Carlos Monzón de un lado, Alain Delon del otro, algunos de los amigos que supo cosechar en su vida “Chiquito”.
Foto: Archivo El Litoral
El don de la amistad fue su virtud destacada. Sus valores pertenecían a un tiempo antiguo, a un tiempo donde el apretón de manos, la palabra empeñada, el abrazo cordial valía igual o más que un documento. Toda charla con él significaba recuperar un pasado forjado en fogones criollos y alrededor de una mesa ancha y generosa, un pasado tejido entre hombres solitarios, recatados y de palabras justas que celebraban diariamente la ceremonia de la amistad acompañados de un vaso de vino y el rasgueo sentencioso de una guitarra o el lamento discreto de un acordeón.
Fue un gran señor. Un caballero, un caballero de alpargatas y pañuelo al cuello. Su nobleza no provenía de la sangre o de la fortuna, sino del corazón. Fue un hombre de códigos y contraseñas. Respetaba y lo respetaban. Conversaba con todos, pero no con cualquiera. Como el personaje de Antonio Machado, sabía hablar consigo mismo. En el mundo hay hombres para quienes la razón de su existencia es el poder, el dinero o el placer. Para Chiquito la razón de su vida fue la amistad. Nada podía desplazar esa fe, esa convicción, ese credo laico que profesaba sin estridencias pero con secreto orgullo. El aprendizaje le venía de lejos. Su padre fue el capataz de la estancia de Los Cuervos y el muchacho forjó su corazón en aquellas jornadas a cielo abierto, bajo la luz del sol o el brillo oscilante de las estrellas. Entonces los hombres se reunían alrededor del fogón o de la parrilla. La hospitalidad era el hábito. El mate amargo, el trozo de carne asado y el vaso de vino siempre estaban disponibles.
Chiquito nunca olvidó aquellas lecciones de vida aprendidas al lado de su padre en un tiempo que seguramente se confundía con la eternidad. Y siempre recordará aquella noche cuando un carro tirado por un matungo viejo y cansado se acercó al fogón buscando un plato de comida y una jarra con agua. Y siempre la recordará porque en ese carro viajaba un chico que se llamaba Carlos Monzón.
Estuve con Chiquito la tarde siguiente a la que Monzón marchó al silencio. Estaba en el quincho. Solo. No hubo lágrimas fáciles ni palabras exageradas. Simplemente me dijo: “Todavía lo estoy esperando”. Después agregó: “El horcón más importante del quincho se me ha caído”. Y ni una palabra más. Después los recuerdos. Y esa mirada suya, una mirada que recordaba la caída de la tarde a la orilla del río.
Según cuentan quienes los frecuentaron, al único hombre que Monzón respetó, al único hombre que ni ebrio ni dormido se atrevió a levantarle la voz, fue a Chiquito. Y cuando a Chiquito le preguntaban por las razones de su amistad con Carlos, él decía que a los hombres de verdad se los pone a prueba en los momento duros y Carlos siempre había sabido responder a esas exigencias de la vida. “Fue un hombre de honor”, me dijo una vez refiriéndose a su amigo. Y Chiquito no era hombre de rendirle ese homenaje a cualquiera.
Siempre fue Chiquito. Chiquito Uleriche. Así lo llamaban sus amigos que fueron legiones. Respetado y querido. Generoso, hospitalario, derecho. Tenía el señorío y la distinción del criollo. Y lo era, porque esa virtud no pertenecen a una raza, sino a una manera de vivir, a una elección de vida.
Sus quinchos en la Costanera y en la Vuelta del Pirata fueron un orgullo para Santa Fe y los santafesinos. En los rincones más lejanos de la patria se hablaba de Chiquito y su comedor de pescado. En Brasil, en Uruguay, en Chile he encontrado gente que pronunciaban su nombre con respeto. Una vez en Madrid dos amigos argentinos me decían que extrañaban el quincho de Chiquito. Lo decían sin sentimentalismos fáciles, con la certeza que domina a quienes extrañan algo que se quiere.
Con su muerte un pedacito entrañable, íntimo de Santa Fe se pierde. Adiós a las tenidas en la mesa del quincho comiendo pescado, jugando a las cartas, hablando de bueyes perdidos. Adiós a esas noches que se juntaban con la madrugada. Adiós a aquellos multitudinarios y prolongados cumpleaños acompañados de amigos, abrazos, copas y música. Adiós a su estampa, a su sonrisa tímida, a sus refranes y ocurrencias, a su exquisita discreción. Se fue Chiquito. Su corazón generoso y bueno dijo basta.