Argentina, Buenos Aires, «el interior» y «tierra adentro»

En estos últimos tiempos hemos escuchado de algunos dirigentes políticos la referencia a que aquello que se dice desde los medios de comunicación porteños tiene poco y nada que ver con lo que ocurre en “la Argentina profunda” o en el “interior”.

No es la primera vez que se presenta esta contradicción entre el “el interior y el centro”, pero más allá de las especulaciones políticas que abrigan quienes formulan estos puntos de vista, a muchos les resulta más que evidente que la ciudad de Buenos Aires no es un espejo del país y en más de un caso es su caricatura.

Una imagen típica del tránsito porteño (David Fernández).

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Exagerados o no, algunas observaciones parecen ser más que evidentes. Por ejemplo: en temas de información política, los diarios y canales nacionales construyen la realidad o la agenda pública en Buenos Aires. “Dios atiende en Buenos Aires”, pero, paradójicamente, dos presidentes de la “mítica tierra adentro” gobernaron al país durante más de veinte años.

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Uno de La Rioja y el otro -Ella y Él- de Santa Cruz, provincias cuya población e influencia política y social podría considerarse minoritaria, provincias que, con sus diferencias evidentes, poseen en común que viven de los recursos coparticipables, están sobrerepresentadas institucionalmente, gobiernan a poblaciones sumisas, empobrecidas o impotentes, y reproducen linajes de poder que asumen los abundantes vicios y las escasas virtudes del populismo criollo.

Convengamos, de todos modos, que hay “algo raro” en todo esto: Dios atiende en Buenos Aires, pero sus apóstoles preferidos parecerían provenir de tierra adentro. Se impone por lo tanto reflexionar acerca de la densidad de estas palabras impregnadas de sentido común: “Argentina profunda”, “Interior”, “Tierra adentro”.

Convengamos, en principio, que la denominación de “interior” hoy parece ser una preferencia verbal y cotidiana de porteños. Sólo desde La cabeza de Goliat… se puede hablar de un interior subordinado e incluso sometido al centro poderoso. El “Interior”, para esta retórica se parece al “Pompeya y más allá la inundación”, de Manzi. O a aquella frase célebre de un político ilustrado, cuando dijo que detrás de una ambigua línea de la civilización se oye el alarido impiadoso del salvaje.

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La Buenos Aires culta y civilizada, la Atenas del Plata, en conflicto con un interior salvaje y bárbaro acompañó las discordias culturales de los argentinos mucho más allá de las bases materiales de esos conflictos. El peyorativo “Catorce ranchos” pronunciado por uno de los exponentes más recalcitrantes de ese porteñismo del siglo XIX, mantiene por un camino tortuoso y plagado de escombros, una acongojada y, a la vez, perturbadora vigencia.

Un siglo y medio después, estas disidencias simbólicas parecen estar presente en ciertas consignas y en ciertas discordias que nos acompañan. El debate, es verdad, posee el sabor de algo añejo, algo desabrido de lo anacrónico. El mundo globalizado, las velocidad de las comunicaciones no deja mucho lugar a contradicciones folklóricas que, si algún fundamento tuvieron, abrevan en un pasado lejano y espectral.

Sin embargo, ese “interior” que hasta el día de hoy los porteños emplean para referirse a un “todo” provinciano, es una realidad mucho más matizada y compleja que los prejuicios de quienes culturalmente se resisten atávicamente a admitir que más allá de la General Paz hay una Argentina que importa.

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La palabra “interior”, que algunos historiadores estudiosos de la realidad del siglo XIX emplean para referirse a las provincias del noroeste, hoy está conformada, por ejemplo, por un Litoral que históricamente compitió con el centro porteño y que tuvo en López, pero también en Paz, y, un par de décadas después, en Urquiza, a sus referentes históricos decisivos.

Ese “Litoral” hoy posee una referencia institucional que responde al nombre de “región Centro” e integra a las provincias de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos, provincias que históricamente mantuvieron con Buenos Aires una relación signada por los acuerdos y disidencias entre centros de poder, que temían que sus conflictos proviniesen, más que de las diferencias, de las semejanzas.

“Argentina profunda” son dos palabras con una carga semántica no muy diferente a la de “interior”. La “Argentina profunda”, sin embargo, alude a un espacio de tradiciones, leyendas y mitos que palpitan a contrapelo de los afanes modernizantes y secularizadores provenientes de los grandes centros urbanos.

Se supone que en esa “Argentina profunda” hay una verdad, un sedimento de verdad, que conviene sostener y preservar, pero también se supone que esa verdad incluye privilegios y jerarquías inconmovibles.

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Cometeríamos el imperdonable pecado de la obviedad al decir que la Argentina se sostiene sobre realidades diversas que ponen en evidencia los alcances y los límites de aquellos que denominamos nación. En términos institucionales, estas diferencias y tensiones intentaron resolverse en un equilibrio receloso entre la inevitable centralización y las exigencias de las diversas realidades provincianas, desde Tierra del Fuego hasta la Quiaca.

Esa tensión nunca terminó de resolverse y es probable que nunca lo haga, aunque al respecto hay que decir que el desafío de una nación que merezca ese nombre se define por su capacidad para resolver en términos de integración esa contradicción entre la cabeza de Goliat y sus diversos y desafiantes y acongojados «Davides».

De todas maneras, digamos que temas como “la Argentina profunda” o “el interior irredento” hoy se traducen, se expresan y se padecen en una crónica aunque actualizada y atormentada realidad que se llama Conurbanoel espacio en el que de un tiempo a esta parte se expresan, se traducen y se concentran todos los dilemas, conflictos que atormentan a la Argentina contemporánea.

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