A los cinco años de gestión de Francisco una evocación a Juan XXIII, “el Papa bueno” que también estuvo cinco años, en otro contexto, en otro tiempo histórico y tal vez con otras virtudes. Un amigo riojano que vive en Barcelona me decía que él era ateo, salvo en La Rioja donde era devoto del Negro San Nicolás. Algo parecido puedo decir de Juan XXIII: soy ateo, menos con él.
Fue un Papa bueno, pero también fue un Papa inteligente y culto. Sólo los tontos pudieron confundir su bondad con ingenuidad o simplismo. Él mismo se ocupaba de advertir que su conducta humanitaria no era un don, sino la consecuencia de un modo de vivir el Evangelio, la fe y su relación con Jesús. Siempre dijo que su máxima aspiración era la de ser un párroco de pueblo. Era cálido, afectivo, le gustaba conversar con la gente, compartir la mesa con un vino y una pasta y se interesaba sinceramente por la vida de los otros, por sus dolores y sus alegrías, por sus esperanzas e infortunios. Hijo y nieto de modestos campesinos, sabía de los rigores de la pobreza en carne propia y, como nos gusta decir a los argentinos, tenía calle, un oído muy sensible para percibir el rumor de la gente del pueblo.
Los sinuosos e intrigantes cardenales de la Curia lo subestimaron y hasta se burlaron de su supuesta simpleza, de sus modales de campesino, de su obesidad. Pero la burla en algún momento se transformó en recelo y disidencia. Se lo había elegido para que esté poco y no haga nada, pero Juan les mete a los pocos meses un Concilio, lo cual les puso los pelos de punta. Tras cartón las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in Terris, las reuniones ecuménicas, con los jefes de las iglesias protestantes, la audiencia otorgada a la hija de Nikita Kruschev, las reformas al protocolo, menos gente arrodillada, menos ceremonias reales, más modestia, más afectos, más compromiso. La vieja curia se puso furiosa y sus representantes le hicieron la vida imposible.De lo más liviano que lo acusaron fue de intentar destruir la Iglesia Católica. Después lo acusaron de comunista, vulgar, tonto…un pobre e insignificante curita de pueblo, El cardenal Alfredo Ottaviani encabezó la disidencia y lo hizo sin contemplaciones y sin disimulos; su inteligencia, sus conocimientos, sus relaciones en el proceloso mundo de la iglesia fueron «virtudes» puestas al servicio de la causa contra el Papa Juan.
Quienes lo conocieron a Juan aseguran que las intrigas de la Curia lo divertían. Lo seguro es que nunca les tuvo miedo. Su seguridad, la certeza de sus convicciones no provenían de la soberbia sino de la lucidez y de la íntima convicción de que estaba haciendo lo mejor para la Iglesia Católica. Por otra parte, así como tuvo rivales contó con el apoyo de grandes personalidades de la Iglesia.
No, no estaba solo. Cuando murió, millones de personas lo lloraron. Mientras agonizaba, sus amigos, asistentes y colaboradores se acercaron a su dormitorio para despedirlo. Todos con lágrimas en los ojos. Él sonreía, repartía bendiciones, hacía bromas y daba palabras de consuelo.
En cierto momento circula el rumor de que el cardenal Alfredo Ottaviani se hará presente. Su adversario más tenaz, el hombre que sin perder el estilo cardenalicio lo enfrentó sin contemplaciones en cada una de sus decisiones, está llegando a los aposentos donde agoniza Juan XXIII. Un silencio tenso, expectante se esparció por la sala. Algunos manifestaron su contrariedad; la mayoría hizo silencio
Ottaviani camina por las galerías del palazzo. Tan soberbio como magnífico, tan elegante como altanero, tan pedante como inteligente. A su paso, los guardias suizos se cuadran para saludarlo como si fuera un emperador o un jefe militar. Y en efecto lo es. Mejor dicho, se parece más a un príncipe que a un sacerdote, aunque él siempre recuerda que es hijo de modestos panaderos.
Ingresa al dormitorio y nadie lo saluda; él tampoco lo hace. Los sacerdotes y las monjas que sollozan y rezan en el cuarto se retiran. No hay lágrimas en los ojos de Ottaviani, ni temblores en su voz. Se acerca a los ventanales, corre las cortinas con un gesto soberbio y observa a la multitud que reza en la plaza. Después habla; siempre mirando hacia la plaza y dándole la espalda a Juan que yace en su cama :
“Miles de personas están rezando por usted. Rezan por Juan, el Papa bueno, el Papa de la gente”.
Habla como si se estuviera dirigiendo a la historia o a Dios. Luego se acerca a Juan y se sienta en una pequeña silla ubicada al costado de la cama. No lo toma de la mano, tampoco solloza, pero en sus palabras se registra un levísimo temblor:
“Quiero que sepa que yo nací pobre y como usted moriré pobre. Y por ello, como usted creo conocer a los hombres. Nosotros sabemos que amarlos significa proteger a los débiles, a las almas indefensas, a todos aquellos que nos piden protección. Y es lo que hemos tratado de hacer durante dos mil años, con nuestra doctrina, nuestras reglas y nuestras severas condenas si es necesario. Hemos tenido diferencias Santidad, pero siempre buscando el bien de la Iglesia. Nuestras ideas nos han separado, no nuestra fe. Por eso le pido perdón por el sufrimiento que pude haberle causado con mi incomprensión. Quiero que sepa Santo Padre que siempre vi en cada uno de sus gestos, un gran amor por la humanidad. Usted es una señal de Dios y mi corazón hoy se halla para siempre junto al suyo”.