Generación

(Nota escrita y publicada hace más de veinte años. Modificaría algunos énfasis y abriría otros interrogantes, pero en lo que importa es lo que pienso de mis años juveniles. Admitamos, de todos modos, que a los 68 años resulta relativamente sencillo criticar los desbordes y excesos de aquel jovencito a quien justifico y entiendo, aunque no creo que él me justificaría o me entendería a mí. En todos los casos, no me resulta fácil desprenderme de los afectos que me comprometieron en aquellos tiempos.)

 

 

Llegaron al mundo cuando terminaba una guerra y empezaba otra; nacieron en departamentos céntricos, en casonas señoriales, en chalecitos de barrio; algunos, en grandes ciudades; otros, en pueblos o aldeas. Hijos de profesionales, empleados públicos, obreros calificados, empresarios…hijos de la clase media en su gran mayoría. Vivieron los años cincuenta aceptando prejuicios, sumisiones, pero también secretas esperanzas. Se aburrieron con el Billiken y el Selecciones del Reader’s Digest, pero se excitaron moderadamente con las chicas de Divito. Algunos dieron sus primeros pasos en política defendiendo la enseñanza laica en nombre de los valores de la Reforma Universitaria de Deodoro Roca y Julio González; otros, se entusiasmaron con los barbudos que bajaron de Sierra Maestra.

Nunca les sobró la plata, pero se las ingeniaron para conocer el cine de Truffaut, Godard, Rohmer, Visconti, Fellini, Bergman y Antonioni. Alias Gardelito y Shunko les parecieron las expresiones genuinas de un cine nacional y popular. Desde las calles les llegaban los rumores y estremecimientos de un país que acumulaba odios y frustraciones, pero a pesar de todo ellos seguían frecuentando las salas de exposiciones de pintura, discutiendo el teatro de Stanislavski, polemizando sobre música, literatura y política en bares en los que el frío y la lluvia se los contemplaba desde ventanales anchos y compartiendo pocillos de café o vasos de ginebra. En algún momento conocieron el folklore y las canciones de protesta. Algunos se acercaron al jazz, se entusiasmaron con Los Beatles y se interesaron por los experimentos estéticos del Instituto Di Tella.

Los mocasines sin medias, el pelo largo, los vaqueros desteñidos, las camisas de tela rústica, los pulóveres negros de cuello alto los hacían sentirse progresistas, rebeldes, muy parecidos a los personajes que a través de las novelas, la poesía y el cine vivían, amaban y morían en París. Rechazaron la gomina, el traje con chaleco, los zapatos acordonados porque era viejo y olía a reaccionario. Leyeron a William Faulkner, John Dos Passos, César Pavese, Giuseppe Ungaretti, Henry Miller y Juan Carlos Onetti. Y si los hombres se identificaron hasta el plagio con Jean Paúl Sartre, las mujeres lo hicieron con Simone de Beauvoir y sus libros El segundo sexo, La plenitud de la vida, Los Mandarines.

Recuperaron a Roberto Arlt, Homero Manzi, Leopoldo Marchal y Enrique Santos Discépolo. La revista Contorno, David Viñas, Silvio Frondizi, Milciades Peña, Oscar Masotta y Hernández Arregui, fueron una referencia insoslayable y el pretexto para interminables discusiones que se prolongaban hasta la madrugada. Los más audaces aceptaron a Jorge Luis Borges y Manuel Puig.

Inconformistas, alegres y lúcidos atravesaban los días descubriendo un mundo que los sorprendía y los maravillaba. Los lugares de encuentro podían ser las aulas universitarias, las salas de cine y los cafetines que pululaban por las inmediaciones. En algún momento se encontraron  con Carlos Marx, León Trotski, Antonio Gramsci, Louis Althusser. Los creyentes decidieron tomarse a pecho las encíclicas de Juan XXIII y pensaron que la vida carecía de sentido sin un compromiso exigente con los pobres y un testimonio real con las enseñanzas del Evangelio. Otros se reconocieron con Lenin, Ben Bella, Mao Tse Tung, Ho Chi Minh y un Perón que desde el exilio les hablaba del socialismo nacional.

