¿Tiene algo que decirnos la Reforma Universitaria cien años después? O para preguntar con más precisión: ¿Tiene algo que decir que ya no haya dicho? Sinceramente no lo sé. Y no ignoro que la duda también puede ser una respuesta. Para mi generación hay, con respecto a la Reforma Universitaria, una emotividad, un vinculo histórico, una suma de tradiciones de las que me resulta muy difícil prescindir. Pero, sinceramente, tengo mis dudas acerca de que, ante los problemas que se le presentan hoy a la educación universitaria y a los jóvenes, la Reforma Universitaria pueda brindarles respuestas satisfactorias.
Sospecho que aquello que la Reforma Universitaria de 1918tenía para dar ya lo dio. Sin ir más lejos, para mediados de los años veinte, Deodoro Roca consideraba que la Reforma Universitaria había agotado su ciclo. Lo decía sinceramente.
Uno de los desalojos de la famosa «Noche de los bastones largos», el 29 de julio de 1966 (libro «Noticias de de un siglo», diario La Razón).
Fueron las intervenciones militares, con sus oficiales entorchados, sus bastones largos, sus cesantías masivas de docentes, sus atropellos institucionales, sus conculcaciones a las libertades académicas y políticas, las que, a lo largo del escabroso siglo XX, actualizaron la Reforma Universitaria. Fueron esos actos de barbarie los que dieron lugar a consignas como “Un solo grito, gobierno tripartito” o “Reforma, laicismo, antimperialismo»; o “Los monjes al convento, escuelas de Sarmiento”.
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Las luchas de los estudiantes reformistas coinciden con la lucha de la sociedad argentina por la democracia y las libertades. No olvidar que la primera ofensiva contra la Reforma Universitaria se produjo en 1930. Como escribió Héctor Agosti: “Del brazo del fascismo entró la antireforma a la universidad”. Y del brazo del fascismo continuó durante décadas. No fue su enemigo exclusivo, pero fue el más beligerante y el que dispuso de más poder.
La recuperación de la democracia en 1983 fue, al mismo tiempo, la recuperación para la universidad de los objetivos institucionales de la Reforma Universitaria. Esa institucionalidad, tan trabajosamente lograda gracias a las luchas de generaciones de estudiantes, puede ser pensada también como su último acto. ¿O el penúltimo? Los próceres de 1918 hablaron en algún momento de la necesidad de una segunda reforma universitaria. Sospecho que eso es lo que falta, la asignatura pendiente o, citando las palabras del Manifiesto, los dolores que quedan.
En busca de una Ley de Educación Superior
¿No hay más problemas en las universidades? Los hay y son muchos. Y en algunos casos, graves. Pero me temo que las respuestas a los problemas actuales es muy difícil encontrarlas en 1918. Las preocupaciones de los reformistas de entonces no son las mismas que las nuestras. Ni el estudiante, ni la juventud, ni los paradigmas de enseñanzas son los mismos. Tampoco lo son los objetos de rebeldía.
En 1918, relampagueaban inquietantes los resplandores de la Revolución Rusa; en 2018, de aquellos resplandores quedan cenizas, cenizas que se desvanecen con el viento. Cien años no transcurren en vano. No podrían no hacerlo. Los muchachos de 1918 se sabían contemporáneos y actuaron en consecuencia. Nuestra obligación, si pretendemos ser leales con ellos, es ser contemporáneos e interrogarnos sobre los dilemas del presente y las inquietudes del futuro con los instrumentos teóricos actuales.
La Reforma Universitaria, como dijo Deodoro Roca quince años más tarde “fue todo lo que pudo ser». No fue poco. Cien años después, no se discute la participación de los estudiantes en el cogobierno, o el concepto de una universidad inserta en la vida nacional preocupada por los más débiles. Tampoco se pone en discusión el derecho de todo ciudadano a acceder a la educación universitaria. Si una exigencia hay, si una calificación hoy se permite, es la del conocimiento.
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El reformismo enseñó que no se discrimina ni por raza, religión o condición económica. ¿Corresponde hacerlo por el saber? Se supone que sí, pero en este punto las disidencias, en lugar de disminuir, han crecido.
Lo que hoy merece debatirse es el rol de las universidades, porque si se acepta que su tarea es preservar, transmitir y crear conocimiento, corresponde preguntarse qué es lo que se está haciendo al respecto. Y sobre este punto tal vez sea importante recordar, una vez más, que los principales líderes reformistas de 1918 tuvieron presente algo que a veces por obvio no se tiene en cuenta: que sus luchas incluían el derecho a acceder al conocimiento más elaborado y complejo de su tiempo.
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La crítica al oscurantismo religioso era ideológica, pero también atendía a cuestiones prácticas en la medida que ese oscurantismo impedía leer a los grandes autores que en aquellos años conmovían al mundo con sus revelaciones.
Cuando las universidades argentinas no avanzan de acuerdo a nuestras expectativas en su calificación de rendimiento en el mundo, habría que preguntarse si las tareas que hoy se le presentan a la comunidad universitaria y a los estudiantes en particular no es precisamente la de contribuir a revertir esa realidad.
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Casas de estudios de excelente calidad académica es lo que necesitan los estudiantes. También lo que reclama la sociedad, la misma que con sus impuestos financia la educación pública. Estas exigencias no desconocen la política, por el contrario la convocan: la política como preocupación por lo público, como el esfuerzo por hallar soluciones concretas a problemas concretos.
Un compromiso que tal vez no incluya la fascinación, a veces alienada, de la utopía, pero sí deja abierta hacia el futuro la posibilidad, siempre acogedora, siempre inquietante, de la esperanza.