Joseph Joubert

 
 
Joseph Joubert nació en Perigord en 1754, pero desde muy joven vivió en París donde frecuentó los ambientes intelectuales de su tiempo y, como la mayoría de ellos, se entusiasmó con la revolución francesa y en algún momento se decepcionó de ella. Murió en 1824 y recién en 1838, su gran amigo, Chateaubriand, publicó sus escritos -sus Diarios para ser más preciso- y los prologó. Recién entonces la opinión pública conoció escritos de Joubert, pero lo notable de este esteta exquisito es que en vida jamás publicó nada y lo que solo conocemos de él son sus diarios gracias a las diligencias de su esposa y, como ya se dijo, la generosidad de Chateaubriand. Lo notable de Joubert no es tanto su inteligencia y sensibilidad, sino la calidad de su pensamiento estético y, sobre todo, su capacidad para expresar dilemas, dudas y revelaciones que se anticipan a sus tiempo. Casi a doscientos años de su muerte, sus escritos se siguen leyendo y disfrutando    
 
 
 
Homero escribió para ser contado; Sófocles para ser declamado; Heródoto para ser recitado y Jenofonte para ser leído. De esas diferencias de propósitos en sus obras deberían nacer una multitud de diferencias en sus estilos.
 
 
Un libro común no debe contar más que un tema: pero un buen libro debe contener un germen que se vaya desarrollando por sí mismo como una planta.
 
 
Es de esa clase de inteligencia parecida a los espejos conexos o cóncavos, que representan a los objetos tal y como los reciben, pero que nunca los reciben tal y como son.
 
 
Las palabras son como el vidrio; oscurecen todo aquello que no ayudan a ver mejor.
 
 
El estilo declamatorio tiene a menudo los inconvenientes de esas óperas en las cuales la música impide escuchar las palabras: en él las palabras impiden ver los pensamientos.
 
 
Platón: espíritu de la poesía que anima la languidez de la dialéctica. Se pierde en el vacío, pero vemos el batir de sus alas, oímos sus aleteos. Esas alas son las que le faltan a sus imitadores.
 
 
En en el lenguaje común, las palabras sirven para nombrar a las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras.
 
 
Montesquieu es una gran inteligencia. De sus obras saca perpetuamente chispas que deslumbran, que regocijan y que incluso calientan pero que iluminan poco. Es una gran inteligencia sin una doctrina grande y bella detrás.
El final de una obra debe hacer recordar siempre el comienzo.
 
 
Racine. Su elegancia es perfecta, pero no es suprema como la de Virgilio.
 
 
Lo que acarrea todos los males a nuestra literatura se halla en que nuestros sabios tienen poco ingenio y nuestros hombres de ingenio no son tan sabios.
 
 
Solo buscando las palabras se encuentran los pensamientos.
 
 
Para que una expresión sea bella, ésta debe decir más de lo necesario, diciendo sin embargo con precisión lo que debe decir.
 
 
Todas las formas de estilo son buenas, con tal de que sean empleadas con gusto; existen una gran cantidad de expresiones que en unos son defectos y en otros son virtudes.
 
 
En literatura nada vuelve tan atrevido el intelecto como la ignorancia de los tiempos pasados y el desprecio por los libros antiguos.
 
 
Contraemos malos hábitos tanto para el estilo como para la escritura. Un espíritu demasiado tenso, un dedo demasiado contraído, perjudica la facilidad, la gracia, la belleza.
 
 
Los libros que uno se propone leer en la edad madura son muy semejantes a los lugares donde uno quisiera envejecer.
 
 
No hay peor caso en el mundo que una obra mediocre que aparente ser excelente.
 
 
Ciertos escritores se crean noches artificiales para dar un aspecto de profundidad en su superficie y más relumbre a sus luces mortecinas.
 
 
Para escribir bien es necesario tiempo y disposición.
 
 
La Historia debe ser sobre todo el retrato de un tiempo, la pintura de una época. Cuando se limita a ser el retrato de un hombre o la pintura de una vida, solo a medias es Historia.
 
 
Es imposible volvernos instruidos si solo leemos lo que nos gusta.
 
 
La extrema sutileza debe hallarse en las ideas, peor no debe hallarse en el razonamiento.
 
 
Balzac no sabía reír, pero es bello cuando es serio.
 
 
En todas las artes las expresiones más bellas son las que parecen nacidas de una elevada contemplación.
 
 
Tres condiciones son necesarias para hacer un bien libro: el talento, el arte y el oficio. Es decir, la naturaleza, la factura y la costumbre.
 
 
Para escribir bien se necesita una facultad natural y una dificultad adquirida.
 
 
En unos, el estilo nace del pensamiento; en otros, los pensamientos nacen del estilo.
 
 
El ingenio no debe ser más exigente que el gusto; ni el juicio más severo que la conciencia.
 
 
Ni tan justo ni tan apretado, tanto en nuestra sobtara como en nuestras costumbres.
 
 
Hay que ser profundo en términos claros y no en términos oscuros.
 
 
Los libros, el pensamiento y el estilo moderado causan al espíritu el mismo buen efecto que un rostro tranquilo causa a nuestros ojos.
 
 
Son buenas obras solo aquellas que han sido durante mucho tiempo, sino trabajadas, al menos soñadas. 
 
 
Aquel que en todo momento llamara las cosas por su nombre, sería un hombre franco y podría ser un hombre honesto, pero no un buen escritor, porque para escribir bien la palabra apropiada y precisa no basta en realidad. 
 
 
Antes de emplear una palabra hermosa, hazle un sitio.        

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