres o cuatro años la Feria del Libro adquirió notoriedad porque los celadores culturales del kirchnerismo se opusieron a que el escritor Mario Vargas Llosa esté presente porque, según sus propias palabras, es neoliberal.
Pero, como le gusta decir a los abogados, investigadores y positivistas, vamos a los hechos. Los provocadores llegaron al acto decididos a montar el escándalo. El argumento en este caso fue su oposición al cierre de los institutos de profesorado. Tengo para mí que si este no hubiera sido el tema, habrían invocado otro. Si en la Argentina hay gente decidida a movilizarse por el derecho a no usar corpiños, está claro que entonces todo vale.
Pero convengamos que sinceramente nuestros estudiantes están preocupados por el cierre de los profesorados. Según ellos, o de lo que se pudo entender de sus balbuceos, les asiste el derecho a armar un escándalo donde sea porque todas las demás puertas están cerradas. En el fondo, lo que está presente en esta posición es el prejuicio, muy bien traducido por la consigna “Macri basura, vos la puta dictadura”. Pues bien, estamos ante una dictadura y todo vale: desde la violencia a la retórica oportunista, desde el reclamo intransigente de supuestos derechos al rechazo a hacerse cargo de los correspondientes deberes.
Importa tener en cuenta estos antecedentes, porque en estos grupos sus prejuicios, sus “imaginarios” son decisivos a la hora de actuar. Lo que importa es el acto en sí, el escándalo, la provocación; las causas o los motivos pueden cambiar, pero el objetivo “estratégico” de atacar a un gobierno de derecha, no.
En todo esto -es fácil advertirlo- hay mucho de farsa y comedia. Se habla de una dictadura pero no se preguntan cómo es posible que con esa dictadura feroz e insensible un puñado de patanes pueda hacerse presente en la Feria del Libro, el acontecimiento cultural más importante de la Argentina, montar un escándalo y que nadie les diga ni les haga nada. Extraña dictadura en la que pueden hacer lo que se les da la gana: cortar calles, armar piquetes, proclamar las consignas más disparatadas y antisistema. Quienes hemos vivido y padecido las dictaduras sabemos que los lujos que estos chicos se dan solo son posibles en democracia. Y yo sospecho que a esta certeza también ellos la comparten, pero juegan a creer que están en Sierra Maestra o a punto de tomar el Palacio de Invierno o, atendiendo al perfil de otros, preparándose para organizar la Noche de los Cristales Rotos.
Inútil por el momento discutir con ellos que la reforma educativa que propone el gobierno de la ciudad de Buenos Aires se está debatiendo en los espacios institucionales correspondientes; o que el cierre de los institutos no es un acto sádico para dejar a estudiantes sin estudios y a trabajadores sin trabajo, sino un proyecto que se propone jerarquizar la carrera docente y mejorar su nivel académico.
Es muy probable que todo esto merezca debatirse y de hecho se está debatiendo, pero no creo que los patanes que fueron a la Feria del Libro estén interesados en participar de ese debate. Es más, sospecho que si los obligaran a exponer sus puntos de vista seguramente no sabrían qué hacer o decir, porque ninguno de ellos fue allí a expresar pensamientos o ideas, sino pulsiones y violencia.
Los ministros Avelluto y Avogadro pasaron un mal momento porque, sinceramente, a nadie le gusta ser provocado y agredido de una manera tan brutal como injusta y grosera. No lo conozco a Avogadro pero sí a Avelluto. Conversé con él un par de veces y en una de esas ocasiones me comentó las iniciativas promovidas por su ministerio con motivo de los doscientos años del nacimiento de Carlos Marx. Extraño gobierno de derecha que convoca a académicos e intelectuales de izquierda para que opinen sobre Marx.
Poco tiempo de conversación con Avelluto me permitió percibir que su sensibilidad, su manera de entender el mundo de la cultura y la política pertenecen al campo de lo que podríamos calificar de progresista. Creo saber de lo que hablo. Me pasé la vida relacionado de diferentes modos y en diferentes refriegas con ese universo, para no distinguir por los gestos, las expresiones, los tonos, la manera de citar autores, la empatía hacia ciertas actividades culturales, a un progresista.
Seguramente desde ese lugar se pensó Avelluto cuando le dijo a uno de los energúmenos que no iba a ser él quien le daría lecciones de democracia. Y acto seguido lo invitó a subir al escenario y hablar, a que hiciera realidad su derecho a expresarse . Error. Estos patanes no fueron a la Feria del Libro a expresarse, a ejercer el don de la inteligencia; tampoco fueron a intercambiar ideas. Su máximo acto creativo, su versión criolla de “la imaginación al poder”, fue pensarse como los protagonistas de la serie “Casa de papel”. Dicho sea al pasar, es muy probable que muchos de ellos estén convencidos de que la canción Bella Ciao que entona el Profesor y sus discípulos, sea una tarantela napolitana o una canzoneta para bailar en carnaval, porque, bueno es decirlo, en esta patanería lo que nunca deja de estar presente es la ignorancia con un toque más que discreto de tilinguería y frivolidad.
A modo de conclusión, digo que no termino de entender la actitud de la escritora Claudia Piñeiro. Ella está en su derecho a discrepar con el proyecto educativo de la ciudad de Buenos Aires, pero no hace falta hacer un curso de Instrucción Cívica para saber que ante una provocación de ese tipo lo que corresponde no es darle la solidaridad a los provocadores, sino repudiar su acto. ¿Miedo a ser tildada de derecha? ¿Oportunismo? ¿Demagogia? No lo sé; pero lo que sé es que lo que le correspondía hacer a una escritora ante un acto de vandalismo contra la cultura era condenar a los vándalos que agredían la cultura, ya que ella no estaba en esa tribuna para opinar sobre el cierre o apertura de los institutos, sino para dar testimonio de la libertad de expresión, el pluralismo y las virtudes del libro, es decir, de todos aquellos valores que los energúmenos con sus actos estaban negando delante de sus ojos.