La noticia de su muerte me sorprendió porque siempre creí que su existencia era una ficción, un invento de la editorial Bruguera. Digo la verdad. No exagero ni me hago el distraído. Es más, confieso que en mi primera adolescencia leí varias novelas de ella y -¿puedo decirlo?- admito que me gustaron, o por lo menos el recuerdo que guardo de aquellas lecturas es agradable.
En alguna época pensé que Corín Tellado, además de un invento de Bruguera, era una reinvención del kiosquero de mi pueblo. Recuerdo que a un costado del negocio se apilaban las novelitas que las mujeres de entonces compraban como pan caliente. Una mujer que vivía en mi casa, mi prima Lila, doce o quince años mayor que yo, las leía religiosamente. Recuerdo que nunca llevaba esas novelas consigo. Las lecturas era íntimas, en el dormitorio antes de la hora del dormir o en el comedor a la hora de la siesta. Ya para entonces parecía que no quedaba bien que una maestra llevara a Corín Tellado debajo del brazo. Una sirvienta, una portera, podían hacerlo. Una maestra, no.
Fue gracias a esa prima tan querida que me relacioné con Corín Tellado. Sus novelas eran breves. Podían leerse en una tarde, si es posible una tarde de lluvia, un domingo, por ejemplo. Las historias hablaban del amor y de las penas del amor. También de la redención a través del amor. Pero lo que a mí más me gustaban eran los personajes, esas mujeres atrevidas, desenfadadas, inteligentes y siempre lindas y esos muchachos buenos mozos, elegantes, capaces de tener a las mujeres rendidas en sus brazos. Entonces tenía once años y como todos los adolescentes de esos tiempos era impresionable y espiaba en otras vidas para tratar de encontrar un rumbo en la propia. Las novelas de Corín Tellado fueron una excelente oportunidad para el espionaje.
Tanto me gustaban sus textos en aquellos años que en una ocasión llegué al plagio. Estaba en sexto grado (entonces era sexto, no séptimo) y en la clase de composición escribí una historia tomando como base la novela que había leído el domingo a la tarde. Recuerdo que empezaba con una fiesta de fin de año en una mansión. Había unos adolescentes -en especial uno- que incursionaban en los sótanos de la casa y allí encontraban, confundida entre los regalos y las bebidas, una bebé que había sido abandonada en ese lugar por manos anónimas.
La bebé sería adoptada por la familia y con el paso de los años (¿es tan difícil adivinarlo?) el jovencito que había descubierto a la bebé se enamoraba de esa hermosa jovencita rubia y de ojos azules. El plagio me salió bien; recibí las felicitaciones del caso y, por supuesto, la señora Corín Tellado no se molestó en iniciarme acciones judiciales.
Mi prima se fue trasladada a otra ciudad, a otra escuela, y para mí se terminaron las lecturas de Corín Tellado. Como podrán apreciar, el romance fue breve, pero perdurable. En los años del secundario, empecé a leer a otra mujer de la que también guardo los mejores recuerdos: Luisa M. Alcott, la autora de “Mujercitas”, “Hombrecitos”, Los muchachos de Jo y tantos otros relatos. No faltaron, por supuesto, las novelas de “Tarzán”; “Bomba, el niño de la selva”. En algún momento, llegaron los “Tres Mosqueteros” y para mí se terminaron las historias de amor derrotadas por las novelas de espadachines, aunque, yo no lo sabía entonces, a “Los Tres Mosqueteros” o “El conde de Montecristo” también podría haberlas leído como historias de amor.
Lo cierto es que con los años mi relación con Corín Tellado fue cada vez más lejana. En en mundo de las letras su obra era despreciada, sometida a las burlas más crueles y devaluada intelectualmente. A ningún estudiante de los años sesenta se le hubiera ocurrido andar con una novelita de Corín Tellado por la calle. El riesgo era muy grande. Para colmo de males, en 1975, si no me marran las cuentas, leí en la revista Crisis que la dictadura de Pinochet la única literatura que permitía era la de esta mujer. Con esa información estaba claro que debía decirle adiós para siempre.
Sin embargo, debo admitir que en mi memoria aquellas novelitas leídas en mi primera adolescencia se mantenían vivas y, además, periódicamente regresaban. Esas sencillas historias de amor, esos hombres y esas mujeres tan típicos de su literatura, esa cursilería inofensiva, estaban allí y, lo más curioso de todo, es que su presencia no me resultaba desagradable. Los recuerdos tienen esas cosas. Están. No los podemos borrar u olvidar. Tampoco seleccionar. Aparecen, a veces confundidos con los sueños, a veces en las circunstancias más extrañas y a la hora de la verdad no nos queda otra alternativa que calificarlos como buenos o malos. Así de sencillo.
Pues bien, Corín Tellado, figuraba en la lista de los buenos recuerdos, de los recuerdos de una adolescencia feliz y perdida para siempre, una edad en la que todo estaba por hacer y esas novelitas sencillas parecían anticiparlo con sus pequeñas tragedias, sus sinceras alegrías, sus desenlaces felices.
Ahora que murió, ahora que confirmé que existía realmente, ahora que el tiempo que me separa de la adolescencia hay que medirlo en décadas, puedo decir con tranquilidad que sus novelas me gustaron. Por supuesto que para que este encanto se mantenga me he jurado a mí mismo no regresar a ninguna de sus novelas. Los tesoros que guardamos de la juventud son demasiado valiosos y frágiles para correr el riesgo de romperlos en nombre de una curiosidad malsana.
Me satisface de todos modos saber que no estoy solo en mis preferencias y nostalgias. Aclaro lo que digo. Para quienes somos lectores, para quienes nos interesamos por lo que se llama “buena literatura”, no estar solo significa estar acompañado por lectores o escritores de buen nivel. Leo ahora en los diarios que, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Baltasar Llamadares la respetaron, la consideraron y hasta admitieron que una escritora que llegó a vender cuatrocientos millones de libros, algo debe tener, algún interés merece despertar, aunque más no sea el cuantitativo interés sociológico.
Para Vargas Llosa, que la entrevistó y conversó con ella en dos o tres ocasiones, Corín Tellado tuvo la virtud de hacer leer libros a gente que jamás lo hubiera hecho. Cabrera Infante, que a principios de la década del cincuenta era el corrector de pruebas de la exitosa revista Vanidades de Cuba, la calificó como la inocente pornógrafa. Por su lado, Llamadares dijo que sus novelas representaron una cierta luz de libertad en la noche negra del franquismo.
Para concluir, pongamos las cosas en su lugar. No se trata de reinventar nada o de compararla con Virginia Woolf, Silvina Ocampo o Carson Mc Cullers. Ella está más cerca de Isabel Allende, Danille Steel o Norah Roberts, pero con una diferencia: lo que ellas hacen en el siglo XXI, ella empezó a hacerlo hace sesenta años. Hay otra diferencia. A mi criterio, la más importante. A Steel, Roberts y Allende no las leí en mi adolescencia. Como los recuerdos de la infancia, o los primeros amores, ella está grabada en mi paisaje mítico único e intransferible. Las otras no. Yo, por mi parte, prometo mantenerme leal a aquellas lecturas con el compromiso de no intentar jamás, ni siquiera en broma, regresar a ellas.