La Reforma Universitaria celebra su primer siglo de existencia. Para las generaciones de estudiantes reformistas el 15 de junio es la fecha que recuerda el momento en que los estudiantes irrumpen a los gritos en el salón de actos de la Universidad de Córdoba cuando se enteran que la rosca promovida por “la logia de caballeros católicos” -conocida como Corda Frates- logra imponer a su rector, Antonio Nores.
“Hemos sido víctimas de la traición y la felonía”, decía el telegrama firmado por el presidente de la FUC, Enrique Barros dirigido al presidente de la flamante FUA, Osvaldo Loudet. Y, efectivamente, traición y felonía hubo en ese acuerdo que faltaba a la palabra dada por los profesores a los estudiantes y se instalaba en el cargo de rector al exponente más recalcitrante del patriciado cordobés, el funcionario cuyas primeras expresiones públicas fueron que ejercería su cargo sobre un tendal de cadáveres.
El 15 de junio es la fecha. Podría haber sido otra, porque en esos meses intensos, meses de movilizaciones, batallas callejeras, tomas de facultades y congresos alborotados, cada mes, cada semana fueron trascendentes. El 21 de junio, por ejemplo, La Gaceta Universitaria, el diario de los reformistas, publica el Manifiesto Liminar, una de las piezas políticas más vibrantes y más bellas de la política nacional.
Un mes más tarde, el 20 de julio, se celebra en el teatro Rivera Indarte el Congreso Nacional de Estudiantes. Allí se debatieron más de cuarenta proyectos y en esas sesiones se estableció el programa político de la Reforma Universitaria, allí se fundaron las instituciones creadas por la Reforma: el cogobierno con participación estudiantil, la autonomía, los concursos, la libertad de cátedra y la extensión universitaria, entre otras iniciativas.
El aniversario podría haberse celebrado el 15 de agosto, cuando los estudiantes derribaron la estatua del ex rector Rafael García, el prócer venerado de los jesuitas y la Corda Frates. También podría haber sido una fecha representativa el 9 de septiembre, cuando los estudiantes tomaron las facultades, se constituyeron en autoridades y constituyeron mesas examinadoras. Y, por qué no, aquel fatídico 26 de octubre, cuando una patota de la Corda Frates irrumpió en el Hospital de Clínicas y apalearon a Enrique Barros, el presidente de la FUC.
Fue el 15 de junio la fecha recordatoria, pero importa saber que todo aquel año “18” fue decisivo porque, bueno es recordarlo, los grandes acontecimientos históricos son procesos no sucesos. Y en este caso un proceso que se inició con una huelga por los turnos en el hospital de Clínicas y aceleradamente se abrió hacia una formidable transformación académica y política que se proyectó hacia toda América latina, al punto que por la profundidad de los cambios, por sus alcances institucionales y geográficos, muy bien podría hablarse de una revolución, consideraciones que para los firmantes del Manifiesto Liminar pareciera que no dejaban lugar a dudas.
Palabras más, palabras menos, la Reforma fue mucho más que un alboroto estudiantil o una revuelta juvenil. Sus dirigentes discutieron entre ellos, lidiaron con funcionarios, riñeron contra sacerdotes, convocaron para su causa a intelectuales, políticos y dirigentes obreros. Y en dos ocasiones conversaron mano a mano con el presidente de la Nación que los escuchó y los respaldó institucionalmente.
El cogobierno y la autonomía fueron instituciones que perduraron a lo largo de los años. Ninguna revuelta estudiantil, antes y después, hizo tanto. El proceso se inició en 1918 y continuó con sus altibajos y contradicciones, con sus inspiraciones e ideales, a lo largo del siglo veinte. Su itinerario histórico se identifica con el itinerario político de la Argentina. La Reforma transformó las universidades y creó actores sociales decisivos: el estudiante reformista, el intelectual reformista, el político reformista. También se supo ganar enemigos temibles. El fascismo civil y militar y el clericalismo ultramontano atacó a la Reforma sin contemplaciones y sin piedad. Desde 1930 en adelante.
En 1983 con la recuperación de la democracia la Reforma Universitaria ganó su última batalla. La pregunta de rigor en estos casos es si tiene algo más que decir. No es fácil responder a esta pregunta. Como dijera Deodoro Roca, la Reforma ya dio todo lo que podía dar. Y lo que dio fue enorme. Por eso es Historia. El futuro es incierto, pero el pasado es certero.
Imposible pensar las posibilidades de las universidades al margen de la tradición fundada por el reformismo, al margen de la participación estudiantil, las libertades académicas y políticas, la relación con la sociedad, el compromiso con los más postergados y la reivindicación de la lucidez y la inteligencia.
Cien años después el contexto y las situaciones son muy diferentes. En 1918 el país tenía algo más de siete millones de habitantes, hoy supera los cuarenta millones. En 1918 se calcula que los estudiantes universitarios eran menos de diez mil; hoy se habla de una población estudiantil de casi dos millones. En 1918 había cinco universidades, hoy entre públicas y privadas hay más de noventa.
Los números no siempre dicen todo, pero a veces son elocuentes. En el caso que nos ocupa, estas diferencias de escala son sintomáticas. Expresan a primer golpe de vista las diferencias profundas entre un tiempo y otro, diferencias que por supuesto se trasladan a la política e imponen otras decisiones, incluso otros ideales y tal vez otros desencantos.
En 1918 llegaban a Córdoba los ecos supuestamente renovadores de la revolución rusa; cien años después de aquellas epopeyas no quedan ni cenizas y sobran pesadillas. Ideales como los de generación, juventud, elite, pueblo, revolución, han cambiado, son diferentes. Los mitos movilizadores tampoco son los mismos.
¿Nada que recuperar entonces? ¿La Reforma Universitaria es pasado, tradición, folklore? ¿Su destino es el bronce, los honores póstumos que se le brinda a los muertos? No hay una exclusiva respuesta a estas preguntas. Hay un párrafo del Manifiesto Liminar que no por citado debe olvidarse: “Los dolores que quedan son las libertades que faltan”. ¿Qué dolores afligen hoy a los estudiantes? ¿Qué carencias padecen las universidades? ¿Qué grietas se abren entre universidad y sociedad, entre estudiantes y pueblo? ¿Qué riesgos y qué esperanzas acechan en el futuro? ¿Qué libertades están en peligro?
Las respuestas de 2018 no son, no pueden ser, las mismas de 1918; pero algunas de las preguntas se parecen. Los estudiantes de entonces se preocuparon por ser contemporáneos, es decir, por entender el mundo que vivían e intentar anticiparse al futuro. Los muchachos se interesaban por la política, pero querían estudiar y pretendían que las universidades les brindasen los conocimientos más avanzados y exigentes de su tiempo.
Estas “actitudes” me parecen un excelente punto de partida para pensarse hoy como joven y como universitario, un punto de partida que abreva en las mejores tradiciones del reformismo universitario. En efecto, los muchachos de 1918 querían una universidad de máxima calidad académica pero abierta a los rumores y estrépitos que llegaban de la calle; una universidad solidaria con los dolores de los postergados.
No hay motivos para no sostener las mismas expectativas cien años después. En todos los casos, aquello que importa, lo que de alguna manera honraría a los reformistas del “18” es la pretensión, el desafío de ser contemporáneos. Ser leal a una tradición trascendente exige más de una vez disponer de la capacidad de superarla, de otorgarle otro alcance, de “traicionarla” o “negarla” si es necesario.
Los jóvenes de 1918 estaban parados en el presente pero proyectados hacia el futuro. Vivían su tiempo, pero trataban al futuro como si fuera presente. “Hay una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra”, escribió Walter Benjamin. Esa cita secreta hay que encontrarla, descubrirla y, si es necesario, crearla. En 1918 lo hicieron; cien años después, hay que hacerlo.