Elisa Brown

 

 

Con estas manos,

tan delgadas y tan pálidas,

bordé mi traje de novia.

Nunca fui hacendosa

pero a los diecisiete años

ninguna mujer lo es.

Ninguna.

No fui hacendosa, pero fui obediente.

Amaba a mi padre y a mi madre.

Pero más lo amé a él.

Esa verdad la supe tarde,

pero la supe.

A él me lo presentó mi padre

una tarde de otoño.

Se llamaba Francisco.

Francisco Drummond.

Y yo me llamaba Elisa.

Elisa Brown.

Francisco y Elisa.

Me gustaban esos dos nombres juntos.

Me gustaba él.

Amaba sus ojos oscuros,

como él amaba mis ojos celestes.

Cuando me declaró su amor

yo le declaré el mío.

No perdimos el tiempo.

No podíamos perderlo.

Mi padre me presentó a Francisco

y mi padre me lo llevó.

Lo llevó a la guerra.

Yo lo dejé ir porque creí

que si los dos estaba juntos

nada podía pasarles.

Así es la vida.

Los hombres se van a la guerra

y las mujeres,

las pobres mujeres,

se quedan en la casa.

Tejiendo. Rezando.

Tejiendo y rezando.

Mirando la vida pasar por la ventana.

Esperando la llegada de los barcos.

Y con los barcos

la llegada de los hombres que amamos.

Así es la vida.

Así es la vida de las mujeres.

Los barcos volvieron.

Y también volvieron los hombres.

No todos.

En la guerra hay hombres que enloquecen

hay hombres que pierden los brazos.

Y hay hombres que mueren

Yo lo sabía.

Claro que lo sabía.

Pero no sabía que a veces

el hombre que muere

es el que amamos.

Jamás pensé que el hombre

que había jurado no dejarme nunca

iba a morir.

Y que iba a morir

en los brazos de mi padre,

 en los brazos de mi amado padre.

A él le dirigió las últimas palabras

y él le cerró los ojos.

Esa mañana de sol,

yo estaba parada en la puerta

de la quinta de Barracas

cuando vi llegar a los hombres.

No hizo falta que nadie me dijera nada.

Fue verlo a mi padre,

y saber que lo peor había ocurrido.

Me abrazó fuerte y no me dijo una palabra.

No era necesario.

No necesitábamos hablar

para entendernos.

Pasaron los días y las noches.

Una tarde,

una tarde apacible de diciembre,

la tarde del día que juramos casarnos,

me vestí con mi traje de novia,

me puse el anillo que le dejó a mi padre

“El reloj para mi madre,

el anillo para Elisa”,

 y salí al parque,

a la alameda,

a la misma alameda

sombreada por los sauces y los álamos

por donde caminamos

tantas veces tomados de la mano.

Dijeron que mi hermano

me  llamaba a los gritos.

Yo no escuché nada.

Caminaba en dirección al río.

Quería  reunirme con él esa misma tarde

como habíamos jurado.

Cuarenta carrozas cargada de flores

me acompañaron hasta el cementerio protestante.

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