Desde niña me enseñaron a rezar
y a guardar silencio.
Mi madre quería que fuera monja
y que viviera en un convento.
Cuando lo conocí a Mariano
tenía catorce años
y ya estaba acostumbrada
a hablar sola y a no esperar respuestas.
Fue verlo y saber que sería su mujer para siempre.
Mis padres protestaron,
pero por primera vez en mi vida
-primera y última-
hice lo que quise.
Nos casamos en Charcas,
pero antes del año
estábamos en Buenos Aires.
Durante seis años fuimos felices.
Yo por lo menos lo fui.
Amaba a Mariano.
Nunca supe muy bien lo que hacía,
pero siempre supe
que era un hombre importante.
Buenos Aires cambiaba.
La ciudad ya no era la misma.
Al peligro, al miedo,
lo sentía en el cuerpo.
Las mujeres nunca terminamos de entender
lo que hacen nuestros hombres
pero sabemos si sufren o si son felices.
Lo sabemos,
siempre lo sabemos.
Yo lo sabía.
Cuando una mañana de diciembre
me dijo que viajaba a Londres
supe que lo peor había llegado.
No le dije nada,
pero no pude ocultar las lágrimas.
El me abrazó y hubiera querido decirme algo,
pero no pudo hacerlo.
Los hombres siempre nos hacen lo mismo.
Cuando más necesitamos de sus palabras,
ellos se quedan callados.
Nos despedimos con un beso en el puerto,
pero cuando nos separamos,
presentí que nunca más lo vería.
Nadie me lo dijo pero yo lo supe.
Lo supe antes de recibir en mi casa
un par de guantes negros un velo y un abanico.
No falto a la verdad si digo que no me asusté,
no porque fuera valiente,
nunca lo fui,
sino porque ya estaba preparada para lo peor.
Pasaron las semanas,
y en algún momento empecé a escribirle.
Desde mayo a junio
debo haberle escrito más de diez cartas.
En todas le decía lo mismo:
que lo amaba,
que quería vivir con él en Londres,
que no me engañara con otras mujeres.
Estaba celosa y triste.
Yo le escribía y nunca recibía respuesta.
¿Esperaba alguna respuesta?
No estoy segura.
Por lo menos ahora no lo estoy.
Una tarde alguien me dijo
que Mariano había muerto en altamar.
No dije nada ni hice nada.
Me limité a preguntar la fecha de su muerte.
Fue el 4 de marzo, me dijeron.
Volví a hacer silencio,
y cuando me quedé sola
fui hasta mi cuarto donde guardaba
las copias de mis cartas
y verifiqué las fechas.
No estaba equivocada.
Mi primera carta la escribí el 11 de marzo,
cuando Mariano
hacía una semana que estaba muerto.
Así fue que supe que cuando escribía
en realidad estaba rezando.
No le rezaba a Dios.
Le rezaba a él o a los dos.
No importa.
Ahora no importa.
Ahora que soy vieja y sigo rezando
con la fe de siempre,
con la fe de quien aprendió,
cuando todavía era una niña,
que cuando se reza,
o cuando se escribe,
no hay que esperar respuesta.
Porque la única respuesta posible
es el silencio.
El más hondo y oscuro silencio.