Se ha llegado a decir que «El Cuarteto Alejandría» de Lawrence Durrell está a la altura de «La búsqueda del tiempo perdido» de Marcel Proust, una afirmación que habría que tomar con pinzas pero que en cualquiera de los casos pone en evidencia la calidad literaria de este escritor hijo de británicos nacido en la India, íntimo amigo de Henry Miller y que literariamente inmortalizó a la ciudad de Alejandría con cuatro novelas de excelente calidad. La ciudad que evoca Durrell es percibida desde diferentes puntos de vista, todos poéticos. Por sus calles, por sus cafetines, por sus burdeles transitan personajes literarios memorables, al punto que se ha llegado a decir que ese clima, esa sensualidad, esa bohemia intelectual fue retomada un par de años después por Cortázar para escribir «Rayuela» afirmación que seguramente Cortázar negaría. Seductora e inquietante esa Alejandría que reconstruye Durrell; esa ciudad en la que caminaron, amaron y sufrieron Forster, Ungaretti y Cavafis. No por casualidad el epígrafe de la novela «Justine» esta firmado por Freud con un texto por demás sugestivo:
Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle ese problema.
La hipótesis de Durrell para escribir su novela es una de las más interesante y provocativa que he conocido:
El impulso hacia adelante de una narración es contrarrestado por referencias al pasado, lo cual produce la impresión de que el libro no transcurre de A hacia B sino que está por encima del tiempo y gira lentamente sobre su eje a fin de abarcar la totalidad de la estructura. No todas las cosas llevan hacia otras nuevas; algunas remiten hacia atrás, a cosas ya acontecidas. La unión del pasado y el presente con la veloz multiplicidad del futuro volando hacia nosotros. Por lo menos esa era mi intención…
Durrell nunca más pudo escribir algo parecido al Cuarteto; tampoco pudo hacerlo antes. Como Cervantes, Rulfo, Celine o tantos otros, es autor de una sola novela, en este caso subdividida en cuatro tomos. Justine, el primero es el que más nos gusta a sus seguidores. Cierta reflexiones y monólogos sobre el amor merecen recordarse:
Es inútil imaginar que uno se enamore por una correspondencia espiritual o intelectual; el amor es el incendio de dos almas empeñadas en crecer y manifestarse independientemente. Es como si algo explotara sin ruido en cada una de ellas. Deslumbrado o inquieto el amante examina su experiencia o la de su amada; la gratitud de ésta proyectándose emocionalmente hacia su donante crea la ilusión de que está en comunión con el amante, pero es falso. El objeto amado no es sino aquel que ha compartido simultáneamente una experiencia a la manera de Narciso; en el deseo de estar junto al objeto amado no responde el anhelo de poseerlo sino al de que dos experiencias se compartan mutuamente como imágenes en espejos diferentes. Todo ello puede preceder a la primera mirada, el primer beso o contacto precede a la ambición, al orgullo y a la envidia; precede a las primeras declaraciones que marcan el instante de la crisis, porque de allí el amor degenera en costumbre, posesión y regresa a la soledad…
Solo le interesaba lo que yo no podía ofrecerle como regla ni ella podía robarme. Lo que se entiende por posesión no es más que eso: guerrear apasionadamente para conquistar cualidades ajenas, luchar para apoderarse de los tesoros de la personalidad del contrincante. Pero, ¿qué otro fin puede tener esa guerra que no sea la destrucción y la desesperanza?
Para aquellos que estudian el amor, las separaciones son una escuela amarga pero necesaria para la propia madurez. Ayudan a despejarse mentalmente de todo; salvo del ávido deseo de vivir más.
La verdadera inocencia no puede hacer nada vulgar y cuando va unida a la generosidad del corazón, la combinación da por resultado una extraordinaria vulnerabilidad.
Se miraron sabiendo que no había juventud ni fuerza bastante entre ellos para impedir que se separasen.
Nada nos revela la verdad del otro como el acto físico del amor
En realidad la alegría no es sino el sentido moral de un alma que ha descubierto el verdadero camino de la felicidad y cuya desnudez no se avergüenza ante si misma.