Los antecedentes que culminan con la muerte de Elena Holmberg y Héctor Hidalgo Solá integran el capítulo de lo tenebroso y delirante. Tanta perversidad no tiene antecedentes en la historia política criolla. Jefes guerrilleros, cuyos seguidores eran secuestrados, torturados y muertos, se reúnen con sus verdugos en la Isla Margarita, en la finca de L. Gelli, en Arezzo, y en el Hotel Intercontinental de París para acordar “estrategias geniales”. La participación de la Marina y Montoneros se refuerza en este caso con el protagonismo de la Logia P2 del célebre Licio Gelli. La compra y venta de armas incluye negocios con Kahdafi, mientras Montoneros no vacila en financiar los operativos políticos de Massera. Firmenich y el Almirante Cero compiten amablemente entre ellos para ver quién se parece más a Perón, el modelo de estadista a imitar hasta en los detalles.
De estas roscas entre pares toman conocimiento en diferentes circunstancias Holmberg e Hidalgo Solá. Una en París, el otro en Venezuela. Se trata de dos diplomáticos que adhirieron al golpe de Estado y que mantenían excelentes relaciones con Videla y Martínez de Hoz. Sus contactos, su conocimiento del terreno en el que pisaban, su propio perfil de clase, le otorgaban a ambos un sentimiento de impunidad que resultará trágico para ellos.
De Holmberg, la ensayista Andrea Basconi, dijo que era la mujer que sabía demasiado y que ese saber fue la causa de su muerte. Es una interpretación válida, pero incompleta, porque muy bien podría postularse la hipótesis contraria. Elena no sabía demasiado o, para ser más precisos, no sabía lo que era necesario saber. Esa ignorancia le costó la vida. La certeza de que ella, la hija del coronel Holmberg y la prima del general Lanusse, la primera mujer graduada en el muy selecto Instituto de Servicios Exteriores de la Nación, era intocable, se reveló como un fatal error de cálculo. Dicho con otras palabras, Elena Holmberg jamás pensó que la Marina se atrevería a secuestrarla y matarla. Sabía que trataba con asesinos, pero la mujer que sabía demasiado ignoró que ella también podía morir.
Elena Angélica Dolores Holmberg nació en Buenos Aires el 24 de mayo de 1931. Por decisión ideológica y perfil de clase era una genuina exponente de la tradicional derecha conservadora argentina. Su familia pertenecía al linaje más encumbrado de la Revolución Libertadora. Lucía en su mano un anillo que reproducía el escudo de la familia, un toque de distinción propio de alguien que se consideraba una integrante natural de la clase dirigente.
Elena siempre consideró que los militares eran la reserva moral de la nación, la trinchera contra las acechanzas del comunismo, el límite a la demagogia populista y la barrera a los excesos de la democracia. Su rechazo al peronismo no era diferente a su rechazo al comunismo y su recelo a la democracia republicana. Liberal en clave conservadora, a decir verdad creía más en los beneficios del orden que en las incertidumbres de las libertades.
Inició su carrera diplomática desde muy joven. Fue amiga de empresarios, políticos conservadores, estancieros y militares. Vivía a pocas cuadras del Ministerio de Relaciones Exteriores y sus amistades pertenecían a ese barrio donde sus vecinos son socios de clubes exclusivos, frecuentan restaurantes exclusivos, asisten a exposiciones y conciertos exclusivos, se divierten en pisos y residencias exclusivas y veranean en paraísos exclusivos.
Sus relaciones políticas y familiares le permitieron en 1972 ser designada en la embajada argentina en París. Todo transcurrió sin sobresaltos hasta el momento en que Massera decidió crear el Centro Piloto de Información para contrarrestar la campaña antiargentina organizada en Europa contra la dictadura militar. Como Videla, Elena estaba decidida a luchar contra la conspiración de los subversivos en el mundo. Sus adhesiones no dejaban lugar a dudas. Sin embargo, el destino le deparará otra suerte. O su estómago, preparado en los rigores de los regímenes militares criollos, no estuvo dispuesto a digerir el menú que ofrecía el almirante Massera.
Se dice que las diferencias con la Marina, Elena Holmberg las tuvo desde el primer día que llegaron los colaboradores de Massera. Ni para ella ni para el embajador Tomás Anchorena, resultaba agradable compartir oficinas con marinos vulgares, ignorantes y -falta imperdonable- negados a cualquier idioma que no fuera el español. A las diferencias burocráticas y de educación, se sumaron las diferencias políticas. Holmberg seguramente no ignoraba los métodos que practicaban los militares para derrotar a la subversión, pero para su educación, una cosa era aceptar las inclemencias desagradables de una “guerra” y otra muy diferente ser cómplice de los acuerdos en la trastienda celebrados entre Massera y los jefes Montoneros.
No le debe haber costado mucho informarse sobre los pormenores de las tratativas. Era una mujer inteligente y avezada en las intrigas de la diplomacia. Así fue como se enteró, por ejemplo, del financiamiento de la Marina sobre operativos guerrilleros en la Argentina destinados a golpear a los colaboradores de Videla y Martínez de Hoz. También tomó conocimiento de las trapisondas con Licio Gelli y Khadafi.
La situación con los oficiales de la Marina destinados al Centro Piloto se tornó insostenible. En algún momento es probable que haya sido dominada por la certeza de que estaba rodeada de pistoleros. Demás está decir que los muchachos de Massera no se privaban de nada. Espionaje y contraespionaje, secuestros, redes de espías formadas con elementos del hampa. Para la niña bien de Barrio Norte, esta convivencia era insostenible.
Confiada en su prestigio, sus relaciones y su conocimiento del terreno, Elena se preocupó por obtener información detallada de las andanzas de personajes como Alfredo Astiz, Jorge Eduardo Acosta, Miguel Ángel Donda, Carlos Enrique Yon, Eugenio Vilardo, Roberto Pérez Froio, entre otros. Los apodos de los personajes estaban a la altura de su catadura. A uno, por ejemplo, le decían el Tigre; a otro el Rata; a un tercero, el Bagre.
A la información menuda, Elena sumó algunas fotos en las que Massera y Firmenich se divierten como si fueran amigos de toda la vida. No conforme con ello, convocó a periodistas de París. Los colegas estaban de parabienes. La jefa de prensa de la embajada argentina les ofrecía información actualizada y palpitante.
Para esos días Massera llega a la capital francesa. Está molesto porque nadie parece prestar atención a su presencia, justamente a él, que sueña con ser el ídolo de las masas populares de la Argentina. Sus colaboradores pronto le informan de la labor de la señora Holmberg. Massera no puede creer que una diplomática de segunda línea le esté creando problemas. Fiel a su estilo, decide cortar por lo sano. Mueve los hilos y el propio Anchorena le informa a la señora Holmberg que su estadía en París ha llegado a su fin. Nada personal, pero debe regresar a Buenos Aires.
Unos días antes del retorno hay una pequeña fiesta en la embajada. Allí están presentes diplomáticos, militares, funcionarios, empresarios y periodistas. Massera no está solo. Lo acompaña su esposa Lily Vieyra. La señora luce un collar tan caro como ostentoso. Elena saluda a amigos y conocidos. En un momento se acerca a la esposa del almirante y la saluda con una discreta sonrisa. Massera, imperturbable, contempla la escena. Elena parece que está a punto de retirarse, pero como si de pronto cambiara de idea, regresa al grupo donde está Massera con su mujer y le dice a ella en voz alta, como para que todos escuchen: “¡Qué hermoso collar que tenés Lily!”. La esposa del almirante agradece con un gesto. “Sí, claro -agrega Elena- es un collar hermoso y caro, todos los regalos de Firmenich son caros”. Silencio absoluto. Elena sonríe y repite: “Sí, oyeron bien, ese collar se lo regaló Firmenich”. Acto seguido se retira. Todos quedan de una sola pieza. Los ojos de Massera miran fijos a un punto del salón, después le hace señas a unos de sus colaboradores y le dice unas palabras en voz baja. Elena Holmberg se retira de la embajada. Tras cartón está la muerte.
El 22 de diciembre de 1978 el cadáver de Elena Holmberg fue encontrado en el río Luján. En su momento, las autoridades lo registraron como NN y la autopsia se la hicieron cuatro días después, una demora más que sugestiva, sobre todo porque como se supo luego, el anillo con las iniciales de la infortunada diplomática estaba en su dedo. Asimismo, desde el momento en que fue secuestrada, sus influyentes hermanos se habían reunido con las principales autoridades políticas de la dictadura militar. Todas las puertas se les abrieron, pero nadie pudo impedir el crimen. No quisieron hacerlo o no pudieron hacerlo. Para el caso es lo mismo. De nada sirvió que la víctima haya sido hija y hermana de militares, prima del teniente general Alejandro A. Lanusse y amiga personal de Martínez de Hoz. Al momento de secuestrarla, la señora Elena Holmberg ya estaba condenada a muerte y ese fallo era inapelable.
Recordemos algunos detalles. El miércoles 20 de diciembre, a las 20.45, Holmberg fue secuestrada en la calle. Según los testigos Mónica Turpin, Jorge Alejandro Ruiz y Víctor Bogado, dos hombres se bajaron de un auto Chevy de color celeste o blanco, y redujeron a una mujer que salía con su auto de la cochera ubicada en calle Uruguay entre Santa Fe y Alvear.
A esa hora -en la semana de Navidad y en plena Recoleta- había mucha gente en la calle, pero ese detalle no puso nerviosos a los secuestradores. Se sabe que Elena gritó “socorro”, pero el pedido se perdió en la noche. Al momento de producirse el secuestro, los testigos no conocían la identidad de la víctima, pero antes de la medianoche sus hermanos y Gustavo Urrutia, amigo y colega, conocían la identidad de la mujer secuestrada.
Es probable que la familia haya pensado en un primer momento que los secuestradores integraban alguna organización subversiva. Después de todo eran sus enemigos. Pronto las autoridades despejaron esa confusión. Los hermanos de Elena se reunieron con el ministro de Interior, Albano Harguindeguy; el ministro de Justicia, Alberto Rodríguez Varela; el jefe de la Policía Federal, general Edmundo Ojeda y el influyente integrante de la Junta Militar, Roberto Viola.
El más elocuente fue Harguindeguy, quien fiel a su estilo directo y vulgar no vaciló en afirmar que el secuestro era cosa de “ese negro hijo de mil putas de Massera”. Más circunspecto, Viola adelantó que si se trataba de la Marina era muy poco lo que se podía hacer. El ministro Rodríguez Varela prácticamente se lavó las manos, aunque también sugirió que la Marina podía tener algo que ver. El jefe de la Policía Federal, también sostuvo que se trataba de la Marina y responsabilizó directamente al contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro, jefe de la Esma y responsable militar de la región. Por su parte, el embajador Tomás de Anchorena, superior de Holmberg en Francia, afirmó que si se detuviera a tres marinos, que él conocía, el caso se aclaraba en menos de veinticuatro horas. Algo parecido dijo su esposa, Susana González Balcarce.
Por supuesto, los sospechosos nunca fueron detenidos, y jurídicamente el crimen de Elena Holmberg sigue impune. Hubo indagaciones, se hicieron denuncias, en algún momento se supuso que los responsables -empezando por Massera y Chamorro- darían por este asesinato con sus huesos en la cárcel. No se pudo. Los principales sospechosos fueron condenados por otros crímenes, pero no por el de Holmberg.
Dos libros se escribieron con motivo de este secuestro y crimen. Uno, a cargo de los hermanos de Elena titulado “’Historia de una infamia”; el otro se llama “Elena Holmberg, la mujer que sabía demasiado”, investigación realizada por Andrea Basconi. En ambos libros quedan en evidencia las responsabilidades y complicidades de esa siniestra máquina de matar que fue la dictadura militar.
Si bien nadie dudaba que la autoría del crimen era de la Marina, no deja de llamar la atención la impotencia y complicidad de los oficiales del Ejército que, conociendo a los responsables del secuestro, no hicieron absolutamente nada por salvar la vida de la mujer con la que estaban identificados por lazos de clase, sangre e ideología. El cinismo, la parálisis emocional, la complicidad abierta en la mayoría de los casos, fue la exclusiva respuesta. El general Videla, en particular, no movió un dedo en defensa de la mujer que había sido leal con él. Nadie debe sorprenderse: tampoco se molestó por castigar a los responsables del secuestro y muerte de la monja Leonie Duquet, maestra de su hijo discapacitado.
Volvamos a los hechos. Después de haber sido trasladada a Buenos Aires a mediados de 1978, Holmberg continuó reuniendo datos para probar las maniobras que Massera y sus hombres realizaban en Europa con el apoyo de la logia liderada por el venerable Licio Gelli y la complicidad del jefe montonero, Mario Eduardo Firmenich. Se trataba de radicalizar la interna librada en el Ejército y la Marina. Ésa fue la apuesta de Elena, pero no la de Videla y sus secuaces.
Un par de semanas antes de su secuestro, Holmberg se reunió con Gustavo Dupont en un bar de la Recoleta y le explicó lo que estaba haciendo. Dupont también era diplomático y, además, compañero de promoción de Elena. En su momento fue declarado prescindible en su trabajo en la Cancillería por órdenes de Massera. Cuando cuatro años después se presentó como testigo contra el almirante, sus amigos le advirtieron sobre los riesgos que corría. “No estoy casado, no tengo hijos, no tengo nada que perder”, dijo. Se equivocaba. Tenía algo para perder: la vida de su hermano Carlos, secuestrado pocos días después y arrojado desde el octavo piso de un edificio en construcción. Con el Negro Massera no se jugaba.
Volvamos al bar de la Recoleta donde Elena y Gustavo están tomando un café; al momento en que ella le dice: “Gordo, ando en problemas con la Marina”. Y después lo puso al tanto de los pormenores. “Elena, por Dios, tené mucho cuidado, no hablés con nadie”, fue lo que le dijo Dupont antes de separarse. Algo parecido le iba a decir su colega y amigo Urrutia. No les hizo caso, o los consejos llegaron tarde, o subestimó a Massera.
El día de la tragedia se encontraban en Buenos Aires los periodistas franceses Laure Buclay y Bruno Bachelet. Fueron convocados por Elena para ponerlos al tanto de las relaciones del “Almirante Cero” con el comandante montonero, Licio Gelli y Khadafi. La noticia ya se había adelantado en parte y justificaba el viaje de París a Buenos Aires. Las expectativas eran justificadas. En el mundo no se conocían antecedentes respecto de una guerrilla cuyos jefes pactaban con sus verdugos. Sólo la cultura peronista era capaz de realizar esa hazaña.
Según trascendidos, Elena tenía fotos que registraban las reuniones de Massera con Firmenich en el Hotel Intercontinental. Esas fotos nunca aparecieron. ¿Existieron o no? No lo sabemos. Pero lo cierto es que a Elena la mataron. Vamos a los detalles. El mediodía del miércoles 20 de diciembre, Elena almorzó con los periodistas en un club distinguido de Barrio Norte. A la tarde la vieron en la Cancillería y esa noche estaba invitada a una cena en el piso de una amiga, de la que sólo se sabe que se llamaba Josefina. Alrededor de las 19, Elena pasó por su departamento de calle Uruguay. Una hora después salió de su casa en dirección a la cochera. Su amigo Urrutia debía encontrarse con ella después de la cena. El secuestro interrumpió la secuencia.
Los ocasionales testigos del operativo coincidieron en señalar que los autores fueron tres hombres que se desplazaban en un Chevy. ¡Oh casualidad! Chamorro tenía un auto de esa marca. Horas después, el comisario Ojeda les dirá a los hermanos de Holmberg lo siguiente: “No se engañen, la guerra no es con Chile, es contra de Chamorro y la Esma”. También los convenció de que el operativo no había sido realizado por la subversión. “No es su estilo pero, además, carecen de estructura militar para hacer algo parecido”.
El círculo se cerraba. La lista de sospechosos se reducía a dos o tres nombres. “Me siento responsable, pero no me siento culpable”, dirá Massera.