Mientras tanto, el mundo parecía empecinado en darles la razón y ser joven prometía ser la aventura más maravillosa de la tierra. Revolucionarios en Asia, París y América latina; contestatarios en Europa, disidentes en Checoslovaquia, Tokio, Hungría y la URSS, transgresores en EEUU…todo era excitante, peligroso y alentaba a luchar por causas justas.

“Cambiar el mundo y cambiar la vida”, se transformó en algo más que una consigna. Unir en un solo acto a Marx con Rimbaud satisfacía la imaginación más exigente. Criticar a los poderosos y a los ricos, denunciar sus prejuicios,  burlarse de sus ramplonerías, despreciar sus hipocresías y mezquindades provocaba un placer infinito.

La palabra revolución la escucharon por primera vez en algún acto callejero, en alguna asamblea universitaria o la leyeron en algún libro. Les gustó el sonido y las resonancias de la palabra y se entregaron a ella sin inhibiciones ni reparos. La utopía del hombre nuevo, de la sociedad sin explotados y explotadores se les presentó como una revelación. Salvador Allende, el Che Guevara, Martin Luther King o los curas obreros encarnaban un ideal y una imagen.

Algunos detestaron a la burguesía más por razones morales y estéticas que por motivos económicos. Despreciaron su mediocridad, su cobardía, su ignorancia, su vulgaridad. Las películas de Luis Buñuel y los relatos de Julio Cortázar justificaban y daban calidad artística a sus recelos y rechazos. Entonces ser acusado de burgués o de pequeño burgués podía ser una ofensa irreparable.

Las mujeres que los acompañaron se parecían a ellos. Exigentes, desenfadadas, solidarias, atrevidas. Las amaron, gozaron de sus caricias y su inteligencia, compartieron borracheras, plenarios clandestinos, manifestaciones y barricadas, íntimos rincones amorosos, asombros y miedos, largas e interminables discusiones en cafetines que ya no están o no son los mismos. Las peñas, las guitarreadas, fueron los  lugares preferidos para compartir complicidades, vino y sexo. La Internacional y las coplas de la guerra civil española  llegaban inevitablemente con la noche y la euforia del vino.

Después vinieron los años difíciles. No pensaron en los riesgos y asumieron con el cuerpo lo que expresaban con las palabras. Redactaron manifiestos, fundaron agrupaciones.  participaron de actos callejeros, pintaron en las paredes de la ciudad consignas libertarias, putearon milicos, desafiaron la prudencia, violentaron el sentido común. Muchos se quedaron en las universidades defendiendo los centros de estudiantes, las libertades, el derecho a la rebeldía y el ejercicio de la inteligencia su derecho a la rebeldía; algunos marcharon hacia las villas miserias a solidarizarse con los más expoliados; otros fundaron ligas agrarias o se incorporaron a los sindicatos. Nunca perdieron el humor, el gesto insolente, la costumbre de reírse incluso de ellos mismos, a pesar de que la cosa ya no estaba para bromas.

Es verdad que se equivocaron,    que fueron sectarios, intolerantes, facciosos. No es arbitrario suponer que a los sueños libertarios de los años 60 le sucedieron algunas pesadillas de los 70 que sin proponérselo traicionaban o contradecían sus ideales. La rebelión, el humanismo, la libertad fue sacrificada más de una vez en los altares del centralismo democrático y el culto a la violencia.  También es cierto que los enloquecieron en las salas de tortura, les rompieron los huesos en los calabozos, los asesinaron sin misericordia en los centros de detención clandestina, los tiraron drogados al mar,  violaron y asesinaron a sus mujeres, les robaron los hijos. ¿Se inmolaron? Es posible. Se inmolaron en las solidarias y desoladas trincheras de las revoluciones derrotadas.

Fracasaron, es cierto. Pero en ese breve y fugaz instante en que brillaron fueron hermosos. Nunca como entonces una generación se propuso con tanto entusiasmo transformar el mundo a  golpes de insolencia, rebeldía y coraje. Nunca como entonces se intentó con  tanto descaro probar que el rey estaba desnudo. Nunca como entonces la entrega fue tan generosa, el compromiso tan exigente, el sacrificio tan alto.

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