Mariquita Sánchez

Conocí el amor, la traición y la locura.

A veces la felicidad.

En mi vida hubo muchos hombres,

pero me entregué a uno solo.

Se llamaba Martín

y murió hace más de cincuenta años.

Murió joven.

Y era gallardo, culto y valiente.

Y me amaba con furia y dulzura,

con ternura y violencia.

Nunca lo traicionó el corazón,

pero lo traicionaron los nervios.

Cuando me dijeron que había muerto,

hacía rato que su cuerpo descansaba

en el fondo del mar.

Dicen que se paseaba como un poseído

por la cubierta del barco

y que murió pronunciando mi nombre.

Lo lloré como nunca he llorado.

Y como nunca más lloré en mi vida.

Mi querido Martín…

Desafié a mi padre, a mi madre,

y a todo Buenos Aires

para ser su mujer.

Sobremonte,

el pobre Sobremonte,

se apiadó de nosotros

y autorizó el casamiento.

Muchos me criticaron

por ser amiga del virrey

o por ponderar la elegancia

de los soldaditos ingleses.

Allá ellos.

Siempre hice lo que me pareció correcto.

Y las únicas leyes que me propuse respetar

fueron las que yo misma me dictaba.

Favorecida por la fortuna y la belleza,

no me resigné a ocupar el lugar que los hombres

nos asignaban a las mujeres.

Solo yo sé el precio que pagué por mi audacia.

No me arrepiento.

También tuve mis satisfacciones.

Fui reconocida y respetada

por hombres que sólo respetaban el poder.

Mi salón fue el más elegante y distinguido de Buenos Aires.

Las grandezas y las miserias del poder

se conversaron en mis tertulias.

Allí se celebraron las victorias de la patria

y se lloraron sus derrotas.

Fui la única mujer en la ciudad

que lo miró a Juan Manuel a los ojos

y le hizo bajar la vista.

Nunca usé la divisa punzó

y nunca oculté mi amistad

con los enemigos de la Santa Federación.

Cuando muchos eran degollados

por intentar escaparse a Montevideo,

yo viajaba con mis baúles y mi personal de servicio

y a veces la madre de Juan Manuel

fue a despedirme al puerto.

El decía que yo era una francesita

coqueta y parlanchina.

Seguramente lo mismo no podría decir

de la pobre doña Encarnación.

Del Restaurador nunca me molestaron

sus burlas y sus modales,

pero cuando una gavilla de insolentes

intentó asaltar mi casa,

les demostré a ellos,

y a él,

que  la francesita era capaz de hacerse respetar.

Mis años se confunden con los años de la patria.

He conocido a los grandes hombres de mi tiempo.

A todos.

Los que me amaron,

que no fueron pocos.

Y los que me detestaron,

que fueron muchos.

De niña prefería a los hombres mayores.

Después empecé a preferir a los jóvenes.

Nadie nunca me dijo que no.

Ni antes ni ahora.

Para mi no existieron los próceres

existieron los amigos.

Mitre me contaba su cuitas y me recitaba sus poemas.

Sarmiento me confesaba sus planes.

Gutiérrez me leía sus ensayos.

Pero en aquellos años,

mi corazón pertenecía

a un  joven de ojos negros

exiliado en Montevideo.

Oscurece en Buenos Aires.

Hace frío y llovizna.

Desde mi ventana veo la calle

apenas iluminada por el farol de la esquina.

Dentro de un rato estaré durmiendo.

No estoy triste pero estoy cansada.

Me miro en el espejo

y no me sorprende lo que veo.

Tampoco me desagrada.

Los años han hecho su trabajo,

pero yo sé que soy la misma.

Despojada de ilusiones

y liberada del deseo,

espero el sueño y el silencio,

la oscuridad y la paz.  

